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BOLIVIA: LA OEA CON EVO, COMO PINOCHET CON ALLENDE. ALEJANDRO PEDREGAL

EVO

 

ALEJANDRO PEDREGAL*

ALEJANDRO PEDREGALComo ha narrado el jurista valenciano Joan Garcés, asesor personal y amigo de Salvador Allende, el domingo 9 de septiembre de 1973 el presidente chileno se reunió con el comandante en jefe del Ejército chileno, Augusto Pinochet, y el general Orlando Urbina en su residencia de Tomás Moro. Ahí, les anunció que en las próximas horas convocaría a la ciudadanía a un plebiscito para resolver el conflicto entre el poder ejecutivo y el legislativo, con el fin también de apaciguar las tensiones que vivía el país y los rumores de golpe de Estado; golpe que llevaban promoviendo los Estados Unidos de Nixon y Kissinger desde la victoria electoral de Allende, como lo demuestra el asesinato del general René Schneider en 1970. En aquella reunión, Pinochet le confesó a Allende que confiaba en que aquel gesto resolviera la situación y se comprometió a mantener el orden constitucional y atajar cualquier atisbo de insurrección en el Ejército. Apenas unas horas más tarde, de regreso en su casa para el cumpleaños de su hija, Pinochet se comprometía con el golpe que se daría dos días más tarde y sellaba con su firma su participación en él; golpe al que se dice que aún no estaba ligado. Sin embargo, otras versiones han mantenido que en la misma reunión con Allende, y al conocer los planes de la convocatoria para el plebiscito, Pinochet le pidió al presidente que retrasara el anuncio hasta el martes, ya que el lunes tenía otros compromisos en su agenda que no podía cambiar, a lo que Allende no puso inconveniente. Por supuesto, como es conocido, el plebiscito, que debía anunciarse en un acto público en la Universidad Técnica del Estado, no llegó a ser convocado: el martes era 11 de septiembre y esa mañana temprano había comenzado el golpe militar que bombardearía La Moneda y conduciría a Allende a la muerte.

La sucesión de aquellos episodios de la tragedia chilena parecen reflejarse hoy, con extraña similitud, en el golpe que sufre Bolivia. Y es que, como Pinochet hiciera con Allende, el presidente Evo Morales, exiliado en México, ha señalado la traición de la OEA para marcar los tiempos del golpe. Así, en rueda de prensa el miércoles 13 de noviembre, indicó que “la Cancillería [boliviana] acordó con la OEA entregar el informe oficial [de la auditoría sobre las elecciones] el día 12 y ellos pidieron que fuera el 13. Sorpresivamente, el domingo nos informó el personal de Luis Almagro que iban a publicarlo”. El domingo 10 de noviembre, sorprendido por el movimiento de la OEA, Evo convocaba nuevas elecciones, sin percatarse de que aquel informe era sólo una etapa más para desencadenar la intervención del Ejército, con el fin de obligarle a dimitir a cambio de frenar un baño de sangre. Así, el presidente Evo concluía desde México que “la OEA tomó una decisión política y no técnica ni jurídica”.

Sin embargo, ahí no concluyen las sospechas que se ciernen sobre el papel que ha jugado la OEA en este golpe. Como ha señalado el periodista mexicano Luis Hernández Navarro en La Jornada:

“La OEA desempeñó un papel clave en la preparación y legitimación del golpe. Envió a Bolivia como jefe de la misión al mexicano Arturo Espinosa, un furibundo enemigo de Evo Morales. El funcionario se vio obligado a renunciar ante su absoluta falta de imparcialidad. Finalmente, el organismo presentó un informe preliminar sobre los comicios, basado en una muestra de tan sólo 333 actas, de un total de 34.555. Allí señala que encontró irregularidades (que van desde una tachadura hasta una firma) en 23 por ciento de esas actas. Sin embargo, no se tentó el corazón para llamar a realizar nuevas elecciones.”

(Algo que, cabría añadir, sí hizo el presidente Evo.)

Pero no se acaban ahí las suspicacias sobre el propio contenido del informe de la OEA y sus conclusiones. El lunes 11, el bioinformático, docente e investigador argentino Rodrigo Quiroga publica un elaborado estudio donde detalla una serie de análisis sobre la posibilidad de manipulación de los resultados electorales y, por tanto, sobre el presunto fraude en los comicios del pasado 20 de octubre en Bolivia; fraude sobre el que supuestamente se fundamentan las protestas detrás del golpe de Estado. Entre la minuciosa información que reune, Quiroga destaca que, a partir de su propia investigación, al “mirar la distribución de votos a cada partido, por mesa, según el porcentaje de participación”:

  1. “Los votos del MAS (el partido del presidente Evo) [ofrecen] una distribución normal, [que] denota la polarización regional de la elección”.
  2. Es cierto que “hay posibles irregularidades con algunas mesas”, siendo éstas “al menos 588”, correspondiendo a un total de 95.955 votos, las que habría que revisar. Sin embargo, reemplazando “esas mesas por promedios para cada provincia” se pone en evidencia que “no hay ningún indicio de fraude masivo”.
  3. Quiroga concluye así que “la victoria de Evo es incuestionable”, pero que “la diferencia de 10 sí está en duda”.

El mismo 11 de noviembre aparece otro informe del Center for Economic and Policy Research (CEPR) aún más revelador, cuya publicación fue acompañada por diversas entrevistas a uno de sus autores en diferentes medios. En el documento se destaca que:

  1. Tanto las averiguaciones como  las conclusiones del informe preliminar de OEA son de dudoso valor, y se explica que la misma OEA recomendó el uso del sistema rápido de recuento (TREP) y acordó con el gobierno boliviano detenerlo para informar de nuevo una vez las actas escrutadas estuviera alrededor del 80%, como así se hizo, lo que desmonta toda sospecha sobre el cacareado “apagón informático” durante el recuento. Del mismo modo, se señala que de nuevo la OEA exigió reanudar el TREP, algo que también se hizo.
  2. Además, el informe indica que, a pesar de que el TREP no tiene validez legal, el informe de OEA dedica el 90% de su contenido a la fragilidad del sistema informático del TREP.
  3. Se subraya también que el informe de la OEA, además de no mostrar irregularidades masivas, expresa que es “difícil de explicar” que en los últimos 5% de los votos contabilizados Morales sacara un 60%”, mientras para el CEPR ese dato es razonable, ya que estos votos proceden de regiones con un fuerte apoyo histórico hacia el MAS.
  4. El documento destaca entre sus conclusiones que “la politización de un proceso normalmente independiente parece inevitable cuando la OEA saca conclusiones infundadas sobre la validez de un acto electoral”, y que esto supone “una grave violación a la confianza pública, algo incluso más peligroso en el contexto de una polarización política aguda y con la violencia política postelectoral que ha ocurrido en Bolivia”. Por ello, el CEPR sugiere a la OEA que retire “sus insostenibles alegaciones” y que tome “medidas para asegurar la neutralidad en procesos de observación electoral por parte de la OEA en el futuro”.

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LAS LECCIONES DEL SUR. CÉSAR HILDEBRANDT

LECTURAS INTERESANTES Nº 926

CHILE 1

A la derecha le encantó el 5 de febrero de 1975, cuando los descontentos, con los apris­tas a la cabeza, quemaron el diario “Correo”, saquearon tiendas y se expusieron a las balas salvajes de la policía.

-El pueblo se ha expresado -decían.

-El pueblo está harto, carajo -grita­ban en los cafés.

Gobernaba Velasco y ha­bía que decirle vela verde al régimen que había acholado al Perú.

A la derecha le fascina el pueblo que sale a las calles y derriba gobiernos, siempre y cuando eso pase en Túnez o en Libia o en Egipto.

-La gente ha demostrado su poder -dicen entonces.

La derecha se excita casi sexualmente cuando un Con­greso de comadrejas conser­vadoras y mañosas se tumba, con un banal pretexto esta­dístico, a Dilma Rousseff y encumbra a un sinvergüenza como Michel Temer.

-Bien sacada estaba la Rousseff, que era la manda­da de Lula -comentaban sus escribas.

-La democracia ha vuelto a Brasil -reflexionaban.

La derecha ama al pueblo que dio vivas a Manuel Pra­do, que reconoció el orden sanguinario impuesto por Odría y que, antes, guardó silencio por la caída de Billinghurst y fue comparsa de Benavides y Sánchez Cerro y nuevamente Benavides. Eso sí que era pueblo: los Olaechea de todas las generaciones sa­bían domarlo. Y cuando había indoma­bles, allí estaban los jueces, los catas­tros, los otrosíes, las minúsculas para hacer su trabajo. Y si los indomables insistían, los muy estúpidos, pues allí estaba la muerte con cara de capitán y las balas con cara de cabo y el entierro clandestino con cara de soldado raso. Era un mundo feliz.

Cuando Chile intentó dejar de ser el país secuestrado por la vieja oligarquía heredera de los pelucones -el proyec­to ancestral de Diego Portales-, un día llegó el ejército que se había meado en­tre los escombros humeantes de Cho­rrillos y empezó a matar gente como si fueran los cholos de San Juan, los cho­los de Miraflores, los cholos de Huamachuco y hasta los cholos burlados de aquella Arica jamás devuelta.

Fueron años de caravanas de la muerte, de picana en los huevos, de palos en la vagina, de interrogadores que no querían respuestas sino ago­nías, de chacales que el mismo chacal habría rechazado (Neruda dixit). Miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de exiliados: una generación su­mergida en sangre.

-Qué macho Pinochet, carajo -decían en Lima en los clubes donde las cholas seguían prohibidas de bañarse en la playa.

-Cómo no tenemos uno así igual -suspiraban limeñamente.

-Chile siempre nos llevará la delan­tera -reconocían placenteramente.

CHILE HILDEBRAND 2
Piñera y su guerra

La plutocracia chilena, la que le hizo la guerra a Balmaceda y obtuvo su sui­cidio en el siglo XIX, la que le hizo la guerra a Allende y obtuvo su suicidio en el siglo XX, no quería esta vez que se cometieran los errores del pasado. Esta vez sí que sería para siempre. Chile sería un país inmóvil, atado eter­namente a la dictadura de la élite. La profecía de Fukuyama se cumpliría en el Chile de Pinochet: la historia habría terminado. Para eso estaban las Fuerzas Armadas, aquel ejér­cito invencible que había matado civiles tomados como “pri­sioneros de guerra” tras el golpe, aque­lla Fuerza Aérea que había misileado La Moneda, aquella Armada que había prestado algunos de sus buques glo­riosos como centros de reclusión y de tortura. La vieja oligarquía chilena cre­yó mineralizar el país con la Constitu­ción pinochetista, el ancla que dejaría al país en el único embarcadero de la felicidad: el liberalismo impuesto por las bayonetas.

De modo que los ricos, que habían olido el peligro de las chusmas de Allen­de, financiaron el paisaje que pintó Milton Friedman, que bendijo el puerco de Escrivá de Balaguer y que suscribió, pe­nosamente, Jorge Luis Borges.

Los ricos se hacían cada vez más ri­cos. Y los pobres aguantaban mientras las clases medias trataban de entrar al porche de la fiesta. Todo estaba bien atado en el Chile de Pinochet y todo estuvo atadísimo cuando Pinochet me­joró el mundo con su muerte. Franco creyó que dejaba todo bajo arreglo y se equivocó. Pinochet no cometió ese error. Chile no sería la España anarquizada por la democracia puebleri­na que llegó después de la muerte del Caudillo.

