ALEJO CARPENTIER EN (Y) LA MÚSICA EN CUBA (I y II). LUIS ÁLVAREZ ÁLVAREZ

«La música en Cuba (…) es mucho más que una investigación sobre el desarrollo histórico de ese arte en la isla: no puedo insistir bastante en que rebasa esa aspiración declarada, y se convierte en un brillante texto sobre la cultura cubana en su sentido más orgánico y en sus elementos diferenciadores y específicos.»

LUIS ÁLVAREZ ÁLVAREZ* / CUBALITERARIA

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ALEJO CARPENTIER EN LA MÚSICA EN CUBA (I)

La música en Cuba aparece en 1946, publicado por Fondo de Cultura Económica en México. Se trata, en efecto, de una obra de muy difícil construcción, un complejo edificio conceptual que, a juzgar por los testimonios del propio Carpentier, exigió una labor sostenida entre 1939 y 1945. Se trata, desde luego, del primer panorama integrador de la historia de la música en la isla. Pero no es ese aspecto el que me interesa particularmente aquí. Más allá del análisis del desarrollo gradual del arte musical en Cuba, se trata nada menos que de una interpretación —realizada desde la música— del proceso general de la cultura cubana. Por otra parte, la importancia del tema era y es en sí misma trascendental para la comprensión de Cuba. Zoila Lapique, por cierto, deja sentado el hecho esencial de que a lo largo de la evolución histórica de la Cuba colonial no solo hubo un tangible desarrollo de la música y lo demuestra a partir de una serie de documentos históricos que se suman a los que en su día había identificado Carpentier, sino que también se refiere con nitidez al interés que una serie de intelectuales —cubanos y españoles— que a lo largo de los siglos XVIII y XIX manifestaron interés por la historia específica de la música insular, tales como Buenaventura Pascual Ferrer o Antonio Bachiller y Morales,  entre otros.

El sustrato teórico de una obra de tal magnitud es sumamente complejo. La música en Cuba debe ser considerada, para nuestro país, como parte integrante, dinámica y consciente, de una renovación de las ciencias sociales en general, y de los estudios sobre cultura y artes en particular. No puede olvidarse la irradiación que el nuevo pensamiento europeo del s. XX en relación con la cultura proyectó sobre la intelectualidad latinoamericana. No puede olvidarse la trascendencia de una antropología cultural que desde el siglo XIX estaba influyendo específicamente sobre Cuba, hasta el punto de que José Martí se interesó mucho por esa disciplina. La antropología cubana se gesta desde el s. XIX —como constata Armando Rangel Rivero en su excelente libro Antropología en Cuba. Orígenes y desarrollo 3 —, de modo que la magna obra de Fernando Ortiz no es un chispazo en el vacío, sino que tiene como antecedente —claramente reconocido por el gran polígrafo cubano— los estudios precursores de Antonio Bachiller y Morales, pero también las indagaciones de figuras que solo son conocidas por la academia cubana desde el punto de vista histórico, y no antropológico, como Fermín Valdés-Domínguez y Quintanó, el amigo entrañable de Martí. 

La música en Cuba concuerda, en sus perspectivas esenciales, con muchas de los avances en la concepción sobre la cultura. Carpentier, en particular, suscribe implícitamente la postura del grupo de Annales en cuanto a interpretar críticamente los fenómenos de la cultura desde una perspectiva que tuviera en cuenta los vínculos profundos de todo hecho cultural con la estructura y modelación de la sociedad que lo ha producido y contextualizado. Por eso el ensayo de Carpentier tiene un comienzo deslumbrante que, además, resulta una declaración de principios culturológicos:

El grado de riqueza, pujanza o poder de resistencia de las civilizaciones halladas por los conquistadores en el Nuevo Mundo, determinó siempre, de modo ambivalente, la mayor o menor actividad del invasor europeo en cuanto a la realización de obras de arquitectura y de adoctrinamiento musical. Cuando los pueblos por sojuzgar habían sido ya lo bastante fuertes, sabios o industriosos, para edificar una Tenochtitlán o concebir una fortaleza de Ollanta, el albañil y el chantre cristiano entraban en acción, con la mayor diligencia, apenas podía darse por cumplida la misión de los hombres de guerra. Terminada la lucha de los cuerpos, iniciábase la lucha de los signos.4

La última frase, relativa a los signos, es vital para comprender la gestación de un pensamiento cultural en Carpentier. Ante todo, tal afirmación obviamente expresa que en América, tras la lucha militar de la conquista, se desarrolló la confrontación de culturas. Referirse a estas últimas en términos de “signos” es una evidencia de su deuda con el pensamiento de Herder, para quien el idioma es causa y resultado de toda cultura. Este punto de vista y esa mención de la importancia de los signos culturales no son impulso de un momento, sino que permanecerá en Carpentier, incluso profundizada. Años más tarde, el 30 de mayo de 1954, Carpentier reitera esa convicción en Letra y Solfa:

Los “idiomas universales” —volapuk, ido, novial, etc.— se resienten de su falta de tradición. En efecto, un idioma no es solamente “el conjunto de palabras y modos de hablar de un pueblo o nación” —como lo define, en su capítulo primero— el Epítome de Gramática de la Real Academia. Un idioma es, fuera de lo fonético, fuera de lo ortográfico, el medio de expresión que ha sido perfeccionado, matizado, durante siglos, por el alma de un pueblo. Traduce su carácter, sus recónditas aspiraciones, su idiosincrasia. Se afianza en la historia, en la literatura, en el patrimonio espiritual de una raza o conglomerado humano.5

Muchos años más tarde, en una entrevista concedida a Le Figaro Littéraire en 8 de diciembre de 1966, Carpentier insiste en la importancia del signo:

“Quizás, al pertenecer a un universo relativamente ignorado, el escritor latinoamericano se siente obligado a darles un nombre a las cosas, a darles una textura; eso explica la multiplicidad de los signos, que constituye la característica del estilo barroco”. 6 Esa perspectiva no solo tiene que ver con la novelística latinoamericana, sino también con el modo de expresión general de la cultura del subcontinente.

