“Es verdad que desde hace muchos, muchos años me he acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal, para que yo pueda ser amado”.
“No puedo estar sin ti. Eres una parte de mí mismo y siento que no puedo estar lejos de mí mismo. Estoy como suspendido en el aire, como alejado de la realidad. Pienso siempre, con infinita emoción, en el tiempo que hemos pasado juntos, en aquella intimidad, en aquella tan grande expansión de nosotros mismos”.
(II)
El peso desequilibrante del cerebro
Los acontecimientos en curso en Italia (las consecuencias de la marcha fascista sobre Roma que se produjo en octubre) retrasaron el regreso de Gramsci. Pudo entonces asistir al IV Congreso de la III Internacional (noviembre-diciembre) en el que tuvo la oportunidad de escuchar a un Lenin muy pesimista sobre el futuro de la revolución. Aquel discurso se le quedó grabado y está en el origen de su reflexión sociopolítica posterior, en los Quaderni, sobre la revolución en occidente. Muy probablemente Gramsci fue el dirigente comunista occidental que mejor entendió el mensaje del viejo Lenin. Pero por entonces, a finales de 1922, su corazón estaba en otra parte. Mientras espera en Moscú el desarrollo de los acontecimientos en Italia y se entera de la agresión que ha sufrido su hermano Gennaro, herido por los fascistas en Turín, la relación sentimental con Julia progresa hacia el amor entre enero y febrero de 1923. En enero todavía mantiene el tratamiento de respeto y aún sigue jugando con la excusa de visitar a Eugenia para propiciar un nuevo encuentro con Julia y consolidar los lazos, pero Antonio ha pasado ya al “queridísima” y la siguiente carta, que escribe el 13 de febrero, es una declaración de amor.
La primera declaración de amor de Gramsci, al menos por escrito, es complicada y preludia otras muchas complicaciones que habían de venir. Dice a Julia varias veces en esa carta que la quiere y que tiene la certeza de que ella le quiere a él, pero en seguida se enreda en una discusión sobre lo “sencillos” que son ambos, y en particular él mismo, contra las apariencias. Con el amor, Antonio empieza una batalla por dejar de ser el que sentimentalmente fue: “Es verdad que desde hace muchos, muchos años me he acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal, para que yo pueda ser amado”. Gramsci alude aquí a su deformidad física (que, según todos los testimonios, acomplejaba ya en Turín su vida sentimental) y recuerda seguramente las huellas de una infancia y de una adolescencia de sufrimientos, sacrificios y debilidad física; pero se extraña, o dice que se extraña, a su vez, de que Julia note en él “contracciones nerviosas”, tics y “pequeños arrebatos marginales”. E inmediatamente después, en la misma carta, aparece el Gramsci volitivo y persuasivo. Nada de “demasiado pronto” para consolidar la relación, como dice ella, nada de enredos, ni de intrigas psicológicas almibaradas: “Yo no soy un místico ni usted es una virgen bizantina”.
Gramsci no era, desde luego, un místico. Julia Schucht tenía entonces veintiséis años, cinco menos que él. Había nacido en Ginebra, donde sus padres estaban exiliados, en 1896. Su padre, de origen finlandés, antizarista, había conocido la deportación en Siberia; tuvo que salir de Rusia en 1890 y vivió con la familia en Francia, Suiza e Italia. En Roma, Julia se había diplomado como violinista en 1915 y en el otoño de ese año salió hacia Rusia para encontrarse con los suyos que ya vivían en Moscú. Empezó a trabajar como profesora en un liceo musical a cien kilómetros de la capital. Su familia tenía cierta relación con Lenin y ella misma estaba afiliada al partido bolchevique desde 1917. Cuando Gramsci la conoció trabajaba en la sección local del partido en Ivanovo Vosnessiensk, un centro textil al que llamaban “el Manchester de Rusia”. Por su formación y por su trabajo Julia era, en 1922, una mujer de carácter, independiente pero a la vez muy sensible y ligada a la familia, a los padres y a las hermanas.
