EL ENCUENTRO DE TAMAÑOS ESCRITORES. ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

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Augusto Monterroso y Julio Cortázar Managua, 1981

El escritor guatemalteco Augusto Monterroso es tan chiquito pero tan chiquito, que de él dicen sus amigos, en México, que no le cabe la menor duda. La frase, creo, es del extraordinario escritor e historiador peruano José Durand, hoy en día profesor de la Universidad de Berkeley, pero que hace muchos años residió en México y entabló amistad con el tamaño pequeño y la estatura gigante de Augusto “Tito” Monterroso, pues en México vive exiliado desde hace muchos años el escritor más chiquito que mis ojos hayan podido ver. Refiriéndose al tamaño de su amigo José Durand, e interrogado a menudo sobre estos asuntos de estatura y peso, responde Monterroso:
– Pues a Durand me lo paso por alto.
Y así hay escritores de muy distintos pesos y estaturas pero, cuando son grandes escritores, todos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse y quererse y hasta plagiarse, sin querer, a larga distancia.
Conversaba una tarde con Augusto Monterroso, en la ciudad de México, donde me hallaba de visita, y le había estado contando durante largo rato la alegría que me había dado conocer, en París, al gran escritor más alto que me ha tocado conocer: Julio Cortázar. Y le seguía contando a Tito lo bueno y sencillo que era Julio, la forma increíble que tenía de no tomarse en serio, y cómo en cambio se tomaba muy en serio aquello de beberse cada mañana un pastis con el cartero que le traía centenares de cartas de lectores del mundo entero, que Cortázar respondía infaliblemente con una generosidad y sencillez que lindan en la verdadera y santa paciencia. De pronto, Tito me puso una de esas caras pícaras e inteligentes y, en voz muy baja, me preguntó:
– ¿Pero Cortázar existe, Alfredo?
– Ya lo creo que existe Tito – le dije, extendiéndome en inútiles detalles de probación.
– O sea que Cortázar sí existe…
– Ya lo creo, Tito.
– Caramba, con que existe… Porque lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Julio Cortázar.
Un año después comía con Julio Cortázar en su departamento parisino y me contó que estaba haciendo maletas para partir a México.
– Allá tienes que conocer a Agustito Monterroso – le dije.
– ¿Monterroso? Pero, ¿Monterroso, existe?
– Ya lo creo, Julio, y déjame que te busque su dirección en México, que la tengo ahí en mi saco.
Me disponía a traerle la dirección, cuando escuché que Julio exclamaba:
– ¡Pero si lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Monterroso!
Y pocas semanas después recibí de México una extraordinaria caricatura que celebra el encuentro de tamaños escritores. Cuelga en la pared de mi despacho y, si no fuera porque estos recuerdos los estoy escribiendo en Texas, habría alzado la vista y me habría regodeado mirando, como a menudo suelo hacer, a un escritor que cada año crecía un centímetro, hasta su muerte, Julio Cortázar, y a un escritor que crece y crece pero sólo en el recuerdo de los amigos y lectores de Augusto Monterroso.

De: Permiso para vivir

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