Archivo de la etiqueta: LITERATURA LATINOAMERICANA

‘POR ESO QUEREMOS TANTO A JULIO’. JUAN RULFO Y AUGUSTO MONTERROSO

CORTÁZAR
Julio Cortázar

JUAN RULFOLo queremos porque es bondadoso. Es bondadoso como ser humano y muy bueno como escritor. Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio. De allí resultó que Julio no solo fuera un hombre bueno, sino justo. Todos sabemos cuanto se ha sacrificado por la justicia. Por las causas justas y porque haya concordia entre todos los seres humanos.

Así que Julio es triplemente bueno. Por eso lo queremos. Lo queremos tanto sus amigos, sus admiradores y sus hermanos. En realidad, él es nuestro hermano mayor. Nos ha enseñado con sus consejos y a través de los libros que escribió para nosotros lo hermoso de la vida, a pesar del sufrimiento, a pesar del agobio y la desesperanza. Él no desea esas calamidades para nadie. Menos para quienes sabe que, más que sus prójimos, somos sus hermanos. Por eso queremos tanto a Julio.

Juan Rulfo
Por eso queremos tanto a Julio

***

MONTERROSO 3Queremos tanto a Julio: buen plural. Efectivamente, mi mujer Bárbara Jacobs y yo queremos mucho a Julio, tanto que consideramos inútil (el corazón tiene razones que la razón desconoce) explicar el por qué. Ahora bien, si este libro llevara por título Admiramos tanto a Julio, o Leemos tanto a Julio, el número de páginas que me tomaría serían tantas que no terminaría de decirlo en un año. Y seguro que en el caso de la admiración a Julio la razón tiene también innumerables razones que el corazón siempre comparte.

Augusto Monterroso
Innumerables razones

Fuente: CALLE DEL ORCO

ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR, SIEMPRE EN NOSOTROS. RED EN DEFENSA DE LA HUMANIDAD

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El Capítulo Cubano de la Red “En defensa de la humanidad” hace públicas sus condolencias por el fallecimiento de uno de sus miembros fundadores, el gran poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar.

Fue una de las figuras más lúcidas de la vanguardia intelectual que acompañó con su obra y entrega personal la realización de la utopía emancipadora de la Revolución. Contribuyó de manera relevante, desde la Casa de las Américas, a promover en toda nuestra región lazos e intercambios perdurables, basados en fomentar en una auténtica cultura de la resistencia y en el reconocimiento de nuestras comunes raíces
históricas y espirituales.

Caliban, uno de sus ensayos más trascendentes, constituye un referente obligado en la construcción del pensamiento descolonizador, hoy más necesario que nunca.

A su extensa labor investigativa y ensayística, se añade su extraordinaria obra poética, crónica apasionada de los años más difíciles y hermosos de la épica revolucionaria.

A Roberto, ejemplo de lealtad, sencillez y disciplina revolucionarias, no lo vamos a olvidar nunca. Esta es también su Casa.

REDH-Cuba

La Habana, 20 de julio de 2019

«EL DINOSAURIO» Y OTROS MINICUENTOS. AUGUSTO MONTERROSO

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DINOSAURIO
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

AFORISMOS

Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.
 

FECUNDIDAD
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.

HISTORIA FANTÁSTICA

Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.

NUBE

La nube de verano es pasajera, así como las grandes pasiones son nubes de verano, o de invierno, según el caso.

EL MUNDO

Dios todavía no ha creado el mundo; solo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.

IMAGINACIÓN Y DESTINO

En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva.

EL PARAÍSO IMPERFECTO

‑Es cierto -dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.

EL RAYO QUE CAYÓ DOS VECES EN EL MISMO SITIO

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

LA FE Y LAS MONTAÑAS

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

LA MOSCA QUE SOÑABA QUE ERA UN ÁGUILA

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.

En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.

En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.

Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada. Seguir leyendo «EL DINOSAURIO» Y OTROS MINICUENTOS. AUGUSTO MONTERROSO

UN JUAN CANDELA LLAMADO ONELIO. MADELEINE SAUTIÉ

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El escritor cubano Onelio Jorge Cardoso.

MADELEINE SAUTIÉ

madeleine 3«Una vez hubo un hombre por Mantua o por Sibanicú, que le nombraban Juan Candela y que era de pico fino para contar cosas». Y hay otro que no ha muerto, aunque el registro civil marque su deceso el 29 de mayo de 1986. Su nacimiento fue el 11 de mayo, pero hace 105 años y su nombre es Onelio Jorge Cardoso, mayúsculo cuentero, orgullo y magisterio de las letras cubanas.