Se conserva un paso de una carta de Julia Schucht, escrita cuando tenía veinte años, que hace pensar en lo que pudo acercarla sentimentalmente a Gramsci, en sus afinidades y diferencias. Dice así: “Hay algo extraño en mi vida que me impide vivir como yo querría. No me gusta hablar de esta vida que no es como yo quiero. Me pregunto cuál de las dos personas que hay en mí será la auténtica, si la que quiero ser o la que soy. Y ese pensamiento me impide ser yo misma. Hay algo que me molesta, algo que es parte de mí, y ese algo es mi cerebro. No sé ‘ser’; se ver, pensar, alguna veces sentir…”.
Así, pues, la casualidad quiso que se hayan encontrado en Moscú dos adultos, ideológicamente afines, comunistas y revolucionarios, que en su juventud han sentido el peso desequilibrante de lo que llamaban “el cerebro” y la angustia de no llegar a saber ser: él, en Turín, profundamente afectado por persistentes dolores de cabeza, o por lo que dice ser “anemia cerebral”, se refugia primero en el estudio y salta luego a la vorágine de la actividad política huyendo de la soledad; ella, primero en Roma y luego en Moscú, se siente dividida, tiene una profesión, podría ser independiente, pero sabe que hay algo en su “cerebro” que se la impone también como un dolor, aunque no sólo físico, y se siente como perdida al observar introspectivamente que lo que sabe (ver, sentir, pensar) es una constricción que la impide llegar a lo que querría ser. Ambos, él y ella, querrían ser “simples”, pero hay algo en su interior que les dice que no lo son. Están tratando de superar “complicaciones psicológicas” que seguramente, desde el punto de vista clínico, son algo más que las triviales complicaciones ordinarias del normópata cotidiano. Buscan ahora en el amor lo que no acaban de encontrar en la actividad profesional ni en la vida política. No todo es azar, pues, en este primer encuentro: Serebriani bor, el bosque de plata, sería para ellos, con el tiempo, algo más que un nombre, muchas veces recordado y otras muchas aludido precisamente en relación con las depresiones, el malestar y las complicaciones psicológicas.
Mientras tanto, la situación en Italia se ha ido agravado por la detención de varios de los principales dirigentes comunistas y socialistas del momento. Eso es tema del intercambio epistolar de Gramsci con Julia en los meses siguientes: por lo que representaba desde el punto de vista político (Gramsci era entonces uno de los tres miembros comunistas en la comisión formada para una eventual fusión con los socialistas revolucionarios) y porque, evidentemente, el aplazamiento que aquella situación suponía para su regreso significaba, por otra parte, la ocasión para multiplicar los encuentros en Moscú y anudar la relación sentimental. En una de las cartas de Moscú, sin fecha pero muy probablemente de finales de febrero de 1923, aquella misma en que se alude genéricamente a algún otro contacto erótico, Antonio Gramsci insiste autobiográficamente en el tema del “antes” y el “después” del amor. Quiere salir del “erial”, del “frío páramo”, que ha sido su vida hasta entonces y declara estar convencido, sin comedia, de que precisamente eso es lo que le está ocurriendo después de haber conocido a Julia. Que el propósito no era fácil lo prueba el tono con el que, después de otro encuentro, escapándose a escondidas del hotel Lux, en el que residía, reconoce haber sido “un bruto”, haber hecho daño a Julia “demasiado brutalmente”, y que aún necesita quemar muchas cosas de sí mismo.
No se han conservado (o no se han publicado) las cartas de Julia Schucht en Moscú, a las que alude el epistolario de Gramsci, ni tampoco las escritas por éste, si es que las hubo, desde marzo a finales de noviembre de 1923, fecha esta última en que Gramsci partió para Viena. Lo más probable, a juzgar por el contenido y el tono de las escritas ya desde Viena (en las que destaca el dolor por la ausencia de la amada y el reiterado deseo de volver a estar juntos) es que entre marzo y noviembre de 1923 no haya habido cartas justamente porque la relación amorosa se había consolidado y no hacía falta escribir lo que se podía decir con la presencia. Queda el testimonio de Vincenzo Bianco, encargado por Gramsci de ayudar a Julia en Moscú después de su partida, que, con algún lapso de memoria, confirma esta suposición.
