MAGDA RESIK AGUIRRE
Hombre gentil, con un rostro que emanaba ternura y agudeza de pensamiento, fue sin dudas el gran poeta Eliseo Diego o Eliseo Julio de Jesús de Diego Fernández-Cuervo. Recuerdo la primera impresión de su persona ―de esas que duran para siempre― cuando se inclinó ante la poetisa Dulce María Loynaz, en su casa de El Vedado, para besarle la mano en hermosa reverencia.
En mi juventud temprana, no comprendía del todo la significación de esa escena de la cual tuve el privilegio de ser testigo en julio de 1993: el primer encuentro entre dos grandes de la literatura cubana y universal porque, aunque puede parecer insólito, a esas alturas de la vida adulta se habían leído mutuamente, pero nunca se habían encontrado.
En lo que sí me acompañó la osadía fue en solicitarle de inmediato una entrevista al autor de En las oscuras manos del olvido, Divertimentos y En la calzada de Jesús del Monte, entre otras producciones poéticas inolvidables. Justo cuando se hizo pública la noticia de que, entre 195 escritores de todo el mundo, un cubano recibía el premio Juan Rulfo, tercero en importancia después del Nobel y el Cervantes, el galardonado Eliseo encontró tiempo para la entonces reportera de Juventud Rebelde.
Su despacho, repleto de objetos maravillosos y libros por doquier, fue el escenario elegido por el también magnífico ensayista. Inició en la profunda comodidad de ese espacio el anecdotario que, a modo de libro, prometió tributar en varias entregas a la entrevistadora. No he conocido a alguien que supere a Eliseo Diego en esa exactitud matemática para emplear el vocabulario. Al transcribir sus declaraciones comprendí que no había necesidad de editar frase ni giro alguno, pues la poesía impuso una síntesis perfecta a su oralidad.
Eliseo Diego, de quien celebramos este año su centenario, era como un habitante del Tiempo. El universo todo fue su espacio para la inspiración, y los grandes escritores de otros siglos podían ser en el XX sus buenos amigos. Las palabras eran su medio natural, vueltas verso íntimo y lirismo infinito, hechas prosa que fluía en sustancioso anecdotario.

Las mujeres fueron siempre muchachas para Eliseo, persona de cumplidos naturalísimos. Era de la estirpe de quienes no esconden la bondad a pesar de los más de sesenta años que tenía para la fecha. Sus libros resultaban para él tesoros de tanto valor como las fotografías familiares que acomodaba en cualquier rincón del cuarto donde escribía: un recinto en el que ocupaban lugar los sillones, sillas y armarios que salieron de la mueblería de su padre, y toda clase de figurillas, cuadros, papeles y pipas que se mantenían erguidas en jarras de barro.
No tuvo mucha suerte para los premios y nunca escribió pensando en ellos. Se negó a ingresar en la Real Academia Española, aun cuando mucho le insistió Dulce María, quien se desempeñó como presidenta de esa institución universal en Cuba. Solía justificarse Eliseo con la frase de otro inmenso poeta que también fue su amigo, sin haberlo conocido: “de las Academias líbreme Dios”, una expresión bastante usada por el nicaragüense Rubén Darío.
El que a continuación de seguro disfrutarán fue un diálogo trunco, un anecdotario que él pensó siempre estaría inconcluso, aun cuando habíamos planificado plasmarlo en un libro extenso. El intercambio comenzó una tarde de noviembre… o mejor, inició cuando en la universidad los poemas de Eliseo llenaron vacíos insospechados y que, gracias a Dios, como solía decir el amigo poeta, continuará por los siglos de los siglos mientras exista para los hombres esa necesidad de nombrar las cosas.
ANÉCDOTA PRIMERA: DE CÓMO EL POETA ENTIENDE A LA POESÍA
¿Qué no haría Eliseo Diego con la poesía?
No tengo certeza ninguna sobre esos temas, por eso he escrito un libro que se llama El libro del quizás y de quién sabe. Lo que uno no debe hacer es proponerse hacer una poesía de amor, sino esperar a estar enamorado y tener la necesidad de expresarlo. Se necesita la paciencia y la astucia del cazador. Paciencia para esperar a que se presente la presa y astucia para atraparla. Porque la poesía se presenta siempre donde menos se la espera, desde adentro, como una criatura.
El poeta trabaja con palabras. No hay nada más huidizo y fugitivo que la palabra humana. Son palabras que tienen sentido. Las mismas que usamos para hablar y conversar. Las mismas que usamos para insultarnos.
Ellas son un poquito como las mujeres, que no se sabe cómo van a reaccionar en un momento determinado. A veces crees que están diciendo una cosa y ellas están enseñando otro costado, expresando lo que tú no quieres decir. Entonces se ríen de ti.
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