El de «pico fino» tenía «la boca fácil y la cabeza llena de ríos, de montañas y de hombres» y contaba en las noches historias alumbradas por un farol, en el barracón donde sus compañeros, cansados de trabajar todo un día en los cañaverales cubanos –con «el cuerpo doblado» y «el sol a cuestas»– se disponían a escucharlas. El otro, el de Calabazar de Sagua, en la antigua provincia de Las Villas, tuvo que ganarse desde temprano el pan en diversos oficios, pero el talento literario halló el modo de abrirse paso y, habiendo tenido ya algunos resultados, ganó en 1945, en el célebre concurso Alfonso Hernández Catá el primer premio, con Los carboneros.

Otras labores, cuentos y estímulos vendrán a resaltar desde entonces el nombre de Onelio. Publicará su primer libro, Taita, diga usted cómo, y aparecerá su firma en otras publicaciones de carácter antológico. Será maestro rural, vendedor ambulante, redactor de noticieros, escritor de libretos de radio… merecerá otros lauros, como el Premio Nacional de la Paz, por su cuento Hierro viejo, verá publicado en 1958 su libro El cuentero.

El triunfo de la Revolución iluminó la vida espiritual de Onelio, amante de la cultura, los escritos, los libros. Además de dirigir varios frentes en el mundo de las instituciones, hizo periodismo. En este diario fue jefe de reportajes especiales y trabajó como jefe de redacción de Pueblo y Cultura y del semanario Pionero. Fue consejero cultural en Perú y Presidente de la Sección de Literatura de la Uneac, hasta el fin de sus días. El doctorado Honris Causa le fue conferido por la Universidad Simón Bolívar, de Bogotá, en 1983, y por la Universidad de La Habana, en 1984.

En una ocasión reveló haber heredado el estilo de sus cuentos del modo de hablar de su padre. «Iba al grano y tenía una gracia natural que se me fue pegando». Y es cierto: haberlo leído es ir al encuentro de un estilo donde no falta ni sobra una letra, para dar ambientes y situaciones de asombrosa plasticidad. Seguir leyendo UN JUAN CANDELA LLAMADO ONELIO. MADELEINE SAUTIÉ

EL ESPEJO DE TINTA. JORGE LUIS BORGES

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JORGE LUIS BORGES

La historia sabe que el más cruel de los gobernadores del Sudán fue Yakub el Doliente, que entregó su país a la iniquidad de los recaudadores egipcios y murió en una cámara del palacio, el día catorceno de la luna de barmajat, el año 1842. Algunos insinúan que el hechicero Abderráhmen El Masmudí (cuyo nombre se puede traducir El Servidor del Misericordioso) lo acabó a puñal o a veneno, pero una muerte natural es más verosímil —ya que le decían el Doliente. Sin embargo, el capitán Richard Francis Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que copio:

«Es verdad que yo padecí cautiverio en el alcázar de Yakub el Doliente, a raíz de la conspiración que fraguó mi hermano Ibrahim, con el fementido y vano socorro de los caudillos negros del Kordofán, que lo denunciaron. Mi hermano pereció por la espada, sobre la piel de sangre de la justicia, pero yo me arrojé a los aborrecidos pies del Doliente y le dije que era hechicero y que si me otorgaba la vida, le mostraría formas y apariencias aún más maravillosas que las del Fanusí jiyal (la linterna mágica). El opresor me exigió una prueba inmediata. Yo pedí una pluma de caña, unas tijeras, una gran hoja de papel veneciano, un cuerno de tinta, un brasero, unas semillas de cilantro y una onza de benjuí. Recorté la hoja en seis tiras, escribí talismanes e invocaciones en las cinco primeras, y en la restante las siguientes palabras que están en el glorioso Qurán:

‘Hemos retirado tu velo, y la visión de tus ojos es penetrante’.

Luego dibujé un cuadro mágico en la mano derecha de Yakub y le pedí que la ahuecara y vertí un círculo de tinta en el medio. Le pregunté si percibía con claridad su reflejo en el círculo y respondió que sí. Le dije que no alzara los ojos. Encendí el benjuí y el cilantro y quemé las invocaciones en el brasero. Le pedí que nombrara la figura que deseaba mirar. Pensó y me dijo que un caballo salvaje, el más hermoso que pastara en los prados que bordean el desierto. Miró y vio el campo verde y tranquilo y después un caballo que se acercaba, ágil como un leopardo, con una estrella blanca en la frente. Me pidió una tropilla de caballos tan perfectos como el primero, y vio en el horizonte una larga nube de polvo y luego la tropilla. Comprendí que mi vida estaba segura.

