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INSTRUCCIONES PARA MATAR HORMIGAS. JULIO CORTÁZAR

JULIO CORTÁZAR

Las hormigas se comerán a Roma, está dicho. Entre las lajas andan; loba, ¿qué carrera de piedras preciosas te secciona la garganta? Por algún lado salen las aguas de las fuentes, las pizarras vivas, los camafeos temblorosos que en plena noche mascullan la historia, las dinastías y las conmemoraciones. Habría que encontrar el corazón que hace latir las fuentes para precaverlo de las hormigas, y organizar en esta ciudad de sangre crecida, de cornucopias erizadas como manos de ciego, un rito de salvación para que el futuro se lime los dientes en los montes, se arrastre manso y sin fuerza, completamente sin hormigas.

Primero buscaremos la orientación de las fuentes, lo cual es fácil porque en los mapas de colores, en las plantas monumentales, las fuentes tienen también surtidores y cascadas color celeste, solamente hay que buscarlas bien y envolverlas en un recinto de lápiz azul, no de rojo, pues un buen mapa de Roma es rojo como Roma. Sobre el rojo de Roma el lápiz azul marcará un recinto violeta alrededor de cada fuente, y ahora estamos seguros de que las tenemos a todas y que conocemos el follaje de las aguas.

Más difícil, más recogido y sigiloso es el menester de horadar la piedra opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender a fuerza de paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una vigilia enamorada junto a los vasos imperiales, hasta que de tanto susurro verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las direcciones, las confluencias, las otras calles, las vivas. Y sin dormir seguirlas, con varas de avellano en forma de horqueta, de triángulo, con dos varillas en cada mano, con una sola sostenida entre los dedos flojos, pero todo esto invisible a los carabineros y a la población amablemente recelosa, andar por el Quirinal, subir al Campidoglio, correr a gritos por el Pincio, aterrar con una aparición inmóvil como un globo de fuego el orden de la Piazza della Essedra, y así extraer de los sordos metales del suelo la nomenclatura de los ríos subterráneos. Y no pedir ayuda a nadie, nunca.

Después se irá viendo cómo en esta mano de mármol desollado las venas vagan armoniosas, por placer de aguas, por artificio de juego, hasta poco a poco acercarse, confluir, enlazarse, crecer a arterias, derramarse duras en la plaza central donde palpita el tambor de vidrio líquido, la raíz de copas pálidas, el caballo profundo. Y ya sabremos dónde está, en qué napa de bóvedas calcáreas, entre menudos esqueletos de lémur, bate su tiempo el corazón del agua.

Costará saberlo, pero se sabrá. Entonces mataremos las hormigas que codician las fuentes, calcinaremos las galerías que esos mineros horribles tejen para acercarse a la vida secreta de Roma. Mataremos las hormigas con sólo llegar antes a la fuente central. Y nos iremos en un tren nocturno huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundidos con soldados y con monjas.

Fuente: EL BUEN LIBRERO

EL ARTISTA DEL HAMBRE. FRANZ KAFKA

KAFKA

FRANZ KAFKA

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, todo la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno: todos querían verle siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma en la que tomaban parte medio por moda, pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido. con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, volviendo después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; le atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no le molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar transpuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siembre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, a cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos.

Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y, por su cuenta, les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban quienes quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz, que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista: tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía –sólo él y ninguno de sus adeptos– qué fácil cosa era el ayuno. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, le tomaban por modesto, pero, en general, le juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había que aguantar todo esto y, con el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía ese descontento y ni una sola vez, al final de su ayuno –esta justicia había que hacérsela– había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había señalado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar; dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas; y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; Por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado; se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse de pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas.

Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente –con la música no se podía hablar–, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento –jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica–, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, desde largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con la que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto; nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él. Seguir leyendo EL ARTISTA DEL HAMBRE. FRANZ KAFKA

HOJAS MUERTAS. OMAR GONZÁLEZ

                                                                                                                     para Claudia

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Lo despertó el disparo. Estaba soñando con Marilyn cuando el ruido lo hizo ponerse en pie y salir a otear la densa atmósfera de la ciénaga. El aire le trajo un olor punzante, ácido; como si toda el agua del mundo se hubiera podrido y los árboles y las piedras empezaran a descomponerse en un marasmo de musgos, humedad y helechos destrozados.

Ahora no estaba solo. Un cazador y un perro lo miraban, mientras sobre la hierba una paloma agonizaba con los ojos definitivamente en fuga y las alas entreabiertas. Él quiso hablar, huir, gritar, correr hacia las rocas, pero el viejo de la escopeta lo amenazó y le ordenó que se sentara en un tronco. Ulises comprendió que todo había terminado, que su vida dependía de la voluntad de aquel cuya mirada se le antojaba un enigma, porque tenía los ojos claros y grandes como decir un charco de agua.

El perro, que no cesaba de ladrar, quiso acercársele y el viejo lo mandó a callar con un grito. Después le acarició la cabeza y el animal fue y le alcanzó la paloma dócilmente. El cazador registró el cuerpo del ave, calculó su peso con un movimiento de la mano y la dejó caer en un jabuco donde había otros pájaros muertos. El muchacho vio que del bolso goteaba una sangre espesa y seguramente dulce. Asesino, pensó, y se viró de espaldas.