Cuando Carpentier expresa en el texto antes citado: “Terminada la lucha de los cuerpos, iniciábase la lucha de los signos”,7  no está refiriéndose, por supuesto, a la relativa simplicidad de los signos lingüísticos. Es obvio que la lucha americana a la que alude tiene que ver con signos culturales. En el mismo sentido de comprensión de que los signos de la cultura son más amplios que los estrictos del idioma, Carpentier se extiende en este ensayo en detallar otras vías sígnicas de comprensión: la arquitectura, la música, etc. Esa misma inmensidad de los signos de la cultura lo lleva a expresar una idea primordial:

Cada vez más se afirmaba la convicción de que la vida de un hombre basta apenas para conocer, entender, explicarse, la fracción del globo que le ha tocado en suerte habitar —aunque esta convicción no le exima de una inmensa curiosidad por ver lo que ocurre más allá de la línea de sus horizontes. Pero la curiosidad no es premiada, en muchos casos, con un cabal entendimiento.8

Hay aquí una nueva convergencia inadvertida con el pensamiento de Lezama, que en La expresión americana también se detiene en la cuestión de la curiosidad barroca como factor de la cultura latinoamericana.9

Hay una señal bibliográfica que indica con claridad que la atmósfera intelectual cubana —más allá de las posiciones ideológicas que podían identificarse en su cuerpo más general— percibía ya la necesidad de estudiar el conjunto orgánico de la cultura, más allá de sus parcelaciones tradicionales. Me refiero al interesantísimo y valioso empeño Historia de la nación cubana, publicado en 1952, apenas seis años después de La música en Cuba, bajo la dirección de investigadores de gran relieve, como Ramiro Guerra Sánchez, Emeterio Santovenia, Juan J. Remos y José M. Pérez Cabrera, y con la colaboración de Julio Le Riverend, Elías Entralgo, Enrique Gay Galbó, Ramón Infiesta, entre otros. La obra se dedicaba a la nación cubana, en el cincuentenario de su independencia, considerado como resultante de un largo camino emprendido en los albores de la conquista de la isla por los españoles:

La historia  de ese largo proceso creador, en su integral unidad, desde el punto de arranque a fines de 1510 o principios de 1511 hasta el día de hoy, no había sido escrita todavía, aún cuando existen acumulados materiales de todas clases y calidades para componerla: libros, documentos, periódicos, folletos, monografías, memorias, diarios personales y todas las restantes creaciones derivadas del espíritu, las artes, las ciencias y las letras. Los cubanos firmantes de estas palabras preliminares —impulsados por un imperioso deber, íntimamente ligado a un fervoroso deseo— nos hemos sentido impelidos a escribir, con la colaboración de muy estimados colegas animados por los mismos propósitos, esa historia, en cuyo proceso de advierten los valores espirituales que determinan las esencias constitutivas de una nacionalidad plenamente definida. Es un primer paso para que historiadores del futuro la reescriban periódicamente, en su inagotable perfectibilidad.10

alejo-1Carpentier sigue a lo largo de La música en Cuba la perspectiva de la transculturación como impulsor para consolidar la cultura insular. De aquí que cite la anécdota del náufrago Sebastián de Ocampo, la cual testimonia que el contacto intercultural entre españoles y aruacos se asentó sobre la base de un intercambio de signos de carácter ampliamente cultural y no meramente lingüístico,11 lo cual resulta valorado con precisión por el ensayista en lo que se refiere a los signos musicales: “El náufrago había tenido una certera visión de colonizador inteligente. Fray Bartolomé de las Casas recomendaría, más tarde, la aceptación del areíto con palabras cristianas como buen auxiliar de la evangelización”. 12 No menos significativa es la acuciosa relación que hace Carpentier sobre la temprana presencia de músicos en la isla, en incluso de algún maestro de danza, circunstancia cultural que pronto se extiende de Cuba a México.13

Bien examinado este primer ensayo magistral de Carpentier, es evidente que la perspectiva musical –nacida, no hay que olvidarlo, en integración con el pensamiento matemático de los pitagóricos– aparece sistemáticamente encuadrada en una inteligente contextualización de la cultura insular, lo cual se mantiene desde la valoración de la etapa conquistadora hasta la consideración sobre el siglo XX. Una cuestión fundamental para una concepción orgánica general de la cultura nacional aparece en La música en Cuba. En efecto, en lo que a historiografía e historia literaria se refiere, hay consenso en que el sentimiento o identidad nacional se consolida durante la primera mitad del s. XIX, y se expresará en un proyecto político independentista que habría de cuajar en 1868. Véase la importancia de lo que afirma Carpentier:

Si algo, en la música cubana, está siempre fuera de todo misterio, es su vinculación directa con algunas de sus raíces originales, aun en los casos en que esas raíces se entretejen al punto de constituir un organismo nuevo. Por suerte para el investigador, la cubanidad de la música criolla es muy relativa todavía, en la primera mitad del siglo XIX. Se debe más a inflexiones, a modalidades de interpretación, a malicias superficiales, que a una cuestión gráfica. No hay un caso de creación de ritmos nuevos hasta pasado 1850.14