»Apenas despuntaba la luz del día, dos soldados entraban en mi cárcel y me conducían a la cámara del Doliente, donde ya me esperaban el incienso, el brasero y la tinta. Así me fue exigiendo y le fui mostrando todas las apariencias del mundo. Ese hombre muerto que aborrezco tuvo en su mano cuanto los hombres muertos han visto y ven los que están vivos: las ciudades, climas y reinos en que se divide la tierra, los tesoros ocultos en el centro, las naves que atraviesan el mar, los instrumentos de la guerra, de la música y de la cirugía, las graciosas mujeres, las estrellas fijas y los planetas, los colores que emplean los infieles para pintar sus cuadros aborrecibles, los minerales y las plantas con los secretos y virtudes que encierran, los ángeles de plata cuyo alimento es el elogio y la justificación del Señor, la distribución de los premios en las escuelas, las estatuas de pájaros y de reyes que hay en el corazón de las pirámides, la sombra proyectada por el toro que sostiene la tierra y por el pez que está debajo del toro, los desiertos de Dios el Misericordioso. Vio cosas imposibles de describir, como las calles alumbradas a gas y como la ballena que muere cuando escucha el grito del hombre. Una vez me ordenó que le mostrara la ciudad que se llama Europa. Le mostré la principal de sus calles y creo que fue en ese caudaloso río de hombres, todos ataviados de negro y muchos con anteojos, que vio por la primera vez al Enmascarado.

»Esa figura, a veces con el traje sudanés, a veces de uniforme, pero siempre con un paño sobre la cara, penetró desde entonces en las visiones. Era infaltable y no conjeturábamos quién era. Sin embargo, las apariencias del espejo de tinta, momentáneas o inmóviles al principio, eran más complejas ahora; ejecutaban sin demora mis órdenes y el tirano las seguía con claridad. Es cierto que los dos solíamos quedar extenuados. El carácter atroz de las escenas era otra fuente de cansancio. No eran sino castigos, cuerdas, mutilaciones, deleites del verdugo y del cruel.

»Así arribamos al amanecer del día catorceno de la luna de barmajat. El círculo de tinta había sido marcado en la mano, el benjuí arrojado al brasero, las invocaciones quemadas. Estábamos solos los dos. El Doliente me dijo que le mostrara un inapelable y justo castigo, porque su corazón, ese día, apetecía ver una muerte. Le mostré los soldados con los tambores, la piel de becerro estirada, las personas dichosas de mirar, el verdugo con la espada de la justicia. Se maravilló al mirarlo y me dijo: Es Abu Kir, el que ajustició a tu hermano Ibrahim, el que cerrará tu destino cuando me sea deparada la ciencia de convocar estas figuras sin tu socorro. Me pidió que trajeran al condenado. Cuando lo trajeron se demudó, porque era el hombre inexplicable del lienzo blanco. Me ordenó que antes de matarlo le sacaran la máscara. Yo me arrojé a sus pies y dije: Oh, rey del tiempo y sustancia y suma del siglo, esta figura no es como las demás, porque no sabemos su nombre ni el de sus padres ni el de la ciudad que es su patria, de suerte que yo no me atrevo a tocarla, por no incurrir en una culpa de la que tendré que dar cuenta. Se rió el Doliente y acabó por jurar que él cargaría con la culpa, si culpa había. Lo juró por la espada y el Qurán. Entonces ordené que desnudaran al condenado y que lo sujetaran sobre la estirada piel de becerro y que le arrancaran la máscara. Esas cosas se hicieron. Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara —que era la suya propia. Se cubrió de miedo y locura. Le sujeté la diestra temblorosa con la mía que estaba firme y le ordené que continuara mirando la ceremonia de su muerte. Estaba poseído por el espejo: ni siquiera trató de alzar los ojos o de volcar la tinta. Cuando la espada se abatió en la visión sobre la cabeza culpable, gimió con una voz que no me apiadó, y rodó al suelo, muerto.

»La gloria sea con Aquel que no muere y tiene en su mano las dos llaves del Ilimitado Perdón y del Infinito Castigo.»

(Del libro The Lake Regions of Equatorial Africa, de R.F. Burton.)

Fuente: HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA, de Jorge Luis Borges. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1971, 1998.

(Originalmente publicado en la Revista Crítica, en septiembre de 1933, e incluido en el libro de cuentos Historia Universal de la infamia, en 1935)

NO SABER SI LO MATARON SINO CÓMO LO MATARON. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

GABO Y ESCALONA EN EL HERALDO DE BARRANQUILLA
Gabriel García Márquez y Rafael Escalona en el taller de El Heraldo de Barranquilla en 1950. © Scopell

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Los lectores de novelas policíacas –que somos muchos en el mundo– sabemos que el placer del enigma no es saber quién es el asesino, sino navegar por el archipiélago de las pistas y los despistes hasta descubrirlo en el momento justo en que lo previó el autor. La explicación no es tan tonta como parece y tiene mucho que ver con la ética de la lectura.

