ABEL PRIETO / JAIME GÓMEZ TRIANA
La Casa de las Américas estuvo en el centro del huracán desatado en torno a la detención, el 20 de marzo de 1971, del poeta Heberto Padilla y a su «autocrítica», realizada tras ser excarcelado el 27 de abril, en la sede de la Uneac, ante un auditorio de escritores miembros de la organización. En aquel año, se publicaron en sucesivos números de la revista de la institución múltiples artículos, declaraciones, respuestas y contrarrespuestas sobre el «caso». Una extensa versión de la «autocrítica» apareció como suplemento en el número 65-66, correspondiente al cuatrimestre marzo-junio.
Desde inicios del mes de abril habían comenzado a circular dos cartas públicas dirigidas a Fidel por intelectuales latinoamericanos y europeos considerados de izquierda, que habían sido hasta entonces admiradores de Cuba y de su socialismo. Una se publicó en el periódico Excélsior de México y solo la firmaron escritores vinculados al PEN Club de ese país. La otra, gestada en París, conocida como «primera carta», apareció en Le Monde, apenas una semana después, suscrita por intelectuales de varios países, muchos de ellos ampliamente reconocidos.
La gran prensa al servicio del Imperio y de la reacción no disimuló su júbilo. Dedicó innumerables titulares a realzar la ruptura con la Revolución Cubana de sus antiguos amigos y el hecho tan estimulante de que, por fin, la islita rebelde del Caribe mostrara un costado abusivo y despótico. Es sintomático que, en el caso de la carta de México, tres de sus firmantes –Fernando Benítez, Marco Antonio Montes de Oca y José Emilio Pacheco, dirigentes del PEN Club de México– tuvieran que dirigirse al director del Excélsior para hacer pública la siguiente aclaración:
La carta del PEN Club al Primer Ministro de Cuba en que se pide la libertad del poeta Heberto Padilla, que usted nos hizo el favor de publicar gratuitamente, como noticia, en su edición del viernes 2 de abril, aparece hoy en varios periódicos como ostentosa inserción pagada sin la anuencia de los firmantes.
Nos apresuramos a aclarar que no tenemos nada que ver con esta manipulación de nuestra carta y nos preguntamos –sabiendo la respuesta– por qué las personas que abusaron del nombre del PEN Club no han procurado darles la misma difusión a nuestros documentos en defensa de José Revueltas y los demás procesados de 1968.[i]
Alejo Carpentier, quien fungía por entonces como Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en Francia, vivió el clima de aquellos días en que se buscaban en París adhesiones para la «primera carta». Fue él quien envió a la Casa de las Américas una copia de la original. En la nota que la acompaña, dirigida a Roberto Fernández Retamar y fechada el 30 de marzo, el autor de El siglo de las luces describe el estilo superficial y apresurado que caracterizó la convocatoria a suscribirla: «Te mando copia del texto de la carta, pero quiero decirte que la mayoría de los firmantes [las firmas] que la endosan, han sido sacadas por teléfono, a personas que no estaban al tanto del asunto».[ii] Alejo explica en particular el rechazo categórico de la escritora y editora lituana Ugné Karvelis a que su firma fuera considerada.
Días después se completaría una fábula maligna que le dio la vuelta al mundo muchas veces y en muy pocas horas: el poeta cubano Heberto Padilla, prisionero a causa de su conducta y literatura heterodoxas, había sido torturado para forzarlo a redactar una «autocrítica» abominable:
Yo he difamado, he injuriado constantemente la Revolución, con cubanos y con extranjeros. Yo he llegado sumamente lejos en mis errores y en mis actividades contrarrevolucionarias […] Porque yo he querido identificar determinada situación cubana con determinada situación internacional de determinadas etapas del socialismo que han sido superadas en esos países socialistas, tratando de identificar situaciones históricas con esta situación histórica que nada tiene que ver con aquellas.[iii]
Una amplia versión de su intervención la noche del martes 27 de abril en la Uneac sería difundida por Prensa Latina en un intento, sin duda infeliz, de dejar saldado el asunto con las autoinculpaciones de Padilla.[iv]
En realidad, en una actuación minuciosamente preparada, Padilla había representado una parodia caricaturesca de los procesos de Moscú de los años 30, que contenían, como ingrediente esencial, la confesión de las culpas del acusado y la denuncia de otros «traidores».
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