Por Omar González
Foto: María Boronat García
Antes del cambio, a María Amalia la encadenaban todas las mañanas. Tenía la costumbre de creerse los sueños y de llorar cuando despertaba a medianoche. «Pájaro soy», dijo una tarde, y levantó el vuelo y estuvo tres días sin bajar de los árboles. De nada sirvieron los insultos de la abuela ni las súplicas amenazantes de papá. «Que bajes, niña, que ahorita llega Montero con sus huevos de anís y sus panes de ajo. Mira qué linda esta muñeca. Te compré un radio, óyelo como canta». Pero qué va, ella seguía inmutable, igual que las palomas. «Coño, te voy a entrar a tiros si no bajas». Y entonces María Amalia volaba hasta la ceiba y hacía como un zorzal. Cantaba lindo y los trinos le salían perfectos. Tan perfectos, que los demás pájaros le respondían y ninguno de nosotros podía dormir la siesta. Abuela, que maldecía constantemente aquel castigo de Dios, achacaba la enfermedad de mi hermana a las lecturas de comedias ilustradas y a los libros verdes que nos enviaban los primos habaneros. «Demasiada bazofia, voy a quemar cuanto paquete aparezca por la puerta». Y cogía el bulto, lo apuñaleaba en el patio y le prendía candela. Solo un libro pudimos salvar de los incendios. Cuando todos mirábamos el fuego y oíamos el crujir de los forros empastados, del cuero y de los hilos, María Amalia alcanzó a sobrevolar la fogata y se llevó con ella los poemas de Bécquer. Fue un acto suicida, desesperado, como si el mal de su angustia la orientara en el humo y la preservara del calor de las llamas. Desde la copa del jagüey nos leyó más de mil versos de amor, hasta que fue de noche y se le ocurrió cerrar con un danzón tristísimo que yo le había escuchado antes a Barbarito Diez. «Mierda», dijo la abuela, y le tiró una brasa a María Amalia. La estela de luz me recordó a los voladores de las parrandas, cuando todo el pueblo parecía la carpa de un circo gigantesco y nadie se atrevía a llorar. La propia abuela quedó absorta y una vez más habló de la desgracia y de los muertos. Recuperó a su madre del naufragio, le tendió la mano entre las aguas, le secó la frente y le dio a tomar una taza de café amargo. Todo lo que no había podido hacerle cuando se les hundió la lancha, se lo hacía mi abuela a su madre cada vez que estaba triste. Por eso, para que no la viéramos llorar, nos dejaba en el patio e iba a la cocina. «Espérenme aquí, que voy a traerles chocolate». «Espesito y con galletas, abuela», decía mi hermano Aurelio, el menor de nosotros. Después María Amalia, convencida de que estaríamos solos unos instantes, bajaba del jagüey y se posaba junto a mí. «Allá arriba hay mucho frío, hace dos noches que no puedo dormir. Además, las lechuzas me confunden y me invitan a cazar». «No chives, Amalia, las lechuzas saben bien que no eres un pájaro». «Eso crees tú, Conrado, uno es lo que es y no lo que parece ser». «Por eso mismo, si tú fueras pájaro tendrías un par de alas». «Y las tengo, cuando levanto el vuelo yo misma siento el aleteo». «A mí no me engañas, Amalia, tú vuelas porque sabes flotar, ¿te acuerdas del ciclón?», advirtió Aurelio. «Cuando el ciclón, yo era más flaca todavía. Ahora es la primera vez que sé volar». «Está raro, de todos modos está muy raro que alguien sepa planear como los pájaros», dije mirando hacia la casa. «No hay nada de extraño —sentenció mi hermana—, en la vida lo único extraño es morirse dormido y sin poder soñar». «Da lo mismo que despierto. Tú dices eso porque eres la mayor y estás más cerca de la muerte, Aurelio debe pensar distinto». «Yo pienso igual, Conrado, después que mi hermana alzó el vuelo, todo lo que ella diga es verdad». Desde el sillón, donde dormía a ratos y a ratos despertaba, papá murmuró algo que nos dejó pensando: «Aquí lo único extraño es que las cosas no cambian: hablen bajito que tengo sueño». Y apareció mi abuela con cuatro tazas de chocolate espeso. «No la dejes ir —gritó—. Mariano, estás bobeando, Amalia aquí y tú durmiendo». Papá despertó y vio cómo su hija volaba hacia la ceiba. «Me pareció oírla pero es que estoy muy cansado, llevo dos días cortando arroz». «Abuela —dijo Aurelio—, María Amalia habló de la muerte». «¿De la muerte?». «Sí, ella dijo que lo único extraño es morirse dormido». Ella no sabe nada de la muerte, de tan viva que está es capaz de volar. «La última vez que la niña habló de la muerte fue cuando Josefa se quemó», comentó mi padre. «Y dale con tu mujer, te he dicho mil veces que delante de los niños no hables de su madre, Mariano». «No, yo lo único que hago es recordar la verdad». «Bueno, a dormir, que mañana empiezan las clases», ordenó abuela y nos guió a la cama. Después cerró las ventanas y nos leyó el ensalmo. Afuera la noche era oscura e inexplicablemente cantó un zorzal. «No hagan caso, esa es Amalia que tiene frío», dijo abuela interrumpiéndose en la oración. Entonces Aurelio pidió que la dejaran entrar. «Se va a morir de hambre, abuela, no come carne desde hace tres días». «¿Y tú qué sabes? Todas las noches yo le pongo su plato de comida al pie del brocal del pozo. Pero no te preocupes, si viene hoy la vamos a coger». Y cuando abuela dijo esto, se escuchó un aleteo incesante en el patio. «Corre, Mariano, María Amalia cayó en la casilla». Mi hermano y yo también corrimos hacia la puerta. No hacía luna y solo veíamos la silueta de papá moviéndose junto al pozo. Abuela estaba con nosotros y nos tenía agarrados por las manos. El perro ladraba y gemía al mismo tiempo. «Sssh, Campeón, déjate de bulla». Y se hizo un silencio pesado, como si todo el mundo hubiera muerto, como si nada existiera más allá de nuestros ojos. Cuando abuela se decidió a averiguar lo que pasaba, encontró el sombrero de papá sobre las piedras y una paloma pequeña encerrada en la casilla. Durante varios años, de María Amalia solo tuvimos los recuerdos, y aquel pájaro atento que mañana a mañana encadenaba abuela.
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