Archivo de la etiqueta: GRANDES ESCRITORES

A GUERRA TOTAL, RESISTENCIA TOTAL. ALBERT CAMUS

ALBERT CAMUS

Nunca es inútil mentir. La mentira más descarada, con tal de que se repita lo suficiente y durante el tiempo suficiente, siempre deja huella. Es este un principio que la propaganda alemana ha tomado como propio, y tenemos hoy otro ejemplo de la forma en que lo aplica. Inspirada por los servicios de Goebbels, ferozmente pregonada en la prensa de los lacayos y escenificada por la Milicia, [1] acaba de comenzar una campaña formidable que, so capa de luchar contra los patriotas del maquis y la Resistencia, pretende dividir una vez más a los franceses. Se les dice a los franceses: «Matamos y destruimos a bandidos que os matarían si no estuviéramos nosotros aquí. No tenéis nada en común con ellos».

Pero si la mentira, con una tirada de millones de ejemplares, conserva pese a todo cierto poder, basta al menos con decir la verdad para que la mentira retroceda. Y la verdad es esta: los franceses lo tienen todo en común con esos a quienes ahora se pretende que aprendan a temer y a despreciar. No existen dos Francias, una que lucha y otra que juzga esa lucha. Pues incluso aunque hubiese algunos que quisieran quedarse en la cómoda postura del juez, no es posible. No podéis decir: «Esto no va conmigo». Pues sí que va con vosotros. La verdad es que en la actualidad Alemania no solo ha desencadenado una ofensiva contra nuestros mejores y más orgullosos compatriotas, sino que también prosigue con la guerra total en contra de toda Francia, expuesta por completo a sus golpes.

No digáis: «Esto no va conmigo. Yo vivo en el campo y el final de la guerra me hallará en la misma paz en que me encontraba ya al principio de la tragedia». Porque sí que va con vosotros. Y, si no, atended. El 29 de enero, en Malleval, en Isère, los alemanes incendiaron un pueblo entero por la única sospecha de que quizá unos rebeldes se habían refugiado allí. Doce casas quedaron completamente destruidas, aparecieron once cadáveres, detuvieron a alrededor de quince hombres. El 18 de diciembre, en Corrèze, en Chaveroche, a cinco kilómetros de Ussel, al resultar herido un oficial alemán en circunstancias poco claras, fusilaron in situ a cinco rehenes e incendiaron dos casas de labor. El 4 de febrero, en Grole, en Ain, como los alemanes no habían dado con los rebeldes a quienes buscaban, fusilaron al alcalde y a dos notables de la localidad.

Son estos unos muertos franceses «con los que todo aquello no iba». Pero los alemanes decidieron que sí que iba con ellos y desde ese mismo día demostraron que iba con todos nosotros. No digáis: «No va conmigo; yo estoy en mi casa, con mi familia, oigo todas las noches la radio y leo el periódico». Porque irán a buscaros so pretexto de que otro hombre, en la otra punta de Francia, no ha querido alistarse. Se llevarán a vuestro hijo, con quien tampoco va nada, y movilizarán a vuestra mujer, que creía hasta ahora que se trataba de cosas de hombres. Sí que va, en verdad, con vosotros, y va con todos nosotros. Pues a todos los franceses en la actualidad los une el enemigo con lazos tales que del gesto de uno nace el impulso de todos los demás y que la distracción o la indiferencia de uno trae consigo la muerte de otros diez.

No digáis: «Soy simpatizante, con eso basta y el resto no va conmigo». Porque os matarán, os deportarán u os torturarán lo mismo si sois simpatizantes que si sois militantes. Actuad; no correréis mayores riesgos y al menos tendréis ese corazón tranquilo que los mejores de los nuestros conservan hasta en las cárceles.

Y así Francia no estará dividida. En lo que se esfuerza el enemigo, en realidad, es en hacer titubear a los franceses ante ese deber nacional que es la resistencia al STO [2] y el apoyo a los maquis. Lo conseguiría si la verdad no se irguiera ante él. Y la verdad es que la acción conjunta de los asesinos de la Milicia y de los criminales de la Gestapo solo ha tenido resultados irrisorios. Cientos de miles de rebeldes siguen resistiendo, luchan y esperan. Eso no lo van a cambiar unas cuantas detenciones. Y eso es lo que tienen que entender los 125.000 jóvenes que el enemigo tiene intención de deportar cada mes. Porque todos están en el punto de mira, y los reemplazos del 44 y del 45 a los que el enemigo llama con estupenda sinceridad «una reserva de mano de obra» son el ejemplo de esa Francia a la que Alemania unifica en el mismo odio.

Se ha declarado la guerra total y esta exige la resistencia total. Tenéis que resistir porque esto va con vosotros y no hay dos Francias. Y los sabotajes, las huelgas y las manifestaciones organizadas por toda Francia son las únicas formas de responder a esta guerra. Eso es lo que esperamos de vosotros. Acción en las ciudades para responder a los ataques en el campo. Acción en las fábricas. Acción en las vías de comunicación del enemigo. Acción contra la Milicia: todo miliciano es un asesino en potencia.

Solo hay un combate. Y, si no os unís a él, nuestro enemigo os demostrará a diario que es, pese a todo, el vuestro. Ocupad en ese combate vuestro lugar, porque si la suerte de todo cuanto queréis y respetáis va con vosotros, entonces, una vez más, no lo dudéis, este combate va con vosotros. Basta con que os digáis que a él aportamos todos juntos esa magna fuerza de los oprimidos que es la solidaridad en el sufrimiento. Es esa fuerza la que, a su vez, matará la mentira, y nuestra común esperanza es que conservará entonces suficiente empuje para dar vida a una verdad nueva y a una Francia nueva.

Marzo-julio de 1944: Combat clandestino.

NOTAS

[1] Creada en enero de 1943, la misión de la Milicia era apoyar a los alemanes contra la Resistencia francesa.

[2] El Servicio de Trabajo Obligatorio lo creó en febrero de 1943 el Gobierno de Vichy por presiones de Alemania. De lo que se trataba era de abastecer de mano de obra francesa a las fábricas alemanas. Muchos prefirieron unirse a los maquis, pero así y todo 170.000 trabajadores fueron trasladados a Alemania.

Fuente: Albert Camus, LA NOCHE DE LA VERDAD, Los artículos de Combat (1944-1947).Traducción: María Teresa Gallego Urrutia. Editorial Debate, España, 2021.

CARTA DE ANTÓN CHÉJOV A SU HERMANO MAYOR NIKOLAI

Una persona cultivada según Antón Chéjov

ANTÓN CHÉJOV

Moscú, 1886

¡A menudo te me quejas de que la gente no te entiende! Goethe y Newton no se quejaban de eso… Sólo Jesucristo se quejó, pero él estaba hablando de Su doctrina y no de Sí mismo. La gente te entiende perfectamente. Y si tú no te entiendes a ti mismo, no es culpa de nadie.

Te aseguro, como hermano y como amigo, que te entiendo y te aprecio con todo mi corazón. Conozco tus grandes cualidades como conozco la palma de mi mano. Las valoro y las respeto profundamente. Si quieres, para demostrar cuánto te entiendo, puedo enumerar todas esas virtudes. Pienso que eres amable hasta extremos de blandura, magnánimo, generoso, listo para compartir tu último centavo; no sientes ni envidia ni odio; eres sencillo de corazón; tienes piedad por los hombres y por los animales; eres confiado, sin resentimiento ni malevolencia y no eres rencoroso. Tienes un don del que otra gente carece: tienes talento. Ese talento te sitúa por encima de millones de hombres, porque en la tierra sólo uno entre dos millones es un artista. Tu talento te distingue de los otros: si tú fueras un sapo o una tarántula, incluso entonces, todo te sería perdonado.

Tú sólo tienes un fallo, y lo falso de tu posición, tu infelicidad y tus problemas intestinales son debidos a él. Se trata de tu extremada falta de cultura. Perdóname, por favor, pero “veritas magis amicitiae”… Verás, la vida pone sus condiciones.