Dos años atrás, Ulises había tenido una experiencia similar. Estaba en casa de su abuela, cuando la prima Daisy lo llamó  a través de la claraboya del sótano y le enseñó los despojos de un gato trucidado. Sintió náuseas y cerró de un golpe la ventana. Pero la prima se encargó de provocarle aún más la repugnancia. «Hoy te lo sirvo en el almuerzo», gritó desde el pasillo. Y a los veinte minutos Ulises vio entrar la cabeza lanuda y blanquinegra, primero, y después la ensalada de col y tomates rodeando el pernil rojo. El arroz era azul porque a Daisy le gustaban los colores fuertes. «En tecnicolor», dijo ella, y rió sarcásticamente.

A la prima le fascinaban también las canciones de Nat King Cole, sobre todo su versión de Hojas muertas. Tenía la colección completa de sus discos, y tarde a tarde el muchacho se sentía obligado a escuchar aquella voz que salía potente como un trueno por las bocinas del estéreo. La abuela, en cambio, ni siquiera sabía que Ulises continuaba encerrado en el sótano. Ella era sorda y ciega, y cuando se le ocurría preguntar por él, Daisy le respondía que estaba en Miami estudiando arquitectura. «Tío Luis escribió y dice que está gordo», agregaba indefectiblemente, pero tan bajo que la anciana nunca la escuchaba. Si acaso, para tranquilizarla, leía pasajes de una carta imaginaria en que se hablaba del Cañón del Colorado y de William Holden, el amor de su vida.

Ahora Ulises volvía a pensar en su prima. La tenía ante sus ojos, con el pelo y las manos sucias, lustrosas por la manteca y las pomadas. Estaba toda ella, y con ella el gato y la sangre, la sangre y la música, la música y la paloma muerta, y en los contornos la penumbra y las cuatro paredes de la habitación. Y en las paredes, las fotos de Marilyn.

Todo giraba en su memoria: el techo se movía, las aspas del ventilador se tornaban blandas; las fotos alineadas en secuencia trasmutaban el rostro de la joven, y Marilyn quería besarlo, y Marilyn reía, lo miraba pícaramente, le mostraba los muslos, la entrada de los senos, se abría el ropón, se lo quitaba (qué desnudez, qué pelo el suyo); él la quería, la odiaba; ella guiñaba un ojo y él no podía besarla: él era un niño y ella una mujer. Y su padre de él hablándole de Cuba, de las palmeras y de Varadero, del yate y los corales, allá en Long Island durante el encuentro casual que tuvieron después del viaje de ella a Londres. «Éste es mi hijo, mi heredero…». Y ella autografiándole el bolsillo de su mejor pulóver. Todo giraba, era otra vez el caos: Daisy y el gato, Nat King Cole y su voz, su voz de borracho, la abuela sorda, ciega y, de pronto, desafiantes, la escopeta y el viejo, el perro y sus colmillos, el cazador y el cazador y el cazador y el arma… «¡Imbécil!, gritó Ulises, por tu culpa…».

El hombre quedó atónito. Siempre creyó que el muchacho era totalmente inofensivo. Dio dos pasos atrás y le apuntó al pecho: «Estáte quieto, que yo soy Valo Cruz y a mí nadie me madruga en este mundo». Ulises lo miró con odio, como si deseara su muerte, pidiéndole a Dios que lo carbonizara un rayo. Después volvió a sentarse sobre el tronco. «Pendejo, coño», murmuró el cazador.

El perro empezó a ladrar de nuevo. «Tranquilo, Pantera, tranquilo», y el hombre le pasó la mano por el lomo. Un pájaro se movió allá arriba, en la copa de un jagüey. El viejo lo buscó hasta que lo tuvo en la mirilla; sonó el disparo y el ave, una lechuza, cayó de bruces contra el agua encharcada y maloliente. «Yo nunca fallo», advirtió. «Ni aquí, ni en Girón, ni en el Escambray. Nunca». El muchacho sintió una vez más aquella su sensación de miedo: le sudaban las manos, calor y frío al mismo tiempo y, sobre todo, deseos, muchos deseos de llorar y de llamar a su padre. «Alone», se dijo, pero el cazador estaba entrenado en el silencio: «Habla cristiano, aquí nadie entiende esos lamentos».

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Sudo. Papá salió y nadie sabe de él. Estamos Daisy, la abuela y yo solos. Un amigo llamó a Daisy y le dijo que su tío, que es mi padre, está en Key West camino de Miami. Todos los amigos de papá se han ido, sólo quedan los Grey Santos y los hijos de Benny Salazar. Seguro que mi padre también se fue. Allá, tan lejos. Pero él conoce, él sabe, él ha vivido en Nueva York. Por eso me llamó el viernes y me dijo: «No vayas más a la escuela. El año próximo sigues estudiando en Maryland». Y yo no he ido, qué va, desde ayer hay dos negros sentados en primera fila. Pancho se llama el más prieto y Jesús María el otro, el de los tenis blancos.