Carpentier se ocupa de la interrelación entre música y verso popular, y ello lo lleva a señalar que “[…] lo cierto es que hallamos los mismos romances en todas las tierras por ellos [Nota: los españoles] sojuzgada, sin que Cuba constituya una excepción. Por el contrario: Cuba es uno de los países de América que mejor ha conservado la tradición del romance”. 15 A lo cual añade: “[…] la música que correspondía a los dos primeros incisos de La guantanamera no era otra cosa que la del viejísimo romance de Gerineldo, en su versión extremeña”.16

Otro aspecto fundamental en La música en Cuba radica en el modo en que encara el carácter fundamentalmente mestizo de la nación. El ensayista advierte cómo la discriminación insular contra el afrodescendiente ha tenido también una determinada evolución —que Carpentier caracteriza someramente— marcada por diversos factores:

En aquella sociedad naciente, los negros eran menos considerados que los indios (muchos colonizadores de la primera hornada se habían unido con indias, y tenían hijos mestizos), y constituían la clase inferior y peor tratada de la población. A menudo eran víctimas de disposiciones vejatorias, como la que prohibía a las negras y mulatas el adornarse con telas costosas o vestirse, siquiera, a la manera de las blancas. Y sin embargo, en aquellos años, la condición de negro no era tan agobiante como lo sería más tarde, cuando la trata quedó organizada en firme, como  egócio de gran rendimiento, y comenzó a constituirse, en la isla, una auténtica burguesía criolla, orgullosa de sus fueros, riquezas y apellidos, para la cual el trabajo del esclavo era garantía de bienestar y base de todo un sistema económico. Por ahora, en tierra tan poco poblada, la identidad de condición ante calamidades públicas, epidemias, huracanes, incursiones de piratas, carencias y penurias, daba al negro, en ciertos momentos críticos, una mayor categoría humana.17

La entrada en este tema de tanta complejidad motiva que Carpentier se fundamente su convicción de que “la convivencia del negro con el blanco era entonces, por diversas razones, mucho más estrecha que en el siglo XVIII”.18  La exposición de sus puntos de vista pone de manifiesto su conocimiento de los estudios de antropología cultural realizados por varios autores en distintos puntos del Caribe: 19Carpentier, desde muy temprano interesado en los estudios de Fernando Ortiz —y de los antropólogos haitianos de la primera mitad del siglo—, estaba bien informado sobre la cuestión. Por ello cobra aún más relieve la siguiente afirmación:

Si el examen del Son de la Ma´ Teodora resulta interesante en extremo, es porque revela, en el punto de partida de la música cubana, un proceso de transculturación destinada a amalgamar metros, melodías, instrumentos hispánicos, con remembranzas muy netas de viejas tradiciones orales africanas.20

El volumen de información sobre la cultura cubana del período colonial es tal, que Carpentier constata que la producción musical en la isla habría precedido, con mucho, a la literaria.21 La música en Cuba permite percibir la densidad del interés del autor por el diálogo Europa-América, que lo impulsa a asomarse también al mundo de la danza e identificar la influencia cultural tangible del Nuevo Mundo —olla podrida de elementos amerindios, hispánicos y subsaharianos— sobre las danzas de España.22  De aquí la intensidad de una afirmación suya en este libro: “América, en el período de formación de sus pueblos, dio mucho más de lo que recibió”. 23 Esta frase tiene la sencillez rotunda de una declaración de principios y, en efecto, define una perspectiva que habrá de permanecer tanto en su posterior prosa reflexiva como en su narrativa; por otra parte, esta idea se adensa con fuerza mayor en sus consideraciones sobre la cultura danzaria de Cuba: “La isla formaba parte del vasto sector continental sometido a influencias africanas, y exportaba danzas que tenían más fuerza y poder de difusión que las que importaba”.24

Sus consideraciones sobre ritmos, aportaciones e intercambios culturales son en verdad muy relevantes, pero tanto o más lo son sus caracterizaciones específicas sobre la vida cotidiana en Cuba, que, en particular en cuanto al siglo XVIII, permiten una imagen de una nitidez impactante, como la que se obtiene de sus indagaciones acerca del compositor “de angélica pureza”, 25 Esteban Salas y su contexto. Pues no podía ser de otro modo en un investigador insaciable y agudísimo como Carpentier; esas cualidades lo llevan a indagar, como espacios sociales complementarios, el salón y el teatro insulares, cuyos cimientos económicos y políticos no deja nunca de caracterizar, así como la prensa, vocero y divulgador de la actividad musical. Aquí y allá tiene en cuenta cuestiones de sicología social, fundamentales para trazar ese retrato formidable que traza sobre la cultura de la isla:

La sensibilidad del habanero ser refinó mucho en los últimos años del siglo XVIII. No se trataba aún, claro está, de una verdadera cultura; pero la música, bajo diversos aspectos, se había introducido en las costumbres. En 1792, María Luisa O´Farrill obtenía grandes aplausos en los salones aristocráticos, con sus interpretaciones en el clave. Los anuncios del Papel Periódico nos dan la tónica del ambiente, por medio del documento escueto —que a veces desnuda feamente los hábitos de una burguesía que cultivaba su espíritu a costa del sudor de más de sesenta y cuatro mil esclavos.26

Varios elementos de este pasaje son significativos. ¿Por qué el cuadro que consignara Carpentier no es considerado por él como “una verdadera cultura”? Obviamente tiene que ver con el hecho de que el gusto por la música de conciertos presente en los salones y los teatros aún no se ha instalado como una característica de la recepción más generalmente socializada, en una estructura en la cual, en efecto, miles de personas carecen de todo derecho de participación. El juicio que pronuncia Carpentier sobre esa cultura de fines del Siglo de las Luces es tajante y reprobatorio.27  Pero junto con esa reprobación ética, también hay una percepción de la mentalidad criolla en la época, caracterizada por “los hábitos de indolencia e indisciplina a que tan fácilmente se deja llevar el criollo, cuando pierde interés en un trabajo que ha pasado a ser una rutina”. 28 Ahora bien, La música en Cuba mantiene una atención constante en relación con el gradual desarrollo, surgimiento y consolidación de una identidad cultural nacional, de la cual la creación musical no puede estar ajena. Por eso alude Carpentier al “sentimiento de cubanidad que, como signo de los tiempos, se había ido manifestando en todas las clases sociales desde los días de la toma de La Habana por los ingleses”.29

NOTAS

 1 Cfr. Zoila Lapique Becali: Cuba colonial. Música, compositores e intérpretes. 1570-1902. Ed. Boloña, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 44.