Para sentirte bien entre gente educada, estar como en casa y feliz entre ella, uno debe ser cultivado en cierta manera. El talento te ha introducido en ese círculo, tú perteneces a él, pero… estás siendo apartado. Y es que las personas cultivadas satisfacen, en mi opinión, las siguientes condiciones:

1. Respetan la personalidad ajena, y además son siempre amables, gentiles, educados, y listos para ceder ante los otros. No montan un escándalo porque una herramienta se haya perdido; si viven con alguien no lo entienden como un favor que hacen, y no andan diciendo !nadie puede vivir contigo! Disculpan el ruido y el frío y la carne seca y la presencia de extraños en sus casas.

2. No sólo tienen simpatía por los mendigos y los gatos. Su corazón se duele también por lo que su ojo no ve. Se levantan de noche para ayudar, para pagar la universidad de sus hermanos, y para comprar ropas a sus madres.

3. Respetan la propiedad ajena, y pagan sus deudas.

4. Son sinceros, y temen a la mentira como al fuego. No mienten ni tan siquiera en pequeñas cosas. Una mentira insulta al que la escucha y le pone en una posición humillante a los ojos de quien la cuenta. No fingen, se comportan en la calle como en casa, no presumen ante sus camaradas más humildes. No son dados a la charlatanería, ni fuerzan a los otros a escuchar confidencias no deseadas. Por respeto a los demás a menudo mantienen silencio en vez de hablar.

5. No se desprecian a sí mismo para despertar compasión. No manipulan los corazones de otras personas para sacarles algo. No dicen, soy un incomprendido, o me he convertido en alguien de segunda fila, porque todo eso tiene un efecto barato, es vulgar, falso…

6. No tienen una vanidad hinchada. No les importan esas ridiculeces como conocer a gente famosa, o estrechar la mano al borracho P. Si ganan un poco de dinero no lo malgastan como si hubieran hecho cientos de rublos.

7. No presumen de entrar en lugares donde otros no son admitidos. El talento verdadero se mantiene siempre oculto entre la multitud, y tan lejos como sea posible de la publicidad. Incluso Krylov ha dicho que un barril vacío puede tener más eco que uno lleno.

8. Si tienen talento lo cuidan. Sacrifican a ese talento el descanso, las mujeres, el vino, la vanidad… Están orgullosos de ese talento. Además, son cuidadosos.

9. Desarrollan un sentido de la austeridad. No pueden irse a dormir con la ropa puesta, ver cucarachas por las paredes, respirar aire viciado, caminar sobre el suelo que se ha escupido, cocinar sobre una estufa aceitosa. Buscan tanto como sea posible contener y ennoblecer el instinto sexual. Lo que quieren en una mujer no es solamente una compañera de cama… No buscan esa agudeza que se manifiesta en la mentira continua. Quieren, especialmente si son artistas, frescura, elegancia, humanidad, la capacidad de una mujer para ser madre… No beben vodka a cualquier hora de la noche y del día, no olfatean en las alacenas porque no son cerdos. Beben solamente cuando están de recreo, en ocasiones. Defienden una mens sana in corpore sano.

Y todo eso. Así es como es la gente cultivada. Para ser cultivado y no estar por debajo del nivel de tus semejantes no sólo es necesario haber leído The Pickwick Papers y haberse aprendido el monólogo de Fausto. Lo que se necesita es trabajo constante, día y noche, lectura continuada, estudio, voluntad… Toda hora del día es preciosa para ello.

Vuelve a nosotros, tapa la botella de vodka, túmbate y lee… a Turguénev, si quieres, a quien no has leído. Tienes que renunciar a tu vanidad, no eres un niño… pronto tendrás treinta años. ¡Este es el momento! Yo lo espero. Todos lo esperamos de ti.

A.Ch.

Fuente: DIARIO DE UN NÁUFRAGO

EL ARTISTA DEL HAMBRE. FRANZ KAFKA

KAFKA

FRANZ KAFKA

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, todo la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno: todos querían verle siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma en la que tomaban parte medio por moda, pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido. con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, volviendo después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; le atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no le molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar transpuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siembre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, a cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos.

Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y, por su cuenta, les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban quienes quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz, que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista: tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía –sólo él y ninguno de sus adeptos– qué fácil cosa era el ayuno. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, le tomaban por modesto, pero, en general, le juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había que aguantar todo esto y, con el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía ese descontento y ni una sola vez, al final de su ayuno –esta justicia había que hacérsela– había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había señalado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar; dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas; y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; Por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado; se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse de pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas.

Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente –con la música no se podía hablar–, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento –jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica–, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, desde largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con la que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto; nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él. Seguir leyendo EL ARTISTA DEL HAMBRE. FRANZ KAFKA

LA MALETA PERDIDA DE CARPENTIER. MARTA ROJAS

Una enorme maleta que se deshizo al ser suspendida, atesoraba en Francia pertenencias valiosas de Alejo Carpentier Valmont (1904-1980), entre ellas textos originales de materiales publicados, y originales sin publicar; cartas íntimas sobre su vida familiar y obras de arte

carpentier-2.jpg

MARTA ROJAS

Una enorme maleta que se deshizo al ser suspendida, atesoraba en Francia pertenencias valiosas de Alejo Carpentier Valmont (1904-1980), entre ellas textos originales de materiales publicados, y originales sin publicar; cartas íntimas sobre su vida familiar y obras de arte. Vi el contenido de la maleta, toqué los documentos, las obras de arte de pintores famosos, discos de música, programas de radio que fueron difundidos en su momento por la radio francesa. En fin, un tesoro artístico y humano trascendental. Su dueño, Alejo, la dejó en la casa de huéspedes donde vivía en París y viajó a Cuba. Poco tiempo después estalló la Segunda Guerra Mundial. El creador de la teoría de lo real maravilloso la daría por perdida.

Pero un día Lilia Esteban de Carpentier, su esposa, ya viuda, recibió una nota procedente de París. Se le anunciaba que en un ático, enclavado en una zona rural, había aparecido una maleta con un tesoro para la radio. La había hallado un pariente de los dueños de la casa en cuestión, que era un profesional de la radio francesa, y decía que la maleta perdida había pertenecido a «Alexis», con ese nombre conocían al presunto propietario del tesoro, al huésped que la dejó a guardar. Lilia debía ir a reconocer ese material diverso que contenía la vieja maleta, porque los parientes de las propietarias del ático donde estaba guardada, decían que por su contenido podía ser propiedad de Alejo Carpentier, quien había vivido en París en aquel momento y luego, se le conoció como escritor y diplomático en la Embajada de Cuba en París.

Lilia dio fe absoluta de que todo lo hallado en la maleta que se deshizo al levantarla y abrirla, había sido propiedad de Alejo, su esposo, ya fallecido nueve años antes del hallazgo. Tuve el privilegio de ver y tocar todo el contenido de la maleta que ella trajo a Cuba. ¿Qué tenía la maleta? Desde un recorte de periódico que da fe de la muerte, junto al héroe Sandino, de un cubano, hasta obras maestras de la pintura y una hermosa colección de cartas a famosos intelectuales; así como inconclusas obras del autor, entre otras, de El siglo de las luces, las que le valieron el Premio Cervantes en 1978 (primer latinoamericano en recibirlo), y que de seguro lo habrían hecho candidato al Nobel de Literatura, de no haber fallecido dos años después de merecer el Cervantes.

De todo cuanto leí, escrito de puño y letra por Alejo Carpentier, lo que más me conmovió fue una carta de él a su madre «Toutouche» (Lina Valmont), vísperas de la Segunda Guerra Mundial. La carta me hizo descubrirlo más allá de sus méritos literarios.

«Nunca podrás imaginarte la tristeza enorme que me causó esa carta ¡es una verdadera tragedia! Tu mudada, sobre todo, es algo terrible. ¿Es decir que por seis pesos, no pudiste seguir viviendo con la gente que te quería y cuidaba? ¿Y vives ahora en un cuarto de doce pesos?… «Toutouche, es absolutamente inútil seguir ilusionado: yo no puedo seguir viviendo en Europa. Esto tiene que acabar. Desde ahora mismo voy a comenzar a arreglar mi viaje de regreso».

Fuente: GRANMA

 

‘POR ESO QUEREMOS TANTO A JULIO’. JUAN RULFO Y AUGUSTO MONTERROSO

CORTÁZAR
Julio Cortázar

JUAN RULFOLo queremos porque es bondadoso. Es bondadoso como ser humano y muy bueno como escritor. Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio. De allí resultó que Julio no solo fuera un hombre bueno, sino justo. Todos sabemos cuanto se ha sacrificado por la justicia. Por las causas justas y porque haya concordia entre todos los seres humanos.

Así que Julio es triplemente bueno. Por eso lo queremos. Lo queremos tanto sus amigos, sus admiradores y sus hermanos. En realidad, él es nuestro hermano mayor. Nos ha enseñado con sus consejos y a través de los libros que escribió para nosotros lo hermoso de la vida, a pesar del sufrimiento, a pesar del agobio y la desesperanza. Él no desea esas calamidades para nadie. Menos para quienes sabe que, más que sus prójimos, somos sus hermanos. Por eso queremos tanto a Julio.

Juan Rulfo
Por eso queremos tanto a Julio

***

MONTERROSO 3Queremos tanto a Julio: buen plural. Efectivamente, mi mujer Bárbara Jacobs y yo queremos mucho a Julio, tanto que consideramos inútil (el corazón tiene razones que la razón desconoce) explicar el por qué. Ahora bien, si este libro llevara por título Admiramos tanto a Julio, o Leemos tanto a Julio, el número de páginas que me tomaría serían tantas que no terminaría de decirlo en un año. Y seguro que en el caso de la admiración a Julio la razón tiene también innumerables razones que el corazón siempre comparte.

Augusto Monterroso
Innumerables razones

Fuente: CALLE DEL ORCO

LA HABITACIÓN EN LA QUE GOETHE TRABAJABA. WALTER BENJAMIN

GOETHE - HABITACIÓN DE TRABAJO
Despacho de Goethe en el Goethe National Museum

WALTER BENJAMIN

Se sabe cuán sencilla era la habitación en la que Goethe trabajaba. Es baja, no hay alfombras ni ventanas dobles, los muebles no son imponentes. Fácilmente podía haber conseguido una habitación mejor. Ya por entonces había sillones de cuero y almohadones, aunque la habitación no se adelanta en absoluto a su tiempo. La voluntad mantiene las figuras y las formas de los armarios. Nada debía avergonzar la luz de las velas bajo las que el anciano se sentaba a estudiar por las noches, con la camisa de dormir y los brazos extendidos sobre la almohada desteñida. Pensar que hoy en día sólo se vuelve a encontrar el silencio de esas horas en la oscuridad de la noche, pero si se pudiera escuchar ese silencio se podría rescatar la conducta decidida e íntegra, la gracia irrepetible de esas últimas décadas en las que el rico tenía que sentir el rigor de la vida en su propio cuerpo. Aquí se homenajeaba el anciano en las inmensas noches en compañía de la preocupación, la culpa y la necesidad antes de que la endiablada aurora del confort burgués se asomara a la ventana. Todavía esperamos una filología que descubra ante nosotros ese ambiente próximo y determinante de la verdadera antigüedad del poeta. Esta habitación era el pilar de la pequeña construcción que Goethe dedicó a dos cosas: al sueño y al trabajo. No se puede llegar a apreciar lo que significó la vecindad en ese pequeño dormitorio y en esa pequeña habitación de trabajo tan aislada como un cuarto de dormir. Sólo el umbral y un escalón lo separaban de la cama mientras trabajaba, y, al dormir le esperaba su obra para separarlo todas las noches de sus fantasmas. El que por una feliz casualidad se encuentra en estos espacios puede reconocer la disposición de las cuatro habitaciones en las que Goethe dormía, leía, dictaba y escribía, y puede reconocer la fuerza que hacía que el mundo le contestara cuando tocaba en lo más íntimo. En cambio nosotros debemos conseguir un mundo de matices para hacer sonar ese débil tono sostenido en nuestro interior.

Walter Benjamin
Kleine Prosa Baudelaure
Traducción: Marian Merino Zorita

Tomado de CALLE DEL ORCO, blog de Literatura / Grandes encuentros

 

LA EMOCIÓN TIENE PRIORIDAD SOBRE TODO LO DEMÁS. VIRGINIA WOOLF

VIRGINIA WOOLF

No hay autor más adecuado que Flaubert, y, para que no nos falte espacio, escojamos un relato breve, Un corazón simple, por ejemplo, ya que se da la circunstancia de que es una narración que, prácticamente hemos olvidado.

El título nos da una base, y las primeras palabras dirigen nuestra atención hacia Félicité, la fiel criada de Madame Aubain. Y ahora comienzan a llegar las impresiones. El carácter de Madame, el aspecto de su casa, el aspecto de Félicité, sus amores con Théodore, los hijos de Madame, los visitantes de Madame, el toro furioso. Las aceptamos, pero no las utilizamos. Las ponemos a un lado, en estado de reserva. Nuestra atención salta de un lado para otro, de una impresión a otra. Las impresiones siguen acumulándose, y nosotros, sin casi fijarnos en la calidad de cada una de ellas, seguimos leyendo, advirtiendo la piedad, la ironía, observando apresuradamente ciertas relaciones y contrastes, aunque sin destacar nada, esperando siempre la última señal. De repente, nos la dan. La señora y la criada sacan las ropas del niño muerto. “Et les papillons s’envolèrent de l’armoire.” La señora besa a la criada, por primera vez. “Félicité lui en fut reconnaissante comme d’un bienfait, et désormais la chérit avec un dévouement bestial et une vénération religieuse”. La brusca intensidad de la frase, algo que, para bien o para mal, nos causa la impresión de que tiene carácter enfático, nos sorprende y nos da súbita comprensión. Ahora sabemos la razón por la que el relato se escribió. De la misma manera, más adelante, nos impresiona una frase escrita con una intención diferente: “Et Félicité priait en regardant l’image, mais de temps à autre se tournait un peu vers l’oiseau.” Una vez más sentimos aquella convicción de saber la razón por la que el relato fue escrito. Y luego el relato termina. Ahora, todas las impresiones que habíamos guardado a un lado hacen acto de presencia, y se ordenan de acuerdo con las instrucciones que hemos recibido. Algunas de ellas son relevantes, pero hay otras cuyo pertinente lugar no hallamos. En la segunda lectura, podemos utilizar las observaciones desde el principio, y estas observaciones son mucho más precisas. Pero, a pesar, de ellas, siguen reguladas por aquellos momentos de comprensión.

En consecuencia, el “libro en sí mismo” no es una forma que uno vea, sino una emoción que uno siente, y cuanto más intenso sea el sentimiento del escritor más exacta, sin vacilaciones y fisuras, será su expresión en palabras. Y, cuando el señor Lubbock habla de forma, tenemos impresión de que interpone algo entre nosotros y el libro. Sentimos la presencia de una sustancia extraña que exige ser percibida por la vista y se impone sobre unas emociones que experimentamos de manera natural, a las que denominamos con sencillez, y por fin ponemos en su orden definitivo, al sentir sus correctas correlaciones. Hemos forjado nuestro concepto de Un corazón simple, avanzando desde la emoción hacia fuera, y, terminada la lectura, no se ve nada, sino que todo se siente. Unicamente en los casos en que la emoción es débil y la artesanía excelente, podemos separar lo que se siente de la expresión, y observar, por ejemplo, cuán excelente es la forma que reviste Esther Waters en comparación con Jane Eyre. Pero fijémonos en la Princesse de Clèves. Aquí hay visión y hay expresión. Una y otra se funden tan perfectamente que, cuando el señor Lubbock nos pide que comprobemos la forma con nuestra vista, miramos y no vemos nada. Pero sentimos con singular satisfacción, y, como sea que todos nuestros sentimientos son armónicos, forman un todo que queda en nuestra mente en concepto del libro en sí mismo. Vale la pena insistir en este tema, aunque no por el sencillo medio de sustituir una palabras por otras, sino remachando, a pesar de tanto parloteo sobre métodos, que, tanto al escribir como al leer, la emoción tiene prioridad sobre todo lo demás.

Virginia Woolf
Sobre releer novelas
La torre inclinada

Tomado de CALLE DEL ORCO, blog de Literatura / Grandes encuentros