Quienes resuelvan cerrar los ojos para no ver las atrocidades que contra la humanidad cobran fuerza en el escenario internacional contemporáneo, no aliviarán con su evasión dolor alguno. Incluso cuando no los tocan directamente, un derrumbe irreparable tiene lugar en el sentir colectivo de los que sufren hoy, que no son pocos.
Cuando el poeta Félix Pita Rodríguez (1909-1990) escribió décadas atrás los versos que siguen, tal vez abrigó la esperanza de que, para su futuro (el presente nuestro) los tentáculos del fascismo serían un mal recuerdo, cementado por la fuerza del bien, para siempre: Son ellos, son los mismos de ayer, / los de Oswiecim, de Buchenwald, de Lídice, / de Teresin, de Maidaneck,/ son ellos, / son los mismos de ayer. Tienen registros de la muerte / inventarios de muerte / catálogos de muerte y almacenes / depósitos de muerte / El hueso, las cenizas, los tizones los residuos quemados son sus trofeos / son sus estandartes.
La realidad nos conmina a aceptar que mucho les queda por hacer a los pueblos para que esa doctrina monstruosa no siga imponiéndose otras veces, para que ellos –los que atropellan, ametrallan, desestabilizan países, e incineran las aspiraciones de vivir felices en la «pobre y contaminada nave azul» que habitamos– no puedan seguir provocando pesadillas eternas en nombre del poder.
EL POETA (EN ESPAÑA, EN NUEVA YORK, EN CUBA…)
Hubo una vez en España un poeta que nació el 5 de junio de 1898, hace 120 años. La dulzura del campo, el susurro acompasado de la naturaleza, la generosidad familiar y del entorno de Fuente Vaqueros sembraron en su niñez la sensibilidad para admirar a Beethoven, Chopin y Debussy. Tuvo por amigos en su juventud a figuras como el pintor Salvador Dalí, el cineasta Luis Buñuel y los poetas Rafael Alberti y Juan Ramón Jiménez.

Con el rubor de la mancebez escribió y publicó versos, estudió el folclor de su tierra y supo de títeres, canciones populares y cantaores. Leyó con devoción a Don Luis de Góngora, uno de los baluartes de la lírica castellana, e integró y fundó junto a otros grandes de las letras peninsulares la Generación del 27, llamada así en honor del clásico cordobés para que fuera recordado 300 años después del deceso del escritor barroco, en 1627.
El autor del Romancero Gitano viajó a Estados Unidos y escribió allí su libro Poeta en Nueva York; después vino a Cuba. Fue feliz impartiendo conferencias y rodeado de amigos. El gusto por esta tierra lo hizo asegurar que podrían hallarlo aquí si algún día lo buscaran y no dieran con él.
De vuelta a España, sueños y acción lo pondrían frente a La Barraca, teatro universitario ambulante con el que llevó el teatro clásico español a regiones intrincadas, porque para él, el arte debía llegar también a los desvalidos. En Argentina y Uruguay, sus piezas de teatro Bodas de sangre, Mariana Pineda, y La zapatera prodigiosa hablaron muy bien del dramaturgo que pronto concluiría las obras universales Yerma, Doña Rosita la soltera y La casa de Bernarda Alba. Sin presumirlo, se había convertido en un referente también del teatro universal.
No le es posible al artista desentenderse del compromiso que siente para con el pueblo. Y habla entonces de justicia, de humanismo, del valor imprescindible de la cultura para la gente. Todas las señas apuntan a que se vea en él al liberal que no puede compartir el mangoneo de la dictadura franquista, enseñoreada por esos días en suelo ibérico.
Y entonces lo mataron. Granada, su tierra madre, vio a Federico García Lorca –referente de lo mejor de la poesía y el teatro en letra hispana en la historia de la literatura universal– caminar amenazado en plena madrugada, hacia el sitio escalofriante donde fue fusilado, con 37 años. Le disparó el fascismo, el que no vacila a la orden de ¡fuego!, el que no se conduele. El que no perdonó sus diferencias personales y totales. El arrasador.
DESDE ENTONCES VIVE MÁS FEDERICO
La noticia espeluznante aún se sufre. Sus contemporáneos alzaron el verso afilado y dolido para denunciar el asesinato que tuvo lugar en agosto de 1936. «Mataron a Federico /cuando la luz asomaba. / El pelotón de verdugos / no osó mirarle la cara», escribió Antonio Machado, víctima también del fascismo, como igualmente lo fue el poeta Miguel Hernández, quien escribió: Rodea mi garganta tu agonía /como un hierro de horca / y pruebo una bebida funeraria. /Tú sabes, Federico García Lorca, /que soy de los que gozan una muerte diaria.
Nicolás Guillén lo buscó entre romances, tocó a las puertas de gitanos y no halló respuesta. Y Luis Cernuda aseguró: La muerte se diría / Más viva que la vida / Porque tú estás con ella.
Entre una lista que se incrementa cada vez que un poeta lo piensa, le han cantado Alberti, Dulce María, Flor y Enrique Loynaz, Emilio Ballagas, Gastón Baquero, Rafaela Chacón Nardi, Luis Marré, César López, José Luis Moreno del Toro, Georgina Herrera, Aitana Alberti y Sigfredo Ariel.
No faltan desde entonces canciones, investigaciones académicas, reediciones de su obra, salas de teatro que lleven el nombre del descollante poeta y dramaturgo, jamás olvidado. En diversos escenarios del mundo cada año se recuerda a Federico.
En Madrid, por estos días, la iniciativa Celebrando a Lorca, desde el primer día de junio efectúa talleres y conversatorios cuyos participantes han emprendido para concluirla hoy, una ruta que contempla los sitios frecuentados por el granadino insigne. La poesía de Lorca, leída por artistas invitados, hará sentir su presencia viva, junto a la estatua que eterniza su imagen en plaza de Santa Ana, frente al Teatro Español.
Que los tantos miramientos que lo honran sirvan no solo para sentirlo en el siglo XXI. Que recordarlo nos advierta a cada uno de lo que son capaces las fauces fascistas que le arrancaron la vida, para que la indolencia no se nos enraíce. Ya lo ha dicho el ensayista Pascual Serrano: «La ausencia de compromiso con el combate a la injusticia hoy ya deja de ser un signo de indiferencia para ser directamente crimen».