Saltar páginas para descifrar el final antes de tiempo es una debilidad moral que la propia conciencia se apresura a castigar. El cine policíaco parece estar un paso adelante: el espectador prefiere que lo hagan cómplice desde el principio y no que lo sorprendan en el minuto final con la revelación del misterio. Es decir: más que encontrar el muerto y a quien lo mató, lo que el espectador agradece es que lo lleven de la mano por los laberintos de la trama para participar en el descubrimiento del secreto.

Pues bien: la primera versión inédita de Crónica de una muerte anunciada pertenecía a esta última estirpe, de modo que la muerte del protagonista se mantenía en la duda hasta el final. Pues era el reportaje crudo y simple del asesinato de un amigo muy querido de mi infancia, cometido en 1951, cuando yo hacía mis primeros pinitos de periodista en El Heraldo de Barranquilla. Mi madre me suplicó entonces que no lo publicara por consideración con la familia de la víctima. Pero veintisiete años después -cuando por fin decidí publicarlo como libro- muchos de los protagonistas mayores ya habían muerto y las nuevas generaciones no tenían noticias del drama. Fue entonces cuando decidí -no sé por qué- que la muerte se revelara en el primer capítulo para que el lector quedara atrapado en la intriga y siguiera leyendo tranquilo página por página, y ojalá línea por línea, no para saber si lo mataron sino cómo lo mataron.

El añadido fue de sólo tres palabras al final del primer capítulo: Ya lo mataron. Sin embargo, ellas solas me cambiaron la perspectiva total del libro que ya creía terminado, y tuve que reescribirlo en su forma definitiva, no como reportaje sino como una novela compacta en primera persona, pero que ya no era vivida sino recordada por un cronista sin nombre que había sido testigo presencial y además había hecho la investigación del crimen al cabo de veintisiete años de olvido.

Fue una de esas inspiraciones inexplicables que suelen ser providenciales en la vida de un escritor. El cambio de género, por supuesto, me obligó a cambiar la estructura lineal y el realismo inmediato y apremiante del reportaje. Me reveló el problema de la responsabilidad colectiva y la moral interna de un drama tremendo que había ocurrido entre adolescentes cuya perplejidad -tal vez- no fue entendida nunca por sus mayores. Comprendí, en fin, que yo mismo ya no era el mismo después de tantos años corridos por debajo de los puentes. ¿Hice bien? Estoy convencido de que sí: la primera versión, como ya estaba escrita, habría sido un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.

Fuente: Gabriel García Márquez, Cambio, marzo de 1999.

Tomado de CALLE DEL ORCO

BORGES Y RULFO CONVERSAN

BORGES Y RULFO 2

EDGARDO BERMEJO MORA

Para Rogelio Cuéllar, fotógrafo de Borges, en su cumpleaños

En mi geografía literaria dos autores ocupan las ciudades capitales: Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. (…) Rescato aquí un texto magnífico que en 1996 publicó en su número de arranque la revista Fractal, fundada y dirigida por Ilán Semo.
Fractal fue —entiendo que desde 2014 dejó de publicarse— una de esas publicaciones mexicanas que en la mejor tradición secular, dialogaron, sintetizaron, divulgaron y pusieron en crisis al espíritu de la época.
El texto hace referencia a la famosa visita de Borges a la Ciudad de México en 1973. (…)

Tiene un sabor de mito y de leyenda urbana  imaginar una conversación entre ambos. Pocos autores como Borges y Rulfo pueden ser al mismo tiempo una voz literaria y una personalidad literaria totalmente imbricada en una misma cosa: actuaban, se comportaban, conversaban, soñaban  y respiraban tal como escribían. Dos universos literarios contenidos en el espacio de un cuerpo humano, dos obsesiones, dos reinvenciones del lenguaje, que una buena tarde de 1975 se encontraron por un breve momento.
Reproduzco aquí la conversación que Fractal logró reconstruir y publicar  hace veinte años y el texto introductorio.
“Jorge Luis Borges visitó la Ciudad de México en 1973. Amable, accedió a todos los «impiadosos compromisos» que, según sus palabras, «confundían a un modesto autor con un pésimo actor». De la breve entrevista que sostuvo con el Licenciado Luis Echeverría se sabe poco. El extinto periodista colombiano Miguel Cantero le preguntó meses después por la impresión que le causó el mandatario. A lo cual Borges respondió: «Nunca me tome en serio. Pero si ése es el presidente, prefiero no imaginar al gobierno». A su llegada al país, el escritor argentino «pidió un favor» a sus anfitriones. Quería hablar con Juan Rulfo. Le sugirieron entonces un desayuno. «Pido clemencia —respondió—. Prefiero los atardeceres. Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las fuerzas para entregar al día lo que se merece. Hoy el crepúsculo me sienta mejor. Sólo quiero conversar con mi amigo Rulfo».
Reproducimos la conversación sin reclamo alguno de precisión. Las fuentes son demasiado vagas para permitirlo:
RULFO: Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
BORGES: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.
RULFO: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.
BORGES: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