Viena: el mundo grande y terrible
Antonio Gramsci vivió en Viena desde principios de diciembre de 1923 hasta mediados de mayo de 1924, apenas un invierno y media primavera. Los recuerdos que nos ha dejado, en las cartas a Julia, de aquel “mundo grande y terrible, y encima en manos de los burgueses”, son, por lo general, melancólicos, muy mediatizados por el sentimiento de la ausencia. Durante aquellos meses su actividad político-organizativa fue muy intensa, pero no llegó a congeniar ni con los propietarios de las casas en que allí vivió ni con sus colaboradores más próximos, como el argentino Mario Codevilla. En Viena le visitaron, con encargos políticos varios, camaradas italianos; y desde Viena escribió Gramsci muchas cartas, algunas de ellas interesantísimas para entender el ambiente político de los revolucionarios sin revolución: a Urberto Terracini, PalmiroTogliatti, Ruggero Grieco, Alfonso Leonetti y otros destacados comunistas italianos.
En Viena tuvo Gramsci la oportunidad de conocer de cerca no sólo las dificultades del trabajo organizativo y periodístico realizado lejos de los lugares en que uno tiene puestos el corazón y la cabeza, sino también de reconocer las debilidades y miserias del sectarismo de algunos de los próximos. Refiriéndose a la mujer de Joseph Frey, secretario general entonces del partido comunista austríaco, en cuya casa vivía, escribe poco después de llegar a Viena: “Maldice continuamente al partido que la obliga a tener en casa a personas tan molestas y antipáticas como yo… pero conserva el carnet del partido porque, si no, la fracción dirigida por su marido en este desgraciadísimo partido perdería el uno por ciento de sus afiliados. También este ‘fenómeno’ me ha puesto bruscamente ante viejas cosas conocidas que se me habían olvidado un poco al cabo de año y medio de alejamiento”.
Desde esta primera carta, escrita el 16 de diciembre de 1923, Gramsci se queja, una vez más, de su soledad y del aislamiento: soledad sentimental y aislamiento político. En seguida pide a Julia que vaya a Viena a trabajar con él, pensando, sin duda, que esta sería la forma de ahondar una relación estable entre revolucionarios. Y, mientras Julia sigue en Moscú, el motivo principal de la correspondencia será precisamente la posible colaboración en el trabajo ideológico y político. Así, invita a Julia a emprender juntos la traducción al italiano de la edición del Manifiesto comunista preparada por Riazanov; le requiere continuamente información sobre el desarrollo de los acontecimientos en Rusia; y trata de contrastar con su opinión las informaciones que le llegan acerca de las primeras discusiones, serias ya, que se estaban produciendo en el núcleo dirigente del PCUS. Sobre ese fondo una constante: la melancolía por la ausencia de la amada que sólo muy parcialmente puede paliar la actividad política y organizativa.
La sensación de rutina, la pésima impresión que le produce la desorganización, el desconcierto y el pesimismo que observa entre los compañeros italianos que ve en Viena, las noticias que le llegan de Italia y de Alemania deprimen nuevamente a Gramsci. Trata de salir del hoyo, como lo había hecho ya en otras circunstancias parecidas, a base de voluntad y recurriendo al humor. De este humor, que le lleva a distanciarse moderadamente de algunas de las cosas serias que se trae entre manos, hay muestras recurrentes en el epistolario de Viena. Así, en la carta a Julia del primero de enero de 1924 se pregunta Gramsci qué les deparará, a él y a su amor, el nuevo año, y luego escribe: “¿Podremos estar juntos un poco de tiempo disfrutando mutuamente con la presencia del otro y riéndonos de todos y de todo, con excepción, por supuesto, de las cosas serias que, de todas formas, son muy pocas en este mundo grande y terrible?”.