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Leo. Leer es mi única posibilidad de olvidar. Ella está arriba, oyendo a Nat King Cole, y la abuela mirando hacia la puerta a ver si papá llega. No para verlo, sino para sentirlo en la frente con un beso. Por mucho que me busquen no me encontrarán; mi padre hizo este sótano pensando en la derrota y en la guerra. Aquí tiene la vajilla, los relojes de pared, el escudo familiar, los bisontes dorados que compró en New Jersey, las joyas de la abuela. Aquí están el oro y la plata en su esplendor de sombras, el bronce, los cubiertos, las copas falsas y las verdaderas, la porcelana, los trajes de montar, los abrigos de piel y los pasadores con diamantes. El oso gris, el pardo, las pinturas y los marcos traídos de Madrid, comprados en Holanda, diseñados en Francia, y como testigo mudo la cabeza de venado con un zafiro en cada ojo. Sólo entra la música: Nat King Cole soñando en las bocinas (el tiempo cruel, hojas muertas que revivirán). Y pensar que papá estuvo aquí durante horas; «enclaustrado y feliz», decía; pesando el oro, urdiendo su victoria. Y ahora lejos, ausente y solitario. Y yo encerrado por este juego inútil. Y la voz de Daisy diciéndome: «No rompas nada, recuerda que soy la Diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco». Diez días y sigo sin ver el sol, sin jugar en el jardín, sin escuchar la vida.

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La tensión empezaba a disminuir. Ulises parecía resignado a aceptar su destino y el viejo cazador bebía lenta y parsimoniosamente un poco de café. «¿Quieres?», invitó al muchacho. «Sí, hace muchos años que no lo pruebo». El perro también descansaba, toda la mañana la había pasado corriendo tras las voces de mando de su dueño. Ahora estaba echado sobre un montón de hojas secas y observaba al joven con cierta indiferencia en la mirada. El agua, quieta, y el sol como si fuera agosto.

«¿Cuál es tu gracia, hijo?», preguntó de improviso el cazador. «Ulises, señor, Ulises Valdés Triana». «¿Y cómo llegaste hasta aquí?» «Corriendo, durante el día me acostaba en los potreros y en la noche avanzaba». «Increíble», musitó el viejo. «Sí, nadie me vio. Ella me guiaba», y le mostró una foto de la rubia. Valo Cruz observó que la cartulina, manoseada y sucia como estaba, tenía una mancha de sangre al dorso de la imagen. «Vaya…», dijo incrédulo, para después fruncir ligeramente el ceño. Mientras tanto, el muchacho volvió a guardar la foto y después comenzó a lanzarle piedrecitas al pantano. «¿Y tu familia?» «Papá está en Miami, señor, mamá murió el mismo día en que yo nací». «Ah», rezongó el viejo y agregó: «Entonces la cosa se complica». «Los negros, señor, ellos tienen la culpa de todo». «¿Eh?», dijo el cazador e hizo un gesto que denotaba incomprensión. «Mira», se interrumpió a sí mismo, «después le cuentas eso a la policía. Yo no entiendo nada». Ulises sacó la foto de Marilyn y se dispuso a contemplarla. El miedo, no obstante su interés en ocultarlo, lo hizo estremecerse. Valo Cruz pensó que todo era muy raro. El perro levantó la mirada.

A lo lejos se escuchó el sonido de un motor y el cazador creyó ver que al muchacho le impacientaba la idea de que alguien más pudiera descubrirlo. «No te asustes», le dijo, «es la turbina de los Manso». Ulises continuó hablando de la rubia. Dijo que en su encierro había encontrado las revistas con las fotos y que si no llega a ser por ellas, se suicida. «Papá guardaba en el sótano las cosas que más quería. Allá arriba», y señaló hacia el jagüey, «tengo cinco Bohemias viejas. ¿No las va a ver, señor?» Valo Cruz dijo que no y encañonó al muchacho: «Deja eso, lo tuyo es un enredo».

El hambre y el tedio empezaron a impacientar al cazador. Desde hacía varias horas no probaba bocado y tuvo la impresión de que el otro también necesitaba comer algo. Por eso, mientras se acordonaba un zapato, dijo con indudable premura: «Lo mejor sería que asáramos un par de palomas». «No, prefiero los peces», respondió Ulises, y le mostró al viejo la vereda que conducía hacia un canal cercano: «ahí hay muchos, señor».

El cazador invitó al joven a llegarse al canal. Le dijo que marchara delante porque todavía no estaba seguro de quién era ni qué hacía verdaderamente en la ciénaga. Ulises estuvo de acuerdo. Cuando lo vio caminar, Valo advirtió que al joven le caía el pelo sobre los hombros y que sus ropas raídas le conferían un aspecto desaliñado y triste. Tendría unos veinte o veintidós años y, por encima de todo, padecía una delgadez rígida y un andar pausado, como si pesara demasiado o no pesara nada.

Al llegar al brazo de agua, el viejo señaló un arbusto y le ordenó: «Siéntate ahí, que ahora hace mucho sol». Luego buscó en su alforja y sacó un anzuelo, una cuerda de nylon y una lombriz de goma. El muchacho descansó la cabeza sobre las rodillas y respiró acompasadamente. «Esta poceta está llena de biajacas», comentó el cazador mientras miraba el fondo del canal. Ulises tuvo un leve presentimiento de que podía escapar; sin embargo, ya Valo Cruz levantaba el primer pez y decía: «A guayaba y pescado se vive en esta ciénaga. Yo la conozco como si fuera mi mujer; la he caminado más de mil veces». Ulises sonrió. Cierto que no había nadie en los alrededores y que aquel hombre no lo trataba como a un prisionero, pero cómo evadir su astucia y su mirada. Por sí o por no, decidió ayudarlo a cocinar los peces. La charamusca ardía y las biajacas, blandas y carnosas, empezaban a dorarse sobre el fuego.

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Cuando Ulises y Valo Cruz hicieron su entrada en el parque, ya Güines dormía. El viaje había sido largo y el tractorista era joven y estaba ansioso por volver a Voisin. Cada bache era un tormento y cada tormento un suplicio para los huesos, cansados de tanto trajinar en la ciénaga. Sólo en muy pocas ocasiones pudieron hablar. El muchacho se había interesado por los nuevos lugares que se sucedían a su paso. El cazador se limitaba a mencionar sus nombres y a veces agregaba: «También lo hizo la Revolución». Por momentos, Ulises tuvo la certidumbre de que había estado muerto. «Este viejo está loco», pensó.

Ahora atravesaban el parque en silencio. El cazador iba delante con la cabeza erguida y la escopeta enfundada. «No quiero que te crean prisionero», le había dicho al joven. «¿Y qué va a ser de mí, señor?» «Nada, si estás mal te curarán enseguida; si no, vas a tener que explicar muchas cosas». «Pero yo le di un solo golpe, señor, a lo mejor está viva». «Ojalá», masculló el viejo, «a las personas dormidas nunca se les da…»

Mientras caminaba, el muchacho se repetía las últimas palabras del cazador. Daisy muerta y todo sería diferente para él. Únicamente lo consolaba recordar, tratar de reconstruir su salida de la casa, pensar en los excesos de su prima: ella que  me dejó encerrado, me hizo comer lo que no comía, me hizo sufrir, me hizo llorar… Una mujer saludó al cazador. «¿Qué hay, Lupe?», respondió él y siguió de largo. Ulises le preguntó quién era y por qué tenía un brazalete rojo. «Mi comadre, está hoy de guardia», explicó el otro. Después de almuerzo, allá en la ciénaga, el viejo le había contado que él y su mujer eran cederistas y que por lo mismo no se explicaba cómo pudo ocurrirle algo así. «¿En pleno Fontanar y nadie te encontró? Eso es mentira».

El Oficial de Guardia tampoco pudo creer lo que escuchaba. «Espérense, voy a buscar al Jefe de la Unidad», dijo, y se internó en una oficina contigua. Cuando el Teniente supo que allí estaba Valo Cruz acompañado de un extraño, evocó enseguida los días del Escambray y la voz firme de Tomassevich. «Se repite la historia, y yo que creía…». Salió al vestíbulo y abrazó al cazador. El muchacho pensó en su prima Daisy. El viejo colocó el jabuco y la escopeta en un rincón de la habitación. El Teniente saludó a Ulises, y éste, como si su vida comenzara una vez más, enfrentó temeroso el interrogatorio. «¿Y éste quién es, Valo? ¿De dónde lo sacaste?»

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Todo, mujer, todo se lo preguntamos. El Teniente, Ulises y yo alrededor de una mesa. Imagínate, hubo un momento en que tuvimos que parar y salir a fumar al patio. Yo estaba mareado, y lo interesante es que él nunca respondía igual. A veces decía que su padre era bueno y otras que le pegaba demasiado. A mí siempre me ha parecido que está enfermo. Tiene que estarlo, porque si no cómo voy a explicarte lo que hablaba. Mira, cuando yo le dije: «A ver, ¿dónde está tu carné de identidad?», qué crees que me respondió: sencillamente se echó hacia atrás en la silla y se puso a cantar en otra lengua. Te digo que está mal. El Teniente lo miraba, ¿no?, tú sabes que él conoce su oficio. Figúrate que una vez estábamos hablando de los barcos madres («¿De qué?»), sí, chica, de la CIA, y el muchacho se nos echó a llorar. No sé, lo único que decía era: «Papá, traigan a papá». Hubo que parar, y a todas éstas sin saber nada de su prima, que a lo mejor ya estaba muerta. Así estuvimos hasta que llegó de La Habana el mensaje. ¿Y a que tú no sabes lo que decía el mensaje? Fue peor, te digo que fue peor el remedio que la enfermedad: «Negativo. Ulises Valdés Triana vive en Estados Unidos con su padre. Prima Daisy desapareció». Entonces sí que no pudimos más. Los médicos siguieron. Yo fui a ver a Justino y me tomé tres líneas de aguardiente sin parar. Y válgame Dios que se acabó el Pinilla…