  2 Cfr. ibíd., p. 25.

3 Cfr. Armando Rangel Rivero: ob. cit., p. 90 y sig. Alejo Carpentier: La música en Cuba. Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1989, p. 15.

5 Alejo Carpentier: Letra y Solfa 8. Literatura. Poética. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 156.

6Alejo Carpentier: Entrevistas, ed. cit., p. 144.

7Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 15.

8 Ibíd., p. 72.

9 Cfr. José Lezama Lima: Confluencias. Selección de ensayos, ed. cit., pp. 229-247.

10 Ramiro Guerra Sánchez, José M. Pérez Cabrera, Juan J. Remos y Emeterio S. Santovenia, coord.: “Palabras preliminares” a: Historia de la nación cubana. Ed. Historia de la Nación Cubana, S. A., La Habana, 1952, t. I, p. XV

11Ibíd., p. 17. 12 ibíd.

13 Cfr. ibíd., p. 18.

14Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 27.

15 Ibíd., p. 29.

16 Ibíd., p. 32.

17 Ibíd., pp. 32-33.

18 Ibíd., p. 34.

19 Ibíd., p. 35.

 Ibíd., p. 43.

20 Ibíd., p. 51.

21 Ibíd., p. 53.

22 Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 53.

23 Ibíd., p. 61.

24 Ibíd., p. 67. 25 ibíd, p. 93.

26Ibíd., p. 95.

27Ibíd., p. 101.

28Ibíd., p. 103.

ALEJO CARPENTIER Y LA MUSICA EN CUBA (II)

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El punto de vista —ampliamente culturológico— de su investigación sobre la historia de la música insular en La música en Cuba obliga a Carpentier a desbordar los límites estrictos del país para evaluar una transculturación proveniente a la vez de Francia y de Haití. Su experiencia personal de este último país le permite analizar los nexos culturales entre las islas contiguas atendiendo a fenómenos específicos de la antigua colonia francesa. Un aspecto de especial interés es su constatación de ciertos rasgos específicos de esta en relación con su metrópoli, pues Carpentier valora el proceso de transculturación desde el propio proceso de mezcla de culturas efectuado internamente en Haití. 30 Desde ese cuadro general, el ensayista se ocupa de una serie de aportaciones específicas de los “negros franceses” a la música cubana, como el cinquillo, grupo musical de figuras que toma una duración diferente —cuatro o seis figuras de la misma especie—, que Carpentier considera fundamental para la música folclórica afrocubana en la isla. Hay que señalar —más allá de sus consideraciones eruditas sobre lo que traen los — que uno de los aspectos principales de este gran ensayo carpenteriano radica en su indagación, en tono mayor, de la contribución africana a nuestra cultura. Esa disposición deriva de esa integración creativa de influencias ya antes mencionada, pero que resulta conveniente subrayar: sus vínculos juveniles con la antropología cultural impulsada en Cuba por Fernando Ortiz, primero, y luego su constatación del impacto realizado sobre las vanguardias y la posvanguardia por un arte africano que, más que la colonización europea, había sido revelado a la Europa del siglo XX por el fuerte empuje de los estudios antropológicos.

La música en Cuba pone de manifiesto —más allá de su brillante trazado histórico de un arte fundamental para la isla— nada menos que la necesidad de estudiar orgánicamente nuestra cultura de modo que sus diversas expresiones se revelen en su interacción profunda. Tanto como la historia de la música insular le interesa al ensayista la gestación misma de la cultura cubana. De aquí su interés por Manuel Saumell, y la atención particular que dedica Carpentier a su ópera Antonelli, cuyo argumento estaba enraizado no solo en la historia del país, sino también en su ambiente cultural. El ensayista es categórico en su valoración de esta ópera de 1839: “Cuando se piensa que Saumell fue el padre de la tendencia nacionalista en la música cubana, esta historia de una ópera frustrada resulta sumamente interesante. Su intento no tenía precedentes en todo el continente americano”.31  Es igualmente revelador que el investigador afirme que fue Saumell y no Faílde el precursor del danzón que habría de convertirse en una de las danzas populares cubanas más características. Carpentier, al cerrar sus consideraciones sobre el compositor de Los ojos de Pepa, vuelve a empuñar la noción de ambiente cultural, subyacente tanto a mucho de la producción de los historiadores de Annales como a la etnomusicología preconizada por Curt Sahs y Erich von Hornbostel:

Manuel Saumell murió el 14 de agosto de 1870. Su obra fue la de un petit-maître, pero significa mucho dentro de la historia de los nacionalismos musicales de nuestro continente. Llena de hallazgos, esa obra trazó por primera vez el perfil exacto de lo criollo, creando un «clima» peculiar, una atmósfera melódica, armónica, rítmica, que habría de perdurar en la producción de sus continuadores […]. Gracias a él se fijaron y pulieron los elementos constitutivos de una «cubanidad», que estaban dispersos en el ambiente y no salían de las casas de baile, para integrar un «hecho musical» lleno de implicaciones. Con la labor de deslinde realizada por Saumell, lo popular comenzó a alimentar una especulación musical consciente. Se pasaba del mero instinto rítmico a la conciencia de un estilo. Había nacido la idea del nacionalismo.32

