para Claudia
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Lo despertó el disparo. Estaba soñando con Marilyn cuando el ruido lo hizo ponerse en pie y salir a otear la densa atmósfera de la ciénaga. El aire le trajo un olor punzante, ácido; como si toda el agua del mundo se hubiera podrido y los árboles y las piedras empezaran a descomponerse en un marasmo de musgos, humedad y helechos destrozados.
Ahora no estaba solo. Un cazador y un perro lo miraban, mientras sobre la hierba una paloma agonizaba con los ojos definitivamente en fuga y las alas entreabiertas. Él quiso hablar, huir, gritar, correr hacia las rocas, pero el viejo de la escopeta lo amenazó y le ordenó que se sentara en un tronco. Ulises comprendió que todo había terminado, que su vida dependía de la voluntad de aquel cuya mirada se le antojaba un enigma, porque tenía los ojos claros y grandes como decir un charco de agua.
El perro, que no cesaba de ladrar, quiso acercársele y el viejo lo mandó a callar con un grito. Después le acarició la cabeza y el animal fue y le alcanzó la paloma dócilmente. El cazador registró el cuerpo del ave, calculó su peso con un movimiento de la mano y la dejó caer en un jabuco donde había otros pájaros muertos. El muchacho vio que del bolso goteaba una sangre espesa y seguramente dulce. Asesino, pensó, y se viró de espaldas.
Dos años atrás, Ulises había tenido una experiencia similar. Estaba en casa de su abuela, cuando la prima Daisy lo llamó a través de la claraboya del sótano y le enseñó los despojos de un gato trucidado. Sintió náuseas y cerró de un golpe la ventana. Pero la prima se encargó de provocarle aún más la repugnancia. «Hoy te lo sirvo en el almuerzo», gritó desde el pasillo. Y a los veinte minutos Ulises vio entrar la cabeza lanuda y blanquinegra, primero, y después la ensalada de col y tomates rodeando el pernil rojo. El arroz era azul porque a Daisy le gustaban los colores fuertes. «En tecnicolor», dijo ella, y rió sarcásticamente.
A la prima le fascinaban también las canciones de Nat King Cole, sobre todo su versión de Hojas muertas. Tenía la colección completa de sus discos, y tarde a tarde el muchacho se sentía obligado a escuchar aquella voz que salía potente como un trueno por las bocinas del estéreo. La abuela, en cambio, ni siquiera sabía que Ulises continuaba encerrado en el sótano. Ella era sorda y ciega, y cuando se le ocurría preguntar por él, Daisy le respondía que estaba en Miami estudiando arquitectura. «Tío Luis escribió y dice que está gordo», agregaba indefectiblemente, pero tan bajo que la anciana nunca la escuchaba. Si acaso, para tranquilizarla, leía pasajes de una carta imaginaria en que se hablaba del Cañón del Colorado y de William Holden, el amor de su vida.
Ahora Ulises volvía a pensar en su prima. La tenía ante sus ojos, con el pelo y las manos sucias, lustrosas por la manteca y las pomadas. Estaba toda ella, y con ella el gato y la sangre, la sangre y la música, la música y la paloma muerta, y en los contornos la penumbra y las cuatro paredes de la habitación. Y en las paredes, las fotos de Marilyn.
Todo giraba en su memoria: el techo se movía, las aspas del ventilador se tornaban blandas; las fotos alineadas en secuencia trasmutaban el rostro de la joven, y Marilyn quería besarlo, y Marilyn reía, lo miraba pícaramente, le mostraba los muslos, la entrada de los senos, se abría el ropón, se lo quitaba (qué desnudez, qué pelo el suyo); él la quería, la odiaba; ella guiñaba un ojo y él no podía besarla: él era un niño y ella una mujer. Y su padre de él hablándole de Cuba, de las palmeras y de Varadero, del yate y los corales, allá en Long Island durante el encuentro casual que tuvieron después del viaje de ella a Londres. «Éste es mi hijo, mi heredero…». Y ella autografiándole el bolsillo de su mejor pulóver. Todo giraba, era otra vez el caos: Daisy y el gato, Nat King Cole y su voz, su voz de borracho, la abuela sorda, ciega y, de pronto, desafiantes, la escopeta y el viejo, el perro y sus colmillos, el cazador y el cazador y el cazador y el arma… «¡Imbécil!, gritó Ulises, por tu culpa…».
El hombre quedó atónito. Siempre creyó que el muchacho era totalmente inofensivo. Dio dos pasos atrás y le apuntó al pecho: «Estáte quieto, que yo soy Valo Cruz y a mí nadie me madruga en este mundo». Ulises lo miró con odio, como si deseara su muerte, pidiéndole a Dios que lo carbonizara un rayo. Después volvió a sentarse sobre el tronco. «Pendejo, coño», murmuró el cazador.
El perro empezó a ladrar de nuevo. «Tranquilo, Pantera, tranquilo», y el hombre le pasó la mano por el lomo. Un pájaro se movió allá arriba, en la copa de un jagüey. El viejo lo buscó hasta que lo tuvo en la mirilla; sonó el disparo y el ave, una lechuza, cayó de bruces contra el agua encharcada y maloliente. «Yo nunca fallo», advirtió. «Ni aquí, ni en Girón, ni en el Escambray. Nunca». El muchacho sintió una vez más aquella su sensación de miedo: le sudaban las manos, calor y frío al mismo tiempo y, sobre todo, deseos, muchos deseos de llorar y de llamar a su padre. «Alone», se dijo, pero el cazador estaba entrenado en el silencio: «Habla cristiano, aquí nadie entiende esos lamentos».
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Sudo. Papá salió y nadie sabe de él. Estamos Daisy, la abuela y yo solos. Un amigo llamó a Daisy y le dijo que su tío, que es mi padre, está en Key West camino de Miami. Todos los amigos de papá se han ido, sólo quedan los Grey Santos y los hijos de Benny Salazar. Seguro que mi padre también se fue. Allá, tan lejos. Pero él conoce, él sabe, él ha vivido en Nueva York. Por eso me llamó el viernes y me dijo: «No vayas más a la escuela. El año próximo sigues estudiando en Maryland». Y yo no he ido, qué va, desde ayer hay dos negros sentados en primera fila. Pancho se llama el más prieto y Jesús María el otro, el de los tenis blancos.
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Leo. Leer es mi única posibilidad de olvidar. Ella está arriba, oyendo a Nat King Cole, y la abuela mirando hacia la puerta a ver si papá llega. No para verlo, sino para sentirlo en la frente con un beso. Por mucho que me busquen no me encontrarán; mi padre hizo este sótano pensando en la derrota y en la guerra. Aquí tiene la vajilla, los relojes de pared, el escudo familiar, los bisontes dorados que compró en New Jersey, las joyas de la abuela. Aquí están el oro y la plata en su esplendor de sombras, el bronce, los cubiertos, las copas falsas y las verdaderas, la porcelana, los trajes de montar, los abrigos de piel y los pasadores con diamantes. El oso gris, el pardo, las pinturas y los marcos traídos de Madrid, comprados en Holanda, diseñados en Francia, y como testigo mudo la cabeza de venado con un zafiro en cada ojo. Sólo entra la música: Nat King Cole soñando en las bocinas (el tiempo cruel, hojas muertas que revivirán). Y pensar que papá estuvo aquí durante horas; «enclaustrado y feliz», decía; pesando el oro, urdiendo su victoria. Y ahora lejos, ausente y solitario. Y yo encerrado por este juego inútil. Y la voz de Daisy diciéndome: «No rompas nada, recuerda que soy la Diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco». Diez días y sigo sin ver el sol, sin jugar en el jardín, sin escuchar la vida.
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La tensión empezaba a disminuir. Ulises parecía resignado a aceptar su destino y el viejo cazador bebía lenta y parsimoniosamente un poco de café. «¿Quieres?», invitó al muchacho. «Sí, hace muchos años que no lo pruebo». El perro también descansaba, toda la mañana la había pasado corriendo tras las voces de mando de su dueño. Ahora estaba echado sobre un montón de hojas secas y observaba al joven con cierta indiferencia en la mirada. El agua, quieta, y el sol como si fuera agosto.
«¿Cuál es tu gracia, hijo?», preguntó de improviso el cazador. «Ulises, señor, Ulises Valdés Triana». «¿Y cómo llegaste hasta aquí?» «Corriendo, durante el día me acostaba en los potreros y en la noche avanzaba». «Increíble», musitó el viejo. «Sí, nadie me vio. Ella me guiaba», y le mostró una foto de la rubia. Valo Cruz observó que la cartulina, manoseada y sucia como estaba, tenía una mancha de sangre al dorso de la imagen. «Vaya…», dijo incrédulo, para después fruncir ligeramente el ceño. Mientras tanto, el muchacho volvió a guardar la foto y después comenzó a lanzarle piedrecitas al pantano. «¿Y tu familia?» «Papá está en Miami, señor, mamá murió el mismo día en que yo nací». «Ah», rezongó el viejo y agregó: «Entonces la cosa se complica». «Los negros, señor, ellos tienen la culpa de todo». «¿Eh?», dijo el cazador e hizo un gesto que denotaba incomprensión. «Mira», se interrumpió a sí mismo, «después le cuentas eso a la policía. Yo no entiendo nada». Ulises sacó la foto de Marilyn y se dispuso a contemplarla. El miedo, no obstante su interés en ocultarlo, lo hizo estremecerse. Valo Cruz pensó que todo era muy raro. El perro levantó la mirada.
