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LOS HUESOS DE POE. PAUL AUSTER

El 26 de noviembre de 2017, el novelista norteamericano Paul Auster inauguró el Salón de Literatura de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, donde recibió la medalla Carlos Fuentes. Estas fueron sus palabras entonces.

Diálogo con Paul Auster en la 31 Feria Internacional del Libro de Guadalajara. 25 de noviembre, 2017. © Cortesía FIL Guadalajara / Natalia Fregoso

PAUL AUSTER

Siempre que pienso en Edgar Allan Poe, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de la ceremonia inaugural de su tumba en Baltimore en 1875. Poe había muerto en 1849, veintiséis años antes, y como todo el mundo sabe, las circunstancias de su muerte fueron bastante horribles y misteriosas: los últimos y tristes años de su vida, que incluyeron el fallecimiento de su mujer, la finalización de su obra maestra, Eureka, más la desesperada y patética búsqueda de una nueva esposa —numerosas proposiciones a mujeres a todo lo largo de la Costa Este, todas ellas rechazadas— y luego un viaje a Richmond, en Virginia, el lugar donde había pasado la juventud, para dar una conferencia que fue bien acogida y que le sirvió de estímulo para empezar a pensar en instalarse en su ciudad natal, y por último, la extraña e inexplicable borrachera en Baltimore, donde murió en el arroyo a los cuarenta años. Todos esos hechos son bien conocidos, pero no tanto lo que ocurrió después. La tumba en la que enterraron a Poe permaneció sin nombre durante varios años. Finalmente, uno de sus primos, Neilson Poe, consiguió dinero para encargar una lápida; pero entonces, en uno de esos giros que el propio Poe podría haber imaginado, la lápida casi terminada quedó hecha añicos cuando un tren descarriló y cayó en el taller del marmolista que llevaba a cabo el trabajo.

Neilson no podía pagar otra lápida, de modo que el pobre Poe languideció en su anónima fosa durante dos décadas más. A medio camino de ese purgatorio, un grupo de maestros de Baltimore empezó a recaudar dinero para una segunda lápida, y al cabo de diez largos años la losa quedó finalmente acabada. Para celebrar el acontecimiento —después de exhumar y volver a enterrar los restos de Poe—, se ofició una ceremonia en el instituto Western Female de Baltimore. Se invitó a los principales poetas norteamericanos de la época pero, uno por uno, todos acabaron declinando la invitación: Longfellow, Holmes, Whittier y otros cuyos nombres ya han pasado al olvido. Al final, solo un poeta se dignó honrar con su presencia al instituto Western Female, el más grande de los poetas norteamericanos, según resultó, un hombre cuya reputación tal vez no fuera menos “peligrosa” que la de Poe: Walt Whitman, de Nueva Jersey.

Cinco años después, en 1880, Whitman escribió una breve reseña sobre Poe para un libro que finalmente se publicó con el título de Specimen Days. El capítulo, titulado “Importancia de Edgar Poe”, incluye un fragmento de un artículo publicado en The Washington Star sobre la asistencia de Whitman a la ceremonia en memoria de Poe en noviembre de 1875: “Estando de visita en Washington por entonces, ‘el viejo canoso’ se acercó a Baltimore, y aunque enfermo de parálisis, consintió en subir renqueando al estrado y sentarse en silencio, si bien se negó a pronunciar discurso alguno, alegando lo siguiente: ‘He sentido un fuerte impulso de acercarme para estar hoy aquí en memoria de Poe, y lo he obedecido, pero no he sentido el mínimo impulso de pronunciar un discurso que, mis queridos amigos, también debe ser obedecido’. En un círculo informal, sin embargo, durante una conversación después de la ceremonia, Whitman dijo: ‘Durante mucho tiempo, y hasta épocas recientes, he sentido desagrado por los escritos de Poe. Para la poesía, yo quería, y sigo queriendo, el brillo de un sol límpido, el soplo de aire fresco —la energía y la fuerza de la salud, no del delirio, ni siquiera entre las pasiones más tempestuosas—, siempre con el trasfondo de la moral eterna. Sin cumplir tales requisitos, el genio de Poe ha conquistado sin embargo un reconocimiento especial, y yo he llegado a admitirlo plenamente a mi vez, y a apreciarlo, a él también’”.

Si Whitman fue el único poeta importante que asistió personalmente a la ceremonia, hubo otro que estuvo allí en espíritu —o al menos así es como lo recordaría años más tarde—, lo que viene a ser igual de importante, en mi opinión, si no más. Me refiero a Stéphane Mallarmé y a su exquisito poema, “La tumba de Edgar Poe”. En realidad, el poema fue un encargo posterior a la ceremonia de Baltimore para un volumen conmemorativo de Poe, realizado por una tal Sarah Whitman, sin relación con Walt, sino más bien una de las novias de Poe de los últimos meses de su vida, que durante muchos años trabajó con diligencia para mantener viva la fama del poeta.

El poema de Mallarmé, que tradujo la propia señora Whitman, resultó ser la única contribución extranjera al volumen, y encuentro sumamente interesante que el colaborador hubiese sido Mallarmé, sin duda el poeta francés más importante de la época, y el único —junto con Whitman— que continúa ejerciendo cierta influencia en los poetas de hoy día.

La tumba de Edgar Poe

Tal como al fin el tiempo lo transforma en sí mismo,
el poeta despierta con su desnuda espada
a su edad que no supo descubrir, espantada,
que la muerte inundaba su extraña voz de abismo.

Vio la hidra del vulgo, con un vil paroxismo,
que en él la antigua lengua nació purificada,
creyendo que él bebía esa magia encantada
en la onda vergonzosa de un oscuro exorcismo.

Si, hostiles a las nubes y al suelo que lo roe,
bajorrelieve suyo no esculpe nuestra mente
para adornar la tumba deslumbrante de Poe,

que, como bloque intacto de un cataclismo oscuro,
este granito al menos detenga eternamente
los negros vuelos que alce el Blasfemo futuro.

(Traducción de Mauricio Bacarisse)

Pero ese poema no fue la única relación de Mallarmé con Poe. A partir de 1862, cuando solo tenía veinte años, Mallarmé había empezado a traducir al francés los poemas de Poe; proyecto en el que seguiría trabajando hasta 1888. En 1883 se publicó por primera vez en francés “La tumba de Edgar Poe” —como parte de un ensayo de Verlaine sobre Mallarmé— y fue entonces cuando Mallarmé confundió los hechos y escribió a Verlaine que el poema se había leído en la ceremonia de Baltimore en 1875. Mallarmé, hombre de lo más escrupuloso y honrado, no habría cometido tal error a propósito. La única explicación es que verdaderamente creía que así había sido; lo que sirve para poner de relieve la profundidad de su apego inconsciente a Poe.

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