Tenía razón Carpentier: en el momento en que Saumell muere (1870) ciertamente ya había nacido la cultura cubana y su autoconciencia histórica. La música en Cuba contribuye, también en este sentido, a comprobar tangiblemente la idea —no siempre orgánicamente fundamentada— de que la nación cubana se fraguó en la primera mitad del s. XIX. Hay insistir en el sentido crítico sistemático que recorre todo el libro. Si bien su valoración de Saumell y otras referentes al nacionalismo musical son muy positivas, esta actitud del investigador está enmarcada por un permanente sentido histórico-crítico. Ya hacia el final del libro Carpentier lo deja terminantemente establecido en una declaración que rebase el escenario estrictamente cubano para proyectarse en el ámbito mayor de la cultura latinoamericana:

Claro está que el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función de un folklore. Es un mero tránsito. Pero tránsito lo bastante inevitable para haberse hecho necesario a todas las escuelas musicales de Europa. Gracias al canto popular —bien lo señaló cierta vez Boris de Schloezer— las escuelas del Viejo Continente adquirieron su acento propio. Rodeado de expresiones populares en continuo proceso de creación —no de un folklore agonizante como el de Francia, por ejemplo, donde el campesino canta los últimos éxitos de Maurice Chevalier—, el compositor latinoamericano comienza por trabajar con lo que encuentra al alcance de su mano, en busca de las características que, de hecho, le pertenecen.33

Todo el libro está marcado por dos categorías culturológicas fundamentales: el folclor y la tradición.34En cuanto a esta última, este ensayo revela cómo su autor estaba perfectamente consciente no solo de que la tradición entraña una selección realizada sobre valores del pasado, pero desde los intereses del presente, sino también de que la tradición, por ese carácter activo y actual, es susceptible de equivocaciones graves. Y esto lo conduce a una declaración de convicciones teóricas como la siguiente: “Una tradición musical no solo vive de aciertos; también se alimenta de errores. Tan escuela es el ejemplo de lo que debe hacerse, como el modelo que engendra ideas nuevas”.35 Solo quien haya leído las apasionadas crónicas carpenterianas sobre el eminante compositor brasileño Heitor Villalobos podrá comprender el sentido trascendente de las siguientes afirmaciones de Carpentier sobre Ignacio Cervantes:

[…] Cervantes trabaja con ideas propias, que nada deben al campo ni a la ciudad. Es muy interesante señalar, por lo tanto, que Cervantes se planteaba la cuestión del acento nacional como problema que solo podía resolver la sensibilidad peculiar del músico. Su cubanidad era interior. No se debía a una estilización de lo recibido; a una especulación sobre lo ya existente en el medio. Fue, pues, uno de los primeros músicos de América en ver el nacionalismo como resultante de la idiosincrasia, coincidiendo este concepto con los que más tarde expondría un Villa-Lobos. De ahí que Cervantes pueda ser considerado como un extraordinario precursor. Sin haber conocido la «etapa folclórica», en que el músico colecciona cantos populares en un cuaderno de bolsillo, había rebasado esa crisis necesaria, considerando la cuestión del modo más actual.36

La percepción carpenteriana de la cultura cubana —tanto en lo musical como en su espacio más general, al que apunta una vez y otra La música en Cuba— tiene un carácter orgánico y ello le permite constatar la recurrencia de determinadas actitudes básicas en la creación y la indagación de lo cubano esencial. Esta postura de Carpentier difiere en lo esencial de la imagen estrictamente sensible, hermosa, pero no siempre objetivamente sustentada, del otro gran proyecto de indagación de la idiosincrasia nacional a partir de una forma particular de arte; me refiero a ese libro fundamental, Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier. La coincidencia de ambos en la aspiración de trazar un cuadro general de la cultura cubana desde un modo específico de creación artística no ha sido hasta el momento advertida —ello como resultado de la ausencia, en la crítica cubana, de una cabal perspectiva culturológica—, pero lo cierto es que su concordancia es mucho más importante que sus diferencias epistemológicas. En efecto, Carpentier parte de una perceptible formación —siquiera a partir de lecturas e intereses personales— por la antropología en desarrollo en su época, en particular de base etnológica, etnomusical, historiográfica e incluso tímidamente semiótico; en cambio Cintio está más cerca del neoherderianismo suscitado por los ensayos de T. S. Eliot. Estas cuestiones, en última instancia, son menos importantes que el hecho esencial de su orientación común —en concordancia de fines también con Fernando Ortiz y con Lezama— hacia la indagación de los perfiles esenciales para una historia de la cultura cubana.

Carpentier, como he tratado de subrayar, abarca mucho más que la música en su ensayo. En un momento dado se preocupa específicamente —como lo haría cualquier semiólogo— en los nombres de las composiciones musicales —cómo se nombran las cosas es un interés común para Carpentier y los poetas centrales del grupo Orígenes—, para de allí deducir que “Desde 1850, los títulos alusivos a negros y cosas de negros salen de su feudo de guarachas, para pasar a la contradanza“.37  Y esto lo lleva a evaluar que el s. XIX no pudo hacer más de lo que hizo en cuanto a la transculturación musical debido al estado mismo de la reflexión sobre la cultura insular en sus procesos más profundos. Véase una fascinante cuanto reveladora afirmación, típica de un intelectual que se ha formado —bien que irregularmente, por avidez de lector más que de discípulo enterado— en consonancia con los intereses de tendencias confluyentes como la antropología, la historiografía de Annales y la semiología:

No se tiene todavía una idea muy clara de lo que puede ser la «melodía africana». Y ello, por una razón poderosa: solo un estudio detenido del folklore negro de Cuba, realizado con método, lograría definir exactamente sus distintas raíces y procedencia, así como el grado de conservación y edulcoración de los cantos originales.

Nadie, en el siglo XIX, se preocupó nunca por diferenciar un himno lucumí de una invocación ñáñiga. Tampoco se prestaba gran interés a las supervivencias de ritos ancestrales. Se iba a lo que más directamente podía conocerse en la calle y agarrarse al paso en un día de Reyes. Negros eran todos, aunque fueran yorubas, carabalíes, fulas, minas, congos o mandingas. El 6 de enero se mezclaban. Tocaban tambores, agitaban sonajas, entrechocaban las claves. De ello se sacaba un «aire general», una impresión de conjunto, que pasaba luego a la escena o al baile, de modo esquemático y superficial. No hemos de buscar en las primeras manifestaciones de «afrocubanismo» musical las lentas y profundas melodías coreadas en el seno de los cabildos lucumíes, en la noble «despedida al sol» que cierra los plantes de potencias ñáñigas. En esta fase, la contradanza toma al negro lo más epidérmico: la obsesionante repetición de una frase, ritmando el paso de una comparsa; el tema breve y bien marcado, que vuelve y revuelve hasta la saciedad, creando una euforia física en los que avanzan a su compás. No por mera coincidencia, casi todas las contradanzas nuevas que aluden a lo negro en este período tienen aire de marcha. 38

De esta meditación se deriva una idea implícita, pero esencial: Carpentier intuye que la cultura no depende solo de las diversas creaciones artísticas, sino también de la reflexión conceptual sobre ella misma. Y ello implicaba también una comprensión científica, vale decir, antropológica, del folclor. Es desde una perspectiva etnomusical que Alejo escribe, refiriéndose a los comienzos del s. XX:

El conocimiento del folklore planteaba problemas que iban mucho más allá de una correcta interpretación de aires y de ritmos. La contradanza y la danza eran ya modelos académicos, que la música cubana había dejado tras de sí, como una serpiente en muda pierde sus viejas pieles. Solo era posible volver a ellas con una óptica que nadie podía tener todavía en América, a principios de siglo.39

Solo habrá, pues, una transculturación más profunda, una cabal integración, cuando la cultura cubana pueda explicar su propia dinámica y sus peculiares componentes. Y esto resulta tanto más verdadero cuanto percibe que “la tradición que acompañó la música cubana en su período de formación está muy lejos de haberse alejado de ella”.40  Es en este sentido que se pronuncia en su ensayo “Los problemas del compositor latinoamericano”, publicado el 17 de marzo de 1946 en El Nacional de Caracas que el compositor de nuestras tierras ha comprendido “que el folklore no estaba allí para ser vestido con traje de arlequín cubista, sino para hallar hondas repercusiones en su propia sensibilidad, y ofrecerle, en días de angustia creadora, milagrosas lecciones de sencillez y de sabiduría colectiva”. 41 Y ese ensayo concluye con una verdadera declaración de principios a la vez sobre música latinoamericana y su encuadre mayor en la cultura del subcontinente:

Cuando el latinoamericano engola la voz, pierde la línea. Y la línea, el sentido de la línea, la presencia de la línea —melódicamente hablando—, resultan inseparables de las creaciones musicales de nuestro mundo nuevo —desde las que se derivan del romance, hasta las que se tiñeron de indio y de negro, para mayor enriquecimiento de nuestros acentos y giros nacionales.42

Su agudísima sensibilidad musical le permite transitar con plena objetividad por una serie de aspectos de la música nacional —por ejemplo, por la multiplicidad de la rumba—, pero esa misma capacidad de percibir y valorar objetivamente lo capacita para comprender que —como en toda cultura— existen también zonas de imprecisión, y por eso —sin la torpe incomodidad de un investigador marcado por el positivismo o en positivismo en cualquiera de los colores de esta postura se disfrazara durante el siglo XX— puede declarar con soltura que el son “más que un género, es una atmósfera”,43  en lo que no tan sorprendentemente parece acercarse a la entonación fundamental de Lo cubano a la poesía: es que, sin mengua de su fuerte perspectiva antropológica, Carpentier sabe muy bien que la cultura no consiste solo en códigos y reglas, sino también en comunicación y expresión vivientes y, por ende, por momento difusas, evanescentes y vivaces. Esa misma sensibilidad le permite asomarse con eficacia a un teatro bufo cubano que en la década del setenta del s. XX cubano casi resulta satanizado por una supuesta lejanía de una crítica social “correcta” y panfletaria, la cual solo desprejuiciados estudios actuales ha venido a revelar como dogmatismo y ramplonería politiquera.