A lo lejos se escuchó el sonido de un motor y el cazador creyó ver que al muchacho le impacientaba la idea de que alguien más pudiera descubrirlo. «No te asustes», le dijo, «es la turbina de los Manso». Ulises continuó hablando de la rubia. Dijo que en su encierro había encontrado las revistas con las fotos y que si no llega a ser por ellas, se suicida. «Papá guardaba en el sótano las cosas que más quería. Allá arriba», y señaló hacia el jagüey, «tengo cinco Bohemias viejas. ¿No las va a ver, señor?» Valo Cruz dijo que no y encañonó al muchacho: «Deja eso, lo tuyo es un enredo».
El hambre y el tedio empezaron a impacientar al cazador. Desde hacía varias horas no probaba bocado y tuvo la impresión de que el otro también necesitaba comer algo. Por eso, mientras se acordonaba un zapato, dijo con indudable premura: «Lo mejor sería que asáramos un par de palomas». «No, prefiero los peces», respondió Ulises, y le mostró al viejo la vereda que conducía hacia un canal cercano: «ahí hay muchos, señor».
El cazador invitó al joven a llegarse al canal. Le dijo que marchara delante porque todavía no estaba seguro de quién era ni qué hacía verdaderamente en la ciénaga. Ulises estuvo de acuerdo. Cuando lo vio caminar, Valo advirtió que al joven le caía el pelo sobre los hombros y que sus ropas raídas le conferían un aspecto desaliñado y triste. Tendría unos veinte o veintidós años y, por encima de todo, padecía una delgadez rígida y un andar pausado, como si pesara demasiado o no pesara nada.
Al llegar al brazo de agua, el viejo señaló un arbusto y le ordenó: «Siéntate ahí, que ahora hace mucho sol». Luego buscó en su alforja y sacó un anzuelo, una cuerda de nylon y una lombriz de goma. El muchacho descansó la cabeza sobre las rodillas y respiró acompasadamente. «Esta poceta está llena de biajacas», comentó el cazador mientras miraba el fondo del canal. Ulises tuvo un leve presentimiento de que podía escapar; sin embargo, ya Valo Cruz levantaba el primer pez y decía: «A guayaba y pescado se vive en esta ciénaga. Yo la conozco como si fuera mi mujer; la he caminado más de mil veces». Ulises sonrió. Cierto que no había nadie en los alrededores y que aquel hombre no lo trataba como a un prisionero, pero cómo evadir su astucia y su mirada. Por sí o por no, decidió ayudarlo a cocinar los peces. La charamusca ardía y las biajacas, blandas y carnosas, empezaban a dorarse sobre el fuego.
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Cuando Ulises y Valo Cruz hicieron su entrada en el parque, ya Güines dormía. El viaje había sido largo y el tractorista era joven y estaba ansioso por volver a Voisin. Cada bache era un tormento y cada tormento un suplicio para los huesos, cansados de tanto trajinar en la ciénaga. Sólo en muy pocas ocasiones pudieron hablar. El muchacho se había interesado por los nuevos lugares que se sucedían a su paso. El cazador se limitaba a mencionar sus nombres y a veces agregaba: «También lo hizo la Revolución». Por momentos, Ulises tuvo la certidumbre de que había estado muerto. «Este viejo está loco», pensó.
Ahora atravesaban el parque en silencio. El cazador iba delante con la cabeza erguida y la escopeta enfundada. «No quiero que te crean prisionero», le había dicho al joven. «¿Y qué va a ser de mí, señor?» «Nada, si estás mal te curarán enseguida; si no, vas a tener que explicar muchas cosas». «Pero yo le di un solo golpe, señor, a lo mejor está viva». «Ojalá», masculló el viejo, «a las personas dormidas nunca se les da…»
Mientras caminaba, el muchacho se repetía las últimas palabras del cazador. Daisy muerta y todo sería diferente para él. Únicamente lo consolaba recordar, tratar de reconstruir su salida de la casa, pensar en los excesos de su prima: ella que me dejó encerrado, me hizo comer lo que no comía, me hizo sufrir, me hizo llorar… Una mujer saludó al cazador. «¿Qué hay, Lupe?», respondió él y siguió de largo. Ulises le preguntó quién era y por qué tenía un brazalete rojo. «Mi comadre, está hoy de guardia», explicó el otro. Después de almuerzo, allá en la ciénaga, el viejo le había contado que él y su mujer eran cederistas y que por lo mismo no se explicaba cómo pudo ocurrirle algo así. «¿En pleno Fontanar y nadie te encontró? Eso es mentira».
El Oficial de Guardia tampoco pudo creer lo que escuchaba. «Espérense, voy a buscar al Jefe de la Unidad», dijo, y se internó en una oficina contigua. Cuando el Teniente supo que allí estaba Valo Cruz acompañado de un extraño, evocó enseguida los días del Escambray y la voz firme de Tomassevich. «Se repite la historia, y yo que creía…». Salió al vestíbulo y abrazó al cazador. El muchacho pensó en su prima Daisy. El viejo colocó el jabuco y la escopeta en un rincón de la habitación. El Teniente saludó a Ulises, y éste, como si su vida comenzara una vez más, enfrentó temeroso el interrogatorio. «¿Y éste quién es, Valo? ¿De dónde lo sacaste?»
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Todo, mujer, todo se lo preguntamos. El Teniente, Ulises y yo alrededor de una mesa. Imagínate, hubo un momento en que tuvimos que parar y salir a fumar al patio. Yo estaba mareado, y lo interesante es que él nunca respondía igual. A veces decía que su padre era bueno y otras que le pegaba demasiado. A mí siempre me ha parecido que está enfermo. Tiene que estarlo, porque si no cómo voy a explicarte lo que hablaba. Mira, cuando yo le dije: «A ver, ¿dónde está tu carné de identidad?», qué crees que me respondió: sencillamente se echó hacia atrás en la silla y se puso a cantar en otra lengua. Te digo que está mal. El Teniente lo miraba, ¿no?, tú sabes que él conoce su oficio. Figúrate que una vez estábamos hablando de los barcos madres («¿De qué?»), sí, chica, de la CIA, y el muchacho se nos echó a llorar. No sé, lo único que decía era: «Papá, traigan a papá». Hubo que parar, y a todas éstas sin saber nada de su prima, que a lo mejor ya estaba muerta. Así estuvimos hasta que llegó de La Habana el mensaje. ¿Y a que tú no sabes lo que decía el mensaje? Fue peor, te digo que fue peor el remedio que la enfermedad: «Negativo. Ulises Valdés Triana vive en Estados Unidos con su padre. Prima Daisy desapareció». Entonces sí que no pudimos más. Los médicos siguieron. Yo fui a ver a Justino y me tomé tres líneas de aguardiente sin parar. Y válgame Dios que se acabó el Pinilla…
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Te digo que es un sueño, vieja. Qué va, tú no tienes idea. Pasas la vida aquí, metida en la cocina. Yo te lo he dicho: Luisa, tienes que salir, vete a La Habana, pásate un mes con tus hermanos, pero tú no me haces caso. Mira, yo por dejar una semana de cazar, no voy a morirme. A lo mejor hasta te llevan al hospital y te curan la renguera. Cuando sea la próxima visita, vas conmigo. Él está en el pabellón de los mejorcitos, de los que pueden recuperarse todavía. Claro, cuestión de años, ¿no? Lo suyo es complicado. Dice el portero que la mente es como un hilo: una vez que se quiebra siempre queda la huella del empate. Por eso tienes que ir rápido, va y ni lo coges ahí. Está desconocido: lo pelaron, lo afeitaron, le dieron ropa limpia. Si no es porque él me reconoce, yo me quedo esperándolo la tarde entera. Lo malo que todavía sigue pensando en Marilyn. Hubo que darle otra vez la foto. El Teniente me dijo que de La Habana habían pedido especialmente que él y yo fuéramos. Tú sabes que a mí no me gustan los hospitales, pero a una cosa así, tan importante, uno no puede negarse. Yo soy casi como su padre. Me dio un beso cuando me vio, y enseguida me preguntó por ti. Él te conoce, en la ciénaga hablamos mucho. El flan, el flan fue lo que más le gustó. Se lo comió enseguida. Ahora me dijo que por qué no le habías mandado otro. Él piensa que la cuestión es llevarle comida. Dice que se olvidó del sabor de los helados. Que le llevara un Banana no sé qué. Dime tú, habrá que preguntarle a Justino. En la clínica yo me sentí mejor, pero allá en el hospital no, allí uno no conoce a nadie, hay más control. Te revisan en la puerta. Fíjate, me quitaron el cuchillo. Lógico, a mí y a nadie más que a mí se le ocurre llevar un arma como ésa a un hospital de enfermos mentales. Bueno, tú sabes, sin ese cuchillo yo no soy Valo Cruz. Aquí en Güines sí me dejan, pero en La Habana no, yo lo llevaba por fuera. Una provocación. No, pero me lo devolvieron a la salida. El portero puso los ojos así cuando le dije que al cuchillo no podía pasarle nada porque si yo no tenía hijos era, entre otras cosas, porque había dedicado demasiado tiempo a la cacería y a las armas. Yo sé, yo sé que ahí no se pierde nada, pero nunca está de más decir las cosas como uno las piensa. Qué contento se veía el muchacho, Luisa. La ambulancia que lo trasladó se fue enseguida. Ya todo estaba palabreado. Lo recibió una comisión. A mí también, me dieron la mano y me miraron a los zapatos nuevos. Figúrate, como diez doctores y enfermeras saludándome. Y bonitas, las enfermeras esas son muy bonitas… Hay una que parece… («Valo, déjate de satería que ya tú no das ni la hora»). Qué te crees tú, cada vez que como jaiba entomatada, canto bajito. Tú lo sabes. En fin, que lo ingresaron y dicen que lo van a curar. Dios los oiga.
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Tú mismo te metiste. Y solito, porque yo no te dije que te escondieras allá abajo. Desde que tío se fue, andas con la manía de buscar la combinación para entrar al sótáno. Yo te lo advertí: «Ulises, no sigas, la única que sabe cómo entrar y salir del sótano soy yo. Tu padre no quiere que bajen». Pero no entiendes, nunca has entendido, y tanto diste hasta que encontraste la manera de abrir la claraboya. Ahora estás allá abajo y no voy a sacarte. Después de todo, a mí me conviene que desaparezcas. El dineral que hay ahí no va a ser de esta gente. Jódete. Hace dos días que tío se fue y no voy a permitir que se conozca su misterio. Es todo lo que nos queda. Ya no hay canasta party, ni tertulias, ni viajes de ida y vuelta por el mundo, ni visitas a Palacio, hasta los criados se marchan. Ulises, lo perdimos todo. Y tú siempre en la bobería, en la perenne desazón, como decía tu padre. Para ti no hay problemas, desde chiquito eres igual. «Marilyn, Marilyn, Marilyn», quedaste prendado de la rubia; ella y DiMaggio, ella y Miller, y tú en las nubes, imbécil. Sí, me estás llamando, no te oigo, pero lo sé. Escúchame, Ulises: Soy yo por el intercomunicador. No rompas nada. Recuerda que soy la diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco. ¡Abuela, no jodas más, coño, ya voy a darte la comida!
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¿Cuántas patas tiene el gato? Una, dos, tres y cuatro. La manzana se pasea de la sala al comedor: no me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor…Ya te lo había dicho, gatito: no sigas maullando en mi ventana. Por eso te reventé contra el almendro. A Ulises nunca le han gustado los gatos, se lo voy a enseñar. Hoy te lo sirvo en el almuerzo. Canta, King, canta, que tenemos fiesta. Bien alto, volumen, mucho volumen. Jódete, Ulises. Ya sé que me rompiste el collar. Allá tú, cada vez que me rompas algo, te voy a hacer sufrir. Soy tu dueña, tengo un muerto que vive. Ni los fumigadores te encontraron. Le dieron la vuelta a la casa y no te descubrieron. Sólo yo puedo sacarte. No me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor. Siete años encerrado; parecerás una rana.
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No, todavía no le han dado el alta. Sigue con el problema ese de Marilyn, no se le quita de la cabeza. El médico me estuvo explicando, pero ya sabes que a veces no hay quien los entienda. Lo que yo saqué de la conversación es que padece una manía que le da vueltas y no le sale del cerebro. También fueron muchos los años que pasó encerrado. Nueve, ¿te imaginas? Con nueve años sin ver el sol ni un día, respirando aire acondicionado y viento de ventiladores, cualquiera pierde no digo yo la memoria, hasta la vista; bastante bien está. Ahora anda con espejuelos. Si no fuera por la rubia y el remedo del Quincol ese, estoy seguro de que lo mandaban de vuelta a la casa. Fíjate si va mejorando, que hoy me presentó a Marilyn, que en realidad se llama María Eugenia, y ella, tan simpática, se volvió sonriente y me dijo: «Encantada, a Usted debo la salvación de Frank». «¿De Frank?» «Sí, de Frank Sinatra, ¿no lo ve?» Así le dice. Qué graciosa, ella también salió de un agujero.

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