Durante semanas el trabajo central de Gramsci en Viena ha sido precisamente redactar cartas para recuperar las relaciones en el partido italiano y preparar la publicación de L´Ordine Nuovo quincenal. Pero también estas cartas —le dice a Julia— “se están convirtiendo en mi pesadilla”. Casi no sale de casa: lee y escribe. No se aclimata a las costumbres del lugar: pasa frío y traduce. Describe su vida en Viena como “simple y transparente” y recuerda una frase de Rimbaud. Eso es todo. Quiere, en cambio, que Julia vaya a Viena y que le informe del debate que se está produciendo en el PCUS. No hay duda de que este debate le inquieta. Al principio, por las noticias que le llegan, sus simpatías parecer estar con Trotsky para el que, en Moscú, había escrito algo sobre la evolución de los futuristas italianos. Pide uno de los libros de éste y cuenta a Julia que no sabe cómo explicarse el ataque de Stalin contra Trotski, que eso le parece muy irresponsable y peligroso, pero que no ha podido ver todavía los papeles y que quizás el desconocimiento del material puede hacerle juzgar mal. Eso está escrito el 13 de enero de 1924. En la misma carta busca la complicidad personal de Julia: “Para evitar cualquier peligro relacionado con la dispersión tendrías que escribirme en forma cifrada”.
“Dispersión” es aquí un eufemismo para nombrar un ambiente, el del reflujo revolucionario, que estaba incubando sospechas y maniobras inesperadas en la nueva Internacional. Escribir en forma cifrada no es una idea personal de Gramsci. Era relativamente habitual en aquel ambiente y ha seguido siéndolo en situaciones de clandestinidad o semiclandestinidad. Umberto Terracini se lo ha sugerido a Gramsci y Gramsci refuerza el vínculo político-sentimental sugiriéndoselo a Julia. Al mismo tiempo, a medida que comprueba la “dispersión” que le rodea, su requerimiento a Julia se va haciendo más apremiante y más amoroso: “No puedo estar sin ti. Eres una parte de mí mismo y siento que no puedo estar lejos de mí mismo. Estoy como suspendido en el aire, como alejado de la realidad. Pienso siempre, con infinita emoción, en el tiempo que hemos pasado juntos, en aquella intimidad, en aquella tan grande expansión de nosotros mismos”.
Amor y filología
Una de las cosas que probablemente han dificultado más la relación sentimental de Antonio Gramsci con Julia Schucht fue la forma que él tenía de leer las cartas de ella. Éstas eran, por lo general, cortas y estaban escritas en un italiano claro y sencillo, de manera que el obstáculo principal en la comunicación no parece haber sido la diferencia lingüística, aunque es verdad que la diversidad cultural también cuenta por debajo de las identidades ideológicas y políticas. Pero más que eso cuenta, en este caso, la atención, a veces exasperante, con que Gramsci escrutaba cada párrafo de las cartas íntimas para captar en ellas la más mínima variación en los estados de ánimos de la mujer a la que amaba.