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Te digo que es un sueño, vieja. Qué va, tú no tienes idea. Pasas la vida aquí, metida en la cocina. Yo te lo he dicho: Luisa, tienes que salir, vete a La Habana, pásate un mes con tus hermanos, pero tú no me haces caso. Mira, yo por dejar una semana de cazar, no voy a morirme. A lo mejor hasta te llevan al hospital y te curan la renguera. Cuando sea la próxima visita, vas conmigo. Él está en el pabellón de los mejorcitos, de los que pueden recuperarse todavía. Claro, cuestión de años, ¿no? Lo suyo es complicado. Dice el portero que la mente es como un hilo: una vez que se quiebra siempre queda la huella del empate. Por eso tienes que ir rápido, va y ni lo coges ahí. Está desconocido: lo pelaron, lo afeitaron, le dieron ropa limpia. Si no es porque él me reconoce, yo me quedo esperándolo la tarde entera. Lo malo que todavía sigue pensando en Marilyn. Hubo que darle otra vez la foto. El Teniente me dijo que de La Habana habían pedido especialmente que él y yo fuéramos. Tú sabes que a mí no me gustan los hospitales, pero a una cosa así, tan importante, uno no puede negarse. Yo soy casi como su padre. Me dio un beso cuando me vio, y enseguida me preguntó por ti. Él te conoce, en la ciénaga hablamos mucho. El flan, el flan fue lo que más le gustó. Se lo comió enseguida. Ahora me dijo que por qué no le habías mandado otro. Él piensa que la cuestión es llevarle comida. Dice que se olvidó del sabor de los helados. Que le llevara un Banana no sé qué. Dime tú, habrá que preguntarle a Justino. En la clínica yo me sentí mejor, pero allá en el hospital no, allí uno no conoce a nadie, hay más control. Te revisan en la puerta. Fíjate, me quitaron el cuchillo. Lógico, a mí y a nadie más que a mí se le ocurre llevar un arma como ésa a un hospital de enfermos mentales. Bueno, tú sabes, sin ese cuchillo yo no soy Valo Cruz. Aquí en Güines sí me dejan, pero en La Habana no, yo lo llevaba por fuera. Una provocación. No, pero me lo devolvieron a la salida. El portero puso los ojos así cuando le dije que al cuchillo no podía pasarle nada porque si yo no tenía hijos era, entre otras cosas, porque había dedicado demasiado tiempo a la cacería y a las armas. Yo sé, yo sé que ahí no se pierde nada, pero nunca está de más decir las cosas como uno las piensa. Qué contento se veía el muchacho, Luisa. La ambulancia que lo trasladó se fue enseguida. Ya todo estaba palabreado. Lo recibió una comisión. A mí también, me dieron la mano y me miraron a los zapatos nuevos. Figúrate, como diez doctores y enfermeras saludándome. Y bonitas, las enfermeras esas son muy bonitas… Hay una que parece… («Valo, déjate de satería que ya tú no das ni la hora»). Qué te crees tú, cada vez que como jaiba entomatada, canto bajito. Tú lo sabes. En fin, que lo ingresaron y dicen que lo van a curar. Dios los oiga.

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Tú mismo te metiste. Y solito, porque yo no te dije que te escondieras allá abajo. Desde que tío se fue, andas con la manía de buscar la combinación para entrar al sótáno. Yo te lo advertí: «Ulises, no sigas, la única que sabe cómo entrar y salir del sótano soy yo. Tu padre no quiere que bajen». Pero no entiendes, nunca has entendido, y tanto diste hasta que encontraste la manera de abrir la claraboya. Ahora estás allá abajo y no voy a sacarte. Después de todo, a mí me conviene que desaparezcas. El dineral que hay ahí no va a ser de esta gente. Jódete. Hace dos días que tío se fue y no voy a permitir que se conozca su misterio. Es todo lo que nos queda. Ya no hay canasta party, ni tertulias, ni viajes de ida y vuelta por el mundo, ni visitas a Palacio, hasta los criados se marchan. Ulises, lo perdimos todo. Y tú siempre en la bobería, en la perenne desazón, como decía tu padre. Para ti no hay problemas, desde chiquito eres igual. «Marilyn, Marilyn, Marilyn», quedaste prendado de la rubia; ella y DiMaggio, ella y Miller, y tú en las nubes, imbécil. Sí, me estás llamando, no te oigo, pero lo sé. Escúchame, Ulises: Soy yo por el intercomunicador. No rompas nada. Recuerda que soy la diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco. ¡Abuela, no jodas más, coño, ya voy a darte la comida!

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¿Cuántas patas tiene el gato? Una, dos, tres y cuatro. La manzana se pasea de la sala al comedor: no me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor…Ya te lo había dicho, gatito: no sigas maullando en mi ventana. Por eso te reventé contra el almendro. A Ulises nunca le han gustado los gatos, se lo voy a enseñar. Hoy te lo sirvo en el almuerzo. Canta, King, canta, que tenemos fiesta. Bien alto, volumen, mucho volumen. Jódete, Ulises. Ya sé que me rompiste el collar. Allá tú, cada vez que me rompas algo, te voy a hacer sufrir. Soy tu dueña, tengo un muerto que vive. Ni los fumigadores te encontraron. Le dieron la vuelta a la casa y no te descubrieron. Sólo yo puedo sacarte. No me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor. Siete años encerrado; parecerás una rana.

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No, todavía no le han dado el alta. Sigue con el problema ese de Marilyn, no se le quita de la cabeza. El médico me estuvo explicando, pero ya sabes que a veces no hay quien los entienda. Lo que yo saqué de la conversación es que padece una manía que le da vueltas y no le sale del cerebro. También fueron muchos los años que pasó encerrado. Nueve, ¿te imaginas? Con nueve años sin ver el sol ni un día, respirando aire acondicionado y viento de ventiladores, cualquiera pierde no digo yo la memoria, hasta la vista; bastante bien está. Ahora anda con espejuelos. Si no fuera por la rubia y el remedo del Quincol ese, estoy seguro de que lo mandaban de vuelta a la casa. Fíjate si va mejorando, que hoy me presentó a Marilyn, que en realidad se llama María Eugenia, y ella, tan simpática, se volvió sonriente y me dijo: «Encantada, a Usted debo la salvación de Frank». «¿De Frank?» «Sí, de Frank Sinatra, ¿no lo ve?» Así le dice. Qué graciosa, ella también salió de un agujero.

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DISPARATE. EDMUNDO ARAY

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Edmundo Aray

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       Mientras menos creo en Dios, más lo necesito. De esta manera corrió su velo el personaje principal de esta historia, quien ha decidido no revelarme su nombre, por ahora, mucho menos su oficio ni un algo de lo que es capaz de hacer para mantener su existencia en las carillas por venir. Vainas del pudor, aunque doy por cierto que no se ruboriza así no más. Es duro de roer. Prefiere que le llame Disparate, para parecerse al mundo –con toda la cacofonía- o, si se quiere, al país, colmado de disparates.

      Es un personaje aparentemente difícil, pero confío en que ustedes como yo terminaremos siendo amigos, a menos que a ustedes como a mí se nos ocurra el disparate de despreciarlo antes de que sepamos cuánto puede hacer en esta vida de palabreos sin ton ni son. (Palabras, palabras, palabras, tal mi país, blá, blá, blá. No es un decir. Acaso nos regrese al pasado de ayer no más. Acaso, como ayer, Simón, ¿trescientos años no bastan?

2

        Dice tener buenas lecturas, desde Jorge Manrique a Miguel, el de Alcalá de Henares, aunque tiende a ser infiel, pues de pronto los abandona por algún autor de poca monta, algunos afortunados versos o algún personaje que hubiera querido con mejor destino.

3

      En el amor pareciera no ser veleidoso. Gusta estos versos de Manrique: “Por fin de los que desea/ mi servir y mi querer/ y firme fe, / consentid que vuestro sea, / pues que vuestro quiero ser/ y lo seré/ y perded toda la duda/ que tomaste contra mí/de ayer acá, / que mi servir no se muda, aunque vos pensáis que sí, /ni mudará. Lo escucho y pienso que Disparate promete con ardor, aunque ello no sea suficiente como para confirmar fidelidad, si acaso terquedad de amor.  Seguir leyendo DISPARATE. EDMUNDO ARAY

ESCRITURAS DE FRONTERA. CLAUDIO MAGRIS

claudio-magrisCLAUDIO MAGRIS / QUADERNS DE LA MEDITERRÂNIA

En una página irónica y sin embargo amable, Kafka narra su encuentro, ocurrido en un tren antes de la Gran Guerra, con un oficial alemán.1

El oficial es súbdito del Imperio Germánico, Kafka es súbdito del  Austrohúngaro,  que  comprendía  numerosas nacionalidades diversas. Los dos se ponen a hablar; en un momento dado, el oficial le pregunta de dónde viene y luego de qué nacionalidad es. Kafka responde, pero el otro no llega realmente a entender cuál es su nacionalidad. Kafka ha nacido en Praga, pero no es checo; es ciudadano austriaco, pero el oficial no lo puede identificar simplemente como austriaco; es judío, pero un judío desarraigado de los orígenes del judaísmo. La identidad de Kafka desorienta al militar, ocasional compañero de viaje. Kafka es en sí mismo una frontera: su cuerpo es un lugar en el que se encuentran, se cruzan y se superponen, como cicatrices, muchas fronteras diversas.kafka-1

Este episodio es, creo, uno de los muchos que se podrían citar para subrayar un aspecto complejo y contradictorio de la identidad de frontera, la dificultad que experimenta para hacerse entender, para expresarse. La incomprensión acompaña con frecuencia al intelectual o al escritor de frontera, pero tal vez haya también cierta complacencia por su parte en sentirse incomprendidos. Todo esto indica que de algún modo quieren encontrar su identidad auténtica precisamente en esa imposibilidad de ser entendidos.

A comienzos del pasado siglo, en 1911, un escritor de Trieste, Scipio Slataper, iniciaba su libroIl mio Carso, en el que en cierto modo creaba, inventaba, el paisaje literario triestino, con tres frases, todas ellas abiertas con las palabras «Quisiera contaros» («Vorrei dirvi»). Trieste era entonces una realidad compleja: una ciudad italiana que pertenecía desde hacía siglos al Imperio de los Habsburgo; una ciudad plurinacional incluso por la presencia de otras nacionalidades, de la minoría eslovena a la comunidad austroalemana, de la griega a otras numéricamente menos importantes, como la armenia o la serbia, por no hablar del gran papel desempeñado por la comunidad judía, a su vez formada por individuos llegados  de  los  más  diversos  países  de  Europa  y rápidamente italianizados, y del contacto, a través de la Istria véneta y eslava, con el mundo croata.

Una ciudad que vivía esta naturaleza compleja bien como una riqueza, bien como una dificultad, bien como una obsesión; una ciudad que vivía contradicciones, en la que no por casualidad muchos de los más  apasionados  patriotas  italianos  irredentistas, que deseaban la separación de Austria y la unión con Italia, llevaban, como Slataper, nombres eslavos, alemanes, griegos, armenios o de cualquier otro origen. El mestizaje caracteriza a Trieste, que unas veces se siente orgullosa de él y otras lo niega airada, proclamándose más pura que el resto de Italia.  Seguir leyendo ESCRITURAS DE FRONTERA. CLAUDIO MAGRIS

VIAJE A LA SEMILLA. ALEJO CARPENTIER

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I

-¿Qué quieres, viejo?…

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.   Seguir leyendo VIAJE A LA SEMILLA. ALEJO CARPENTIER

ASPECTOS DEL CUENTO. JULIO CORTÁZAR

JULIO CORTÁZAR /  CALLE DEL ORCO

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Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

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François Villon/Robert Louis Stevenson

 

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   François Villon              Robert Louis Stevenson

BALADA DE AGRADECIMIENTO
François Villon*

A Devotas y Mendicantes,
a elegantes de chapa en suelas,
a Cartujos y otros tunantes,
a clientes y a mujerzuelas
de esas que usan abiertas cotas,
a galanes que por las modas
hieren sus pies con prietas botas:
agradezco a todos y a todas.

A las que muestran pezoncillos
porque saben que eso da oro,
a traviesos y a ladroncillos,
a saltimbanquis con su loro,
a juglaresas y fantoches
que silban, beodos y beodas,
y así alegrando van las noches
agradezco a todos y a todas.

Salvo a jauría azotadora**
que me hizo masticar grilletes
pero que ya no temo ahora
más que se teme a tres soretes.
Les dejaría eructos, pedos
a modo de estridentes odas,
pero quiero evitar enredos:
agradezco a todos y a todas.

Que con durísimos mazazos
les rompan las costillas todas
y las piquen a martillazos:
agradezco a todos y a todas.
Traducción de Rubén Abel Reches
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El manto del hereje

Bertolt Brecht

Giordano Bruno, el hombre de Nola al que las autoridades de la Inquisición romana condenaron, el año 1600, a morir en la hoguera por herejía, es universalmente considerado un gran hombre no sólo por sus audaces —y luego comprobadas— hipótesis sobre los movimientos de los astros, sino también por su valerosa actitud frente a la Inquisición, a la que dijo: «Pronunciáis vuestra sentencia contra mí quizá con más temor del que yo siento al escucharla.» Cuando leemos sus escritos y encima echamos una ojeada a los informes sobre su actuación pública, sentimos que en verdad no nos falta nada para calificarlo de gran hombre. Y, sin embargo, hay una historia que acaso pueda aumentar todavía más nuestro respeto por él.

Es la historia de su manto.

Antes hay que saber cómo cayó en las manos de la Inquisición.

Giordano BrunoGiordano Bruno, por Ettore Ferrari (1845-1929), Campo de’ Fiori, Roma Seguir leyendo El manto del hereje

Paloma nocturna

Por Omar González

Foto: María Boronat García

Antes del cambio, a María Amalia la encadenaban todas las mañanas. Tenía la costumbre de creerse los sueños y de llorar cuando despertaba a medianoche. «Pájaro soy», dijo una tarde, y levantó el vuelo y estuvo tres días sin bajar de los árboles. De nada sirvieron los insultos de la abuela ni las súplicas amenazantes de papá. «Que bajes, niña, que ahorita llega Montero con sus huevos de anís y sus panes de ajo. Mira qué linda esta muñeca. Te compré un radio, óyelo como canta». Pero qué va, ella seguía inmutable, igual que las palomas. «Coño, te voy a entrar a tiros si no bajas». Y entonces María Amalia volaba hasta la ceiba y hacía como un zorzal. Cantaba lindo y los trinos le salían perfectos. Tan perfectos, que los demás pájaros le respondían y ninguno de nosotros podía dormir la siesta. Abuela, que maldecía constantemente aquel castigo de Dios, achacaba la enfermedad de mi hermana a las lecturas de comedias ilustradas y a los libros verdes que nos enviaban los primos habaneros. «Demasiada bazofia, voy a quemar cuanto paquete aparezca por la puerta». Y cogía el bulto, lo apuñaleaba en el patio y le prendía candela. Solo un libro pudimos salvar de los incendios. Cuando todos mirábamos el fuego y oíamos el crujir de los forros empastados, del cuero y de los hilos, María Amalia alcanzó a sobrevolar la fogata y se llevó con ella los poemas de Bécquer. Fue un acto suicida, desesperado, como si el mal de su angustia la orientara en el humo y la preservara del calor de las llamas. Desde la copa del jagüey nos leyó más de mil versos de amor, hasta que fue de noche y se le ocurrió cerrar con un danzón tristísimo que yo le había escuchado antes a Barbarito Diez. «Mierda», dijo la abuela, y le tiró una brasa a María Amalia. La estela de luz me recordó a los voladores de las parrandas, cuando todo el pueblo parecía la carpa de un circo gigantesco y nadie se atrevía a llorar. La propia abuela quedó absorta y una vez más habló de la desgracia y de los muertos. Recuperó a su madre del naufragio, le tendió la mano entre las aguas, le secó la frente y le dio a tomar una taza de café amargo. Todo lo que no había podido hacerle cuando se les hundió la lancha, se lo hacía mi abuela a su madre cada vez que estaba triste. Por eso, para que no la viéramos llorar, nos dejaba en el patio e iba a la cocina. «Espérenme aquí, que voy a traerles chocolate». «Espesito y con galletas, abuela», decía mi hermano Aurelio, el menor de nosotros. Después María Amalia, convencida de que estaríamos solos unos instantes, bajaba del jagüey y se posaba junto a mí. «Allá arriba hay mucho frío, hace dos noches que no puedo dormir. Además, las lechuzas me confunden y me invitan a cazar». «No chives, Amalia, las lechuzas saben bien que no eres un pájaro». «Eso crees tú, Conrado, uno es lo que es y no lo que parece ser». «Por eso mismo, si tú fueras pájaro tendrías un par de alas». «Y las tengo, cuando levanto el vuelo yo misma siento el aleteo». «A mí no me engañas, Amalia, tú vuelas porque sabes flotar, ¿te acuerdas del ciclón?», advirtió Aurelio. «Cuando el ciclón, yo era más flaca todavía. Ahora es la primera vez que sé volar». «Está raro, de todos modos está muy raro que alguien sepa planear como los pájaros», dije mirando hacia la casa. «No hay nada de extraño —sentenció mi hermana—, en la vida lo único extraño es morirse dormido y sin poder soñar». «Da lo mismo que despierto. Tú dices eso porque eres la mayor y estás más cerca de la muerte, Aurelio debe pensar distinto». «Yo pienso igual, Conrado, después que mi hermana alzó el vuelo, todo lo que ella diga es verdad». Desde el sillón, donde dormía a ratos y a ratos despertaba, papá murmuró algo que nos dejó pensando: «Aquí lo único extraño es que las cosas no cambian: hablen bajito que tengo sueño». Y apareció mi abuela con cuatro tazas de chocolate espeso. «No la dejes ir —gritó—. Mariano, estás bobeando, Amalia aquí y tú durmiendo». Papá despertó y vio cómo su hija volaba hacia la ceiba. «Me pareció oírla pero es que estoy muy cansado, llevo dos días cortando arroz». «Abuela —dijo Aurelio—, María Amalia habló de la muerte». «¿De la muerte?». «Sí, ella dijo que lo único extraño es morirse dormido». Ella no sabe nada de la muerte, de tan viva que está es capaz de volar. «La última vez que la niña habló de la muerte fue cuando Josefa se quemó», comentó mi padre. «Y dale con tu mujer, te he dicho mil veces que delante de los niños no hables de su madre, Mariano». «No, yo lo único que hago es recordar la verdad». «Bueno, a dormir, que mañana empiezan las clases», ordenó abuela y nos guió a la cama. Después cerró las ventanas y nos leyó el ensalmo. Afuera la noche era oscura e inexplicablemente cantó un zorzal. «No hagan caso, esa es Amalia que tiene frío», dijo abuela interrumpiéndose en la oración. Entonces Aurelio pidió que la dejaran entrar. «Se va a morir de hambre, abuela, no come carne desde hace tres días». «¿Y tú qué sabes? Todas las noches yo le pongo su plato de comida al pie del brocal del pozo. Pero no te preocupes, si viene hoy la vamos a coger». Y cuando abuela dijo esto, se escuchó un aleteo incesante en el patio. «Corre, Mariano, María Amalia cayó en la casilla». Mi hermano y yo también corrimos hacia la puerta. No hacía luna y solo veíamos la silueta de papá moviéndose junto al pozo. Abuela estaba con nosotros y nos tenía agarrados por las manos. El perro ladraba y gemía al mismo tiempo. «Sssh, Campeón, déjate de bulla». Y se hizo un silencio pesado, como si todo el mundo hubiera muerto, como si nada existiera más allá de nuestros ojos. Cuando abuela se decidió a averiguar lo que pasaba, encontró el sombrero de papá sobre las piedras y una paloma pequeña encerrada en la casilla. Durante varios años, de María Amalia solo tuvimos los recuerdos, y aquel pájaro atento que mañana a mañana encadenaba abuela.

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