En 1963, el historiador Howard Zinn (1922-2010) fue despedido del Spelman College de Atlanta, en el estado norteamericano de Georgia, donde oficiaba como catedrático en el Departamento de Historia, a causa de su activismo en torno a los derechos civiles. En el año 2005, fue invitado a regresar para pronunciar el discurso de graduación. Este es el brillante y conmovedor texto de su discurso, pronunciado el 15 de mayo de ese año.
Me siento profundamente honrado por haber sido invitado a volver a Spelman después de 42 años. Me gustaría dar las gracias al cuerpo docente y los miembros del Consejo que votaron a favor de esta invitación que se me hace, y especialmente a su presidenta, la doctora Beverly Tatum. Además, es un privilegio especial estar aquí con Diahann Carroll y Virginia Davis Floyd.
Pero un día como este es vuestro: hoy os licenciáis como estudiantes. Para vosotros y vuestras familias es un día feliz. Sé que tenéis vuestras esperanzas para el futuro, de modo que puede ser un tanto presuntuoso deciros cuáles son las esperanzas que tengo yo depositadas en vosotros, pero son exactamente las mismas que tengo en el caso de mis nietos.
La primera esperanza que tengo es que no os veáis desalentados por el aspecto que presenta el mundo en este momento. Es fácil sentirse desanimado, porque nuestra nación se encuentra en guerra, —otra guerra más, guerra tras guerra— y nuestro gobierno parece determinado a extender su imperio aun a costa de las vidas de decenas de miles de seres humanos. En este país hay pobreza, y personas sin techo, y gente que carece de atención médica, y aulas abarrotadas, pero nuestro gobierno, que tiene a su disposición billones de dólares, se gasta su opulencia en guerras. Hay un millar de millones de personas en África, Asia, América Latina y Oriente Medio que necesitan agua limpia y medicinas para combatir la malaria, la tuberculosis y el SIDA, pero nuestro gobierno, que dispone de miles de armas nucleares, sigue experimentando con armas nucleares aún más mortíferas. Sí, resulta fácil descorazonarse con todo esto.
Pero permitidme deciros por qué, pese a lo que acabo de describir, no debéis sentiros desanimados.
Quiero recordaros que hace cincuenta años la segregación racial estaba tan fuertemente arraigada aquí en el Sur como lo estaba el apartheid en Sudáfrica. El gobierno nacional, aun con presidentes liberales como Kennedy y Johnson en el poder, miraba hacia otro lado mientras se golpeaba, se asesinaba y se negaba la oportunidad de votar a las personas negras. De modo que las personas negras del Sur decidieron que tenían que hacer algo por sí mismas. Iniciaron boicots, sentadas, piquetes y manifestaciones, y fueron golpeadas y encarceladas, y algunas fueron asesinadas, pero sus gritos de libertad se oyeron por todo el país y en todo el mundo, y el Presidente y el Congreso hicieron finalmente lo que antes no habían conseguido: aplicar las enmiendas número 14 y 15 de la Constitución. Mucha gente había dicho: el Sur nunca cambiará. Pero sí que cambió. Cambió porque la gente corriente se organizó y se arriesgó y desafió al sistema y no cejó. Fue entonces cuando la democracia revivió.
Quiero recordaros también que cuando se estaba librando la Guerra de Vietnam, y los jóvenes norteamericanos iban muriendo y volvían a casa paralizados, y nuestro gobierno bombardeaba las aldeas vietnamitas —dejando caer bombas sobre escuelas y hospitales y matando gente normal en gran número— parecía que no hubiera esperanza de detener la guerra. Pero como en el caso del movimiento del Sur, la gente empezó a protestar y enseguida la protesta prendió. Se trataba de un movimiento de toda la nación. Los soldados regresaron y denunciaron la guerra, los jóvenes se negaron a ingresar en el ejército, y la guerra tuvo que terminar.
La lección que esa historia entraña es que no debemos desesperar, que si tienes razón y te empeñas, las cosas cambiarán. Puede que el gobierno intente engañar a la gente, puede que los diarios y la televisión hagan lo propio, pero la verdad siempre halla el modo de salir a la luz. La verdad tiene un poder mayor que cien mentiras. Sé que tenéis cuestiones prácticas que atender: conseguir un empleo, casaros, tener niños. Puede que alcancéis una próspera posición y se juzgue que habéis tenido éxito según la definición de éxito de nuestra sociedad, por riqueza, posición o prestigio. Pero eso no basta para una buena vida.
Recordemos el relato de Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich. Un hombre reflexiona sobre su vida en su lecho de muerte, sobre cómo obró correctamente en todo, obedeció las normas, se hizo juez, se casó, tuvo hijos, y se le consideró un éxito. Sin embargo, en sus últimas horas, se pregunta por qué se siente fracasado. Después de convertirse en célebre novelista, el mismo Tolstoi decidió que eso no bastaba, que debía hablar contra el trato que se daba a los campesinos rusos, que debía escribir contra la guerra y el militarismo.
Tengo la esperanza de que sea lo que sea que hagáis por conseguir una buena vida —ya seáis profesores, trabajadores sociales, gentes de empresa, abogados, poetas o científicos— dediquéis una parte de vuestra vida a hacer de éste un mundo mejor para vuestros niños, para todos los niños. Tengo la esperanza de que vuestra generación exija la terminación de la guerra, que vuestra generación haga algo que no se ha hecho todavía en la historia y borre las fronteras que nos separan de otros seres humanos sobre esta Tierra.
No hace mucho vi una foto de portada del New York Times que no me puedo quitar de la cabeza. Mostraba a varios norteamericanos corrientes sentados en sillas en la frontera meridional de Arizona con México. Sostenían escopetas a la busca de mexicanos que pudieran intentar cruzar el límite con los Estados Unidos. Esto me resultó horrendo: el darme cuenta de que en este siglo XXI de lo que llamamos “civilización,” hemos recortado lo que decimos que es un solo mundo en doscientas entidades creadas artificialmente a las que llamamos “naciones” y estamos dispuestos a matar a cualquiera que cruce una frontera. Seguir leyendo CONTRA EL DESALIENTO. HOWARD ZINN