Este constante cribar, que también practicó introspectivamente, desde luego, llegaría a convertírsele con el tiempo en una auténtica obsesión. Al final de su vida confiesa a Julia que lee sus cartas varias veces: la primera vez —dice— como se leen las cartas de las personas a las que queremos, “desinteresamente, por así decirlo”; luego —añade— vuelve a leerlas “críticamente”, para tratar de adivinar cómo estaba Julia el día en que le escribió, para observar atentamente cómo es su escritura, la mayor o menor seguridad de la mano ese día, y sacar así de las cartas “todas las indicaciones y significados posibles”. Esto último está dicho cuando la enfermedad y las penalidades sufridas en las cárceles por las que ha pasado habían deteriorado mucho el humor y el carácter de Gramsci. Pero ya en el epistolario de Viena aquel hombre que acaba de enamorarse y que quiere cambiar su vida deja algunas señales inequívocas de su ansiedad. Casi a renglón seguido de la propuesta de pasar al lenguaje cifrado para hablar de las cosas de la política, escribe a Julia:
“Tu última carta me ha hecho una impresión extraña, me ha dejado un poco inquieto. No consigo entender del todo tu estado de ánimo. Me parece que estás un poco inquieta y desorientada. ¿Depende eso solamente del no tener todavía una casa, del estar obligada a una vida de zíngara, del cansancio que supone un trabajo sin descanso? Espero que sea así, pero me da la impresión de que no puede, o no debe, ser únicamente eso. Me parece que hay en ti una ansiedad que te debilita más que la fatiga. Tienes que escribírmelo todo, tienes que decirme todo lo que sientes para que yo tenga al menos la ilusión de tenerte cerca de mí.”
Incluso después de saber que Julia espera un hijo suyo y que esto va a anudar aún más las relaciones, ante una frase de ella que dice “crece una sombra: ¿te encontraré todavía?”, Gramsci responde abruptamente, a finales de marzo, que no ha entendido nada, “absolutamente nada”, de esa carta y después de encadenar una serie de suposiciones a cual más inconveniente sobre el significado de estas palabras (si ella ha vuelto a ver “al otro”, si no habrá sido ella más que un agente de la Cheka para probar su corruptibilidad o si se trata tal vez de una manifestación más de la célebre “alma eslava”), repite, ya en serio, que sigue sin entender nada, y advierte de forma solemne que no quiere alusiones entre ellos para acabar exigiendo por dos veces “claridad total, absoluta, aunque haya que sangrar”.
Y todavía en un momento en que la relación sentimental se ha consolidado definitivamente, cuando Julia anuncia que va a viajar a Italia con su primer hijo para encontrarse allí con Antonio, éste, en un tono ya muy cordial, ironiza con oficio de filólogo. “Empleas —dice a Julia— la palabra ‘quiero’ junto a estas otras palabras: ‘estar cerca de ti’. Esta voluntad tuya me ha producido una gran impresión.” Pero para el filólogo que pudo ser Gramsci doblado de político volitivo también el querer, o más que nada el querer, tiene que precisarse. Así que después de narrar sus propias andanzas y de recordar con melancolía que el hijo, Delio, e incluso su propio amor, ha sido “como una estrella fugaz en la noche de san Lorenzo”, Gramsci acaba la carta con esta broma: “Tendrás que explicarme el significado exacto de la palabra quiero: Tatiana está segura de que vendrás en septiembre [como realmente ocurrió] y ya está preparando las habitaciones en que viviremos”.
Es, sin embargo, casi siempre entre dos momentos malos, a los pocos días de haber expresado una sospecha o de haberse ejercitado en un puntillismo más propio del filólogo que del varón que quiere hacer algo positivo por su relación sentimental, cuando Gramsci escribe las cartas íntimas más hermosas, justamente al reflexionar sobre lo que le está costando adquirir el equilibrio emocional necesario. Así, por ejemplo, cuando después de casi tres semanas sin noticias de Moscú empieza a pensar que, en efecto, las condiciones de salud de Julia eran graves y recibe la noticia de que ella está embarazada: “Me ha dado un vuelco el corazón al leer tu carta. Ya sabes por qué. Pero tu alusión es vaga y yo me consumo, porque querría abrazarte y sentir también yo una nueva vida que une las nuestras más de lo que ya lo están, amor mío tan querido”.