La penetración del crítico le permitió ver uno de los difíciles cuanto complejos frutos culturales que produjo la Guerra del 95:

Al instaurarse la República, se produjo en Cuba un fenómeno que ya había podido observarse en otros países del continente: la adquisición de la nacionalidad se acompañó de una momentánea subestimación de los valores nacionales. El país nuevo aspiraba a recibir las grandes corrientes de la cultura, poniéndose al día. Por un lógico proceso evolutivo, toda independencia lograda viene unida al deseo de aplicar nuevos métodos, de estar up-to-date, de barrer con todo lo que pueda parecer un lastre de provincianismo o de coloniaje.44

Alejo constataba una realidad, pero no deja de evaluarla. Más adelante agregaría ominosamente:

[…] a pesar de ser absolutamente necesario para el desarrollo de una cultura, este ponerse al día resultaba un arma de dos filos. Ante la presencia de ejemplos resplandecientes, inesperados, singulares, sobrecogido por la impresión, el artista tendía al cosmopolitismo, tratando de alcanza la gran cultura de su tiempo por proceso de imitación.45

alejo-6Por otra parte, los comienzos de la República no solo trajeron esa peligrosa atracción por el cosmopolitismo —que se percibe, gráficamente, en Social—, sino también significó un incremento en la distancia que algunos quisieron poner entre la cultura oficial del país y sus componentes africanos. Esto generó, en ciertos círculos influyentes, una mentalidad que Carpentier denuncia críticamente en uno de los capítulos más apasionados de su ensayo: “La repugnancia de Sánchez de Fuentes a admitir la presencia de los ritmos negroides en la música cubana, se explica como reflejo de un estado de ánimo muy generalizado en los primeros años de la República”.46 Recuérdese además que hubo situaciones políticas que derivaron de esa atmosfera sicosocial: la “guerrita” de 1912 da buena muestra de ella, mientras que, como el propio Carpentier recuerda, “En 1912 se prohibieron las comparsas tradicionales”.47  Y el ensayista no deja de señalar una cuestión capital: “La politiquería de los primeros años de la República, que nada hacía por mejorar la cultura y la condición social del negro, favorecía sus vicios cuando para algo podían serle útiles”. 48 Alejo tiene conciencia de que esta situación se agravaba por el hecho de que la transculturación en Cuba no había sido ni homogénea ni constreñida a un mismo tiempo cronológico: por eso encuentra lugar en su ensayo para recordar que las distintas oleadas de esclavos arrancados a África debieron experimentar la transculturación de modos diversos, sin contar el factor, no siempre recordado como se hace en La música en Cuba, de las diferencias tangibles entre la transculturación experimentada por los libertos, por los esclavos domésticos y por los esclavos de plantación. 49 Más adelante añade una consideración de gran calado culturológico:

De ahí que el grado de conservación o edulcoración de tradiciones africanas sea muy variable, aún hoy, entre los negros de Cuba […]. Esos mismos bailes son letra muerta, tradición ignorada, para el estudiante negro de universidades, y aun para el músico mulato de una orquesta de swing habanera. Al haber quedado roto el cordón umbilical de la trata, el negro cubano perdió contacto con el África, conservando un recuerdo cada vez más difuminado de sus tradiciones ancestrales. Cuando se autorizaron nuevamente las comparsas negras, hace unos diez años, estas no tenían ya la misma fuerza; ganaron en espectáculo y en lujo teatral, en adquisición de nuevos instrumentos musicales, lo que habían perdido en autenticidad.50 

Este tipo de reflexiones permiten, también, inscribir La música en Cuba en la zona de intereses de lo que hoy se puede denominar como estudios poscoloniales, sujetos a polémicas diversas, pero sobre los cuales ha apuntado con razón Walter Mignolo:

A pesar de todas las dificultades que este término implica, soy de la opinión de que no debemos perder de vista el hecho de que lo postcolonial revela un cambio radical epistemo-hermenéutico en la producción teórica e intelectual. No es tanto la condición histórica postcolonial la que debe atraer nuestra atención, sino los loci de enunciación de lo postcolonial. 51

La música en Cuba, como he tratado insistentemente de apuntar aquí, es mucho más que una investigación sobre el desarrollo histórico de ese arte en la isla: no puedo insistir bastante en que rebasa esa aspiración declarada, y se convierte en un brillante texto sobre la cultura cubana en su sentido más orgánico y en sus elementos diferenciadores y específicos. Es fascinante comprobar la concordancia de este gran libro carpenteriano con una idea fundamental de Herder, como ya se ha subrayado pionero y fundador cabal de la consideración filosófica moderna de la cultura:

Lástima grande que los más de los exploradores, cegados por un gusto demasiado amanerado, nos priven de estas melodías infantiles de pueblos remotos. Por inútiles que puedan resultar para nuestros compositores, serían instructivas en grado sumo para el antropólogo, porque la música de una nación, también en sus formas más primitivas y sus melodías predilectas populares, descubre su íntimo carácter, es decir, la entonación según la cual está templado su órgano perceptivo, más profunda y verídicamente que lo que la descripción más extensa lograría hacer jamás.52

Carpentier en este ensayo cenital —hay que volver sobre ello— apunta hacia una comprensión de ese íntimo carácter —para decirlo con frase de Herder— de la nación cubana.

Los estudios sobre Carpentier apenas comienzan a indagar en las consecuencias que para su labor creativa tuvo su densa formación, en particular en lo que se refiere a su interés profesional por la música, a pesar de qué él mismo insistía en 1966 en una cuestión que se ha venido subrayando en el presente estudio “[…] mi formación fue más musical que literaria”.53  Su pasión por la música no resultó un violín de Ingres, sino una faceta de su voluntad creadora que habría de marcar, con fuerza, su pensamiento sobre la cultura, y le sirvió de base para avizorar con precursora agudeza la importancia de la tradición en tanto motor impulsor del dinamismo de la creación a nivel individual y social. Su vocación por los estudios musicales no fue, pues, un desvío: la perspectiva musicológica lo ayudó a percibir con claridad que el folclorismo que había marcado buena parte de la producción artística latinoamericana en la primera mitad del siglo XX, se había fosilizado dentro de los esquemas de la actitud del Romanticismo frente la tradición popular—, se había convertido en un callejón sin salida, donde la creación —y lo que es peor aún, la cultura del continente— podían quedar acorraladas. Por eso en una conferencia —“Sobre la música cubana”— decía con extrema lucidez:

Hay intentos en ciertos países, por ejemplo en Argentina, de hacer revivir un folklore que no es el del tango, sino un folklore como el de la chacarera, la vidalita, el triste y una cantidad de cosas, pero en realidad esas cosas no las baila ni las canta nadie. Las recuerda alguna viejita oculta en un pueblo, etcétera. No son músicas vivas, no son músicas en acción, no son folklores palpitantes, folklores que se nutren de la actualidad, de lo que pasa, que están en evolución.54

Ese comentario pone de manifiesto la seriedad de su consideración del folclor. En efecto, no puede hablarse de folclor cuando una manifestación cultural ha dejado de ser viva y funcional en el marco de una cultura. En el México contemporáneo, el sistema educacional estatal y federal, desde la escuela primaria hasta la preparatoria, incluye como asignatura obligatoria el estudio de las danzas folclóricas regionales y nacionales. Todos aprenden, pues, a bailarlas… pero nadie las baila en una ocasión social, salvo en festivales o funciones de grupos de bailarines folclóricos aficionados o profesionales. El tango, en cambio, todavía —aunque no, desde luego, como en sus años de esplendor— sigue siendo un baile que se ejecuta con frecuencia en ocasiones sociales privadas. Carpentier sabe de esa fosilización del folclor y establece un contraste:

Si nosotros tomamos el jazz, nos encontramos que desde la aparición del jazz en Nueva Orléans, en ciudades como San Luis, desde la aparición del blues sobre los años 1909, 1910, 1911, 1912, el jazz está en perpetua evolución, de año en año cambia, se enriquece, cambia de instrumentaciones, cambia de armonía, se roba los procedimientos técnicos útiles, perfecciona el instrumental, lo modifica. Es un folklore surgido de las ciudades, no de los campos, es un folklore vivo.55

Su perspectiva de musicólogo no resultó un desvío de su vocación de escritor, sino que le permitió distinguir también en otras esferas del arte y la cultura entre lo estrictamente local y la proyección dinámica que un gran artista—como Heitor Villa-Lobos 56— podía alcanzar al concebir el sustrato del arte más popular tradicional como un camino para alcanzar una forma artística no solo latinoamericana sino, cabalmente eficaz en su alto sentido estético. Por esta vía supo percibir con antelación el carácter hondamente selectivo con que el artista de América debía, a su juicio, asomarse al pasado cultural: “Hay que aquilatar el justo contenido de las tradiciones, elegir los elementos folclóricos más ricos en recursos, desechar prejuicios, crear una técnica apropiada”. 57

De aquí la vigencia fundamental de La música en Cuba, libro que no ha tenido continuación ni eco suficiente en nuestra vida académica. Las décadas del cuarenta y el cincuenta en el país, por falta de organicidad científica y de suficiente público especializado, lo ignoraron, a pesar del prestigio otorgado por la edición mexicana. Después de 1959, el repliegue producido en la década del setenta no solo cerró la puerta a la antropología —por el peso de los modelos académicos soviéticos y otros avatares—, sino que también la falta de comunicación con los aportes de las ciencias humanísticas de Europa occidental dificultaron comprender la densa integración de saberes y la  trascendencia del gran ensayo carpenteriano, que incluso, en un momento dado —en la segunda mitad de la década del ochenta— vio su validez específicamente musicológica cuestionada en un determinado espacio universitario especializado en la formación musical. Hasta ese grado de incomprensión y lectura estéril se llegó. Pero La música en Cuba, a pesar de esa recepción enteca y no siempre orgánicamente culta, se mantiene hoy como uno de los documentos que, con la obra de Fernando Ortiz, nos tienden un puente deslumbrante con el pensamiento cultural cubano del s. XIX.

NOTAS 

31Ibíd., p. 170.

32 Ibíd., p. 178.

33 ibíd, p. 307.

34 Asimismo cfr. ibíd., pp. 201-202.

35 Cfr. ibíd., p. 179.

36 ibíd., p. 202.

37 ibíd., p. 213.

38 ibíd., p. 214. 39 ibíd., p. 252. 40 ibíd., p. 219. 41Alejo Carpentier: Ese músico que llevo dentro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1940, t. III p.          260.

42 Walter MIgnolo: “Herencias coloniales y teorías postcoloniales”, en: Beatriz González Stephan: Cultura y Tercer Mundo: 1.Cambios en el Saber 43 Académico. Nueva Sociedad, Venezuela, 1996. p. 99.

44 Johann Gottfried von Herder: Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad. Ed. Losada, Buenos Aires, p. 225.

45 Declaración hecha a L´Express, en: Alejo Carpentier: Entrevistas. Compilación de Virgilio López Lemus. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985, p.38. 46 Alejo Carpentier: Conferencias, ed. cit., pp. 56-57.

47 Ibíd., p. 57.

48 Cfr. los diversos artículos que Carpentier dedicó a valorar la obra de Villa-Lobos e incluso su repercusión en determinados compositores europeos, en particular los reunidos en Ese músico que llevo dentro. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1980.

49 Alejo Carpentier: “Una fuerza musical de América: Heitor Villa-Lobos” en: Ese músico que llevo dentro. Eitorial Letras cubanas. La Habana, 1980, t. 1, p. 52.

luis-5El poeta, crítico, profesor e investigador cubano Luis Álvarez Álvarez, nació en 1951. Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La Habana, donde trabajó durante varios años. Ha publicado más de veinte libros sobre los más diversos temas culturales. Es considerado uno de los estudiosos más importantes de la literatura cubana, en especial de la obra de Nicolás Guillén y Alejo Carpentier.

HASTA AQUÍ EL POST DEL AUTOR DEL BLOG.

 

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