Y así fueron llegando los gobiernos de la Concertación y ni Lagos ni Bachelet se atrevieron a meterse con la Constitución de Pino­chet y con el orden de cosas impuesto por la dictadura y respaldado por los uniformados. Un Baquedano espec­tral, tan invisible como poderoso, lo controlaba todo.

Chile era el ejem­plo de las derechas reunidas de Améri­ca Latina. Todos los Bolsonaro de este subcontinente lo tenían como ejemplo de sensatez, or­den y éxito.

La derecha peruana adoraba a Pi­nochet. Le habría regalado Tacna si la hubiese pedido y si de ella habría de­pendido entregarla.

-El liberalismo ha demostrado que es el modelo insuperable -decían.

Pero algo se cocinaba en Chile. La desigualdad era de las más inicuas del mundo, la sociedad de consumo ofrecía sus manjares, sus viajes y sus máqui­nas en la tele pero los sueldos estaban por debajo de los sueños, la educación privada era muchas veces inaccesible y la pública fe sacaba la vuelta a la ofi­cial gratuidad, las AFP ganaban como nunca y los medicamentos costaban como siempre, las pensiones eran de hambre. Y mientras los barrios altos se convertían en guetos de la abundancia y exhibición de la demasía, el rencor acumulado zumbaba como abeja por las calles comunes.

Hasta que el segundo Piñera, más bruto que nunca, más oligarca y ajeno que ja­más, dijo otra vez “que se jodan” y mandó subir el precio del metro de Santiago.

Abrió el corcho este hom­brecito indigno, siete leguas por debajo de Jorge Alessandri, y lo que olió no fue un carmenere de la región cen­tral sino el antiguo olor de la explosión social, el mismo y arduo aroma a desconten­to que todos percibieron en Iquique, el año 1907, cuando el general Silva Renard ma­sacró a 300 salitreros que protestaban por las duras condiciones de trabajo y los salarios de hambre.

A este hombre, entonces, a Piñera, ante las manifes­taciones y saqueos -la vio­lencia anecdótica y fatal que responde al despojo brutal de la esperanza-, no se le ocurrió mejor idea que vol­ver a llamar a los generales a ver si al­gún Silva Renard lo sacaba del apuro.

No funcionó. Porque el miedo ha huido de Chile.

CHILE HILDEBRAND 3

SI NO HAY SOLUCIÓN

CHILE HILDEBRAND 4

LA LUCHA CONTINÚA

Rugen los chilenos reclamando lo que les pertenece. Lo que les quitaron a la fuerza desde 1973. Lo que les si­guieron quitando todos estos años.

Y a este pueblo digno que ha des­pertado, la podre derechista del Perú le llama “peón del castro-chavismo”.

Cuando Pinochet se rodeaba de masas acarreadas en buses públicos y salía a leer lo que los Chicago Boys le preparaban, entonces “el pueblo sabía quién era su líder”.

Ahora que Chile ha dicho basta, entonces es que los comunistas inter­nacionalistas deben estar metiendo su cuchara.

En esta columna dijimos desde hace mucho tiempo y hasta el cansancio que el modelo liberal, en modo bestia, fue impuesto en Chile y en Perú por sendas dictaduras. El trolismo nos respondió con sus desmanes y los comentaristas oficiales prefirieron no tocar el tema.

Ahora sí que se abre el debate. La ira de los pueblos es la que hace la histo­ria. Es la ira que liberó a Norteamérica del imperio británico, la que indepen­dizó América, la que descolonizó Asia y parte de África. La que nos habrá de librar de la dictadura liberal que nos castiga con su monotonía y su infalibi­lidad plagada de mentiras.

Fuente: PUNO CULTURA Y DESARROLLO

LA MARCHA DE CHILE 1

PINOCHET FESTEJA CON PIÑERA

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“¡Chile se salvó!”, gritaron los partidarios de Piñera reunidos afuera de su sede de campaña en Santiago, donde una persona llegó a celebrar con un busto del dictador Augusto Pinochet. Foto: Martin Bernetti/Agence France-Presse — Getty Images

Fuente: The New York Times en Español