Esta es la carta en la que escribe el párrafo —ya mencionado— que vincula la lucha revolucionaria y el amor a una colectividad con la necesidad de amar profundamente a criaturas humanas individuales. En ella Gramsci narra a Julia la vida solitaria que ha llevado desde la infancia, la enorme complicación de sus relaciones con los otros, su necesidad de estar siempre ocultando los sentimientos más íntimos, incluso en el marco de las relaciones familiares. Esta declaración viene motivada, naturalmente, por uno de los acontecimientos que más conmueven en la vida y por el deseo, que la noticia suscita, de volver a estar con la persona amada. Pero hay ahí algo más. Es como si Gramsci hubiera intuido en esa circunstancia que en los caracteres fuertes, y en situaciones emocionales así, es precisamente el reconocimiento recíproco de ciertas debilidades compartidas lo que más une. Pues en la misma carta del 6 de marzo de 1924 desliza también una aguda premonición que no se puede pasar por alto.
Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad
Gramsci cuenta a Julia que ha recibido desde Italia una misiva de una compañera rusa que estuvo con Rosa Luxemburg en Alemania y que también ella, que no es precisamente “de temperamento italiano”, le escribe descorazonada y desilusionada. En ese contexto confiesa que “le están pidiendo demasiado” y que eso le “impresiona de una forma siniestra”. De manera que el hombre que por entonces está escribiendo en la prensa del partido “contra el pesimismo” de los otros se siente solo, no acaba de superar la enfermedad, siente que algo se ha roto en su interior y necesita unas fuerzas que sólo le pueda dar, espiritualmente, la mujer, una mujer de la que, por otra parte, él mismo sospecha que está algo más que fatigada.
Si no se quiere trivializar la conocida frase pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad —tantas veces repetida a cuenta de Gramsci y fuera de contexto— conviene atender a este trasfondo psicológico y sentimental que es propiamente lo que da vida a la misma. Su artículo “contra el pesimismo”, publicado en el número 2 de L´Ordine Nuovo quincenal (15 de marzo de 1923) es realmente un artículo contra el pesimismo de la voluntad, contra el escepticismo existente en las propias filas sobre el futuro político y sobre el papel del partido comunista en formación; es un artículo contra el fatalismo y el determinismo, contra la vuelta a un estado de necesidad del que el propio Gramsci participó un años antes.
La diferencia entre lo que se dice en él y lo que Gramsci está diciendo por esos mismos días a Julia está en el hecho de que en el plano público, político, la reafirmación de la voluntad, del optimismo de la voluntad, tiene que quedar deslindada del equilibrio sentimental de los sujetos que han de actuar. Y, sin embargo, al acentuar la crítica política al pesimismo de la voluntad es evidente que quien lo hace, el propio Gramsci, no sólo asume sino que reafirma una responsabilidad para la que, privadamente, reconoce no tener fuerzas suficientes. De donde resulta, paradójicamente, que estas fuerzas, la reafirmación de la voluntad necesaria para combatir el pesimismo político, tienen que venir de la debilidad del otro, de la otra, que es la que da el equilibrio de la relación sentimental.
Es propio de las personalidades volitivas hacerse psicológicamente fuertes ante los demás en los momentos de mayor dificultad. Ese era también el caso de Antonio Gramsci. Y lo fue particularmente en Viena. De la acumulación de dificultades el rebelde sardo, que en la época universitaria no ha querido convertirse en un pingo almidonado (o sea, en un académico sin más), que por eso mismo ha dado todo lo que tenía en las jornadas revolucionarias de 1919-1920 en Turín, vuelve a sacar fuerzas de flaqueza para remontar. Por eso dice a Julia que los compañeros le piden fe, entusiasmo, voluntad y fuerza, y que es él quien trata de infundir voluntad, entusiasmo y una fuerza que no tiene a los compañeros que están en Italia. ¿De dónde sacarla? De la anudación del vínculo entre vida política y vida sentimental. Por eso Gramsci insistirá tanto a Julia en sus últimas cartas desde Viena (y luego desde Roma) en juntar el amor y la camaradería.
Fuente: LEYENDO A GRAMSCI, Francisco Fernández Buey, Editorial El viejo topo, España, 2001.
Ver: ANTONIO GRAMSCI; AMOR Y REVOLUCIÓN (I). FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY