
«A MI TIEMPO». SÁNDOR GONZÁLEZ VILAR

Un joven desconoce por qué le tocó estar tan cerca de cierta joya dueña del aire. Lo cierto es que un colibrí —ser huidizo que en su vuelo estático es capaz de mover sus alas a una frecuencia de 80 veces por segundo— confió en la mano de un hombre para salvar su vida
ALINA PERERA ROBBIO / JUVENTUD REBELDE
20 de Septiembre de 2014
Esta conversación con Sándor González Vilar (La Habana, 1977) merecía haberse entablado desde hacía mucho tiempo y por múltiples razones.
En una casa parecida en sus entrañas al afán creativo del «pintor» —como puede ser llamado este joven, de manera simple pero también honorable por parte de cualquier vendedor o vecino que pase—, se va dibujando la historia de un cubano que siempre quiso dibujar, aunque reconoce alegrarse de todo paso dado antes de tomarse en serio un arte donde ha podido deslizar la intensidad y hermosura de su espíritu.
Evoca con gratitud sus años de estudio para formarse como técnico medio en Química Industrial, universo que en su entender siempre queda y ayuda para cualquier cosa que uno haga en la vida. Y desde luego recuerda como hoy su ingreso posterior y casi inmediato a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana.
La tesis con la cual se graduó de la academia fue una casa, a tamaño natural, cubierta con dibujos suyos, hechos cuando tenía tres, cuatro años de edad. Su madre los había guardado en carpetas y él hizo con ellos un collage inmenso, y encima de esas creaciones colgó sus pinturas de aquel momento.
Sándor alimenta a Pancholo con miel. Foto: Cortesía del entrevistado.
Sándor, con su imaginación y sus herramientas de trabajo, se ha convertido en el creador de las casas creciendo como flores; de las ciudades árboles o empinadas hasta el vértigo en medio de la tempestad, o milagrosamente en pie o a punto de estallar. Es el pintor de torres que se empinan, de sillas que esperan, de escaleras recurrentes. En su mundo creado impera una furia vertical, una fuerza que sobrecoge y atrapa. Es el hombre que pinta escudos patrios —uno de ellos está estampado sobre su brazo izquierdo gracias al conocimiento depurado que él tiene de la técnica del tatuaje, experiencia en la cual incursionó, secretamente en un inicio, desde los días de su adolescencia.
Pero Sándor no ha pintado, que yo sepa, colibríes. Y ese es el motivo de mi encuentro con él: un colibrí que él ha salvado y al que puso por nombre Pancholo, que se posa sobre varillas que el joven sostiene y desde la cuales el animalito se alimenta o simplemente permanece unos instantes.
—¿Cómo fue posible, si ese ser huye hasta de la mirada?
—Estoy conversando con un grupo de niños, y veo que un zunzún viene dos veces a la mata que está justo frente a mi casa. «Ahí hay algo raro», me dije; y cuando me asomo veo que el animalito está haciendo un nido. Me quedo vigilando eso, sin decírselo a nadie en el barrio, algo difícil porque allí conozco a todos, especialmente a los niños.
Sándor pudo ver el nido terminado, luego dos huevos diminutos; y una noche, el pico de un pichón. Días después un niño descubrió al recién nacido e intentó atraparlo, pero el ave salió volando; y sin tener todavía fuerzas para ese despegue cayó cerca de un cesto de basura.
«Desde el nido hasta la caída fueron solo cinco metros, recuerda el entrevistado. Cogí esa cosita entre mis manos sin saber qué hacer. Casi no tenía plumas. Y pedí consejo a unos amigos que habían tenido muy cerca a un colibrí.
«Pensé que él moriría, y en el desespero busqué una caja de cartón vacía, le puse encima una mallita, y mandé a arrancar de la mata el nido». Seguir leyendo SÁNDOR, EL PROTECTOR DE UN MILAGRO. ALINA PERERA ROBBIO
No es un milagro ni una realidad fortuita, y tampoco viene exactamente de donde parece. Allá los que no ven, los que, de tanto querer olvidarle, nos lo recuerdan siempre.
A pesar del bullicio, medita. Siempre medita. Quienes lo juzgan a primera vista, se equivocan: lo pueblan de etiquetas, lo encasillan, tratan de acomodarlo en un molde demasiado pequeño. Su vida es un viaje permanente a la semilla, y su patria la humanidad en pleno. Ahora viene en silencio por la calle Sol, en la reverberante Habana Vieja. Observa con atención el rostro, la figura y la sombra de los transeúntes, se detiene en los recodos de luz y se estremece ante las congojas y holguras del alma, del alma ajena y del alma propia. Lo registra todo. A su lado, una mujer pasa contoneándose y un vendedor ambulante la convierte en metáfora. Hay picardía en sus ojos, hay también inocencia. Ya los retrató.
Mientras camina, pareciera que no toca el suelo; como si levitara, pero afincado en un firme de nubes. Mueve los brazos tímida y acompasadamente, con elegancia y a la vez con misterio, sin gestos obvios que delaten sus verdaderos sentimientos. Son los ademanes secretos que recorren su obra. Porque él es también un enigma, y lo que hace está marcado por la armonía contradictoria no sólo de su vida, sino de todas las vidas posibles.
Mira siempre en lontananza, aunque tenga el horizonte al alcance de sus manos. (Vaya manera de ocultar la tristeza.) Es alegre y tiene una risa abierta, pero su silencio semeja un abismo que no termina nunca. Piensa cada palabra que dirá, entre otras razones porque la vida lo enseñó a no equivocarse y porque cultiva la rara virtud de la decencia, de no ofender a quien se quiere, de no hablar mal de los amigos. Él es un caballero.