A pocas horas de que se cumplan 135 años del fallecimiento de Carlos Marx, publicamos una de las cartas más reveladoras y deslumbrantes de su vida --y de la Historia toda--, escrita a su padre en 1837, cuando apenas contaba con 19 años de edad. Al leerla, no resulta difícil vislumbrar la futura grandeza de su autor, quien, junto a Federico Engels, edificaría el más importante monumento del saber filosófico con que se abre y ensancha eso que, en tiempos de mayor sosiego, solíamos llamar la Modernidad. Otros textos relacionados con su obra e impronta, han aparecido en este blog anteriormente. El legado de Marx no debería ser fiesta de un día ni rutina de siempre.
Tréveris, Berlín, 10 de noviembre de 1837
Querido padre:
Hay en la vida momentos que son como hitos que señalaran una época ya transcurrida, pero que, al mismo tiempo, parecen apuntar decididamente en una nueva dirección.
En estos momentos de transición nos sentimos impulsados a contemplar, con la mirada de águila del pensamiento, el pasado y el presente, para adquirir una conciencia clara de nuestra situación real. Hasta la mirada universal parece gustar de estas miradas retrospectivas y pararse a reflexionar, lo que crea, muchas veces, la apariencia de que se detiene o marcha hacia atrás, cuando, en realidad, no hace más que reclinarse en su sillón para tratar de ver claro y penetrar espiritualmente en su propia carrera, en la carrera del espíritu.
Pero, en esos momentos, el individuo se deja llevar por un sentimiento lírico, pues toda metamorfosis tiene algo del canto de cisne y es, al mismo tiempo, como la obertura de un gran poema que se inicia y que trata de cobrar forma en confusos y brillantes colores; y, sin embargo, en estos momentos, querríamos levantar un monumento a lo que ya hemos vivido y recuperar en la sensación el tiempo perdido para actuar, ¿y dónde encontrar un lugar más sagrado para ello que en el corazón de nuestros padres, que son el más benévolo de los jueces, el copartícipe más íntimo, el sol del amor cuyo fuego calienta el centro más recóndito de nuestras aspiraciones? ¿Cómo podrían encontrar reparación y perdón más completos las muchas cosas poco gratas o censurables en que se haya podido incurrir que viéndolas como las manifestaciones de un estado de cosas necesario y esencial? ¿Dónde encontrar, por lo menos, un camino mejor para sustraerse a los reproches de un corazón irritado al juego, no pocas veces hostil, del azar, de los extravíos del espíritu?
Por eso, si ahora, al final de un año pasado aquí, echo la vista hacia atrás, para evocar lo que he hecho durante este año, contestando, así, queridísimo padre, a tu muy amada carta de Ems, debes permitirme que me detenga un poco a contemplar cómo veo yo la vida, como la expresión de un afán espiritual que cobra forma en todas las direcciones, en los campos de la ciencia, del arte y de los asuntos privados.
Cuando os dejé, se había abierto para mí un mundo nuevo, el mundo del amor, que era, en sus comienzos, un mundo embriagado de nostalgias y un amor sin esperanza. Hasta el viaje a Berlín, que siempre me había encantado y exaltado, incitándome a la intuición de la naturaleza e inflamando mi goce de la vida, me dejó esta vez frío y visiblemente disgustado, pues las rocas que veía no eran más sombrías ni más abruptas que los sentimientos de mi alma, las animadas ciudades no palpitaban con tanta fuerza como mi misma sangre, ni las mesas de las hosterías aparecían tan recargadas de manjares más indigeribles que los de mi fantasía. Y el arte, por último, no igualaba ni de lejos en belleza a mi Jenny.*
Al llegar a Berlín, rompí todas las relaciones que hasta entonces había cultivado y me dediqué con desgano a visitar lugares raros, tratando de hundirme en la ciencia y en el arte.
Dado mi estado de ánimo, en aquellos días, tenía que ser la poesía lírica, necesariamente, el primer recurso a que acudiera o, por lo menos, el más agradable y el más inmediato, pero, como correspondía a mi situación y a toda mi evolución anterior, puramente idealista. Mi cielo y mi arte eran un más allá tan inalcanzable como mi propio amor. Todo lo real se esfuma y los contornos borrosos no encuentran límite alguno; ataques a la realidad presente, sentimientos que palpitan a todo lo ancho y de modo imperfecto, nada natural, todo construido como en la luna, lo diametralmente opuesto a cuanto existe y a cuanto debiera ser; reflexiones retóricas en vez de pensamientos poéticos, pero tal vez también cierto calor sentimental y la pugna por alcanzar determinado brío: he ahí todo lo que yo creo que se contiene en los tres primeros volúmenes de poemas que he enviado a Jenny. Toda la profundidad insondable de un anhelo que no reconoce fronteras, late aquí bajo diversas formas, haciendo de la «poesía» un mundo sin horizontes ni confines.
Pero, claro está que la poesía no podía ser, para mí, más que un acompañamiento, pues tenía que estudiar jurisprudencia y sentía, ante todo, la necesidad de ocuparme de la filosofía. Y combiné ambas cosas, leyendo en parte a Heineccius, Thibaut y las fuentes, sin el menor espíritu crítico, simplemente como un escolar, traduciendo, por ejemplo, al alemán los dos primeros libros de las Pandectas y tratando, al mismo tiempo, de construir una filosofía del derecho que abarcara todo el campo jurídico. Bosquejé como introducción unas cuantas tesis metafísicas e hice extensivo este desventurado opus al derecho público, en total un trabajo de cerca de trescientos pliegos. Seguir leyendo CARLOS MARX: CARTA A SU PADRE (escrita a los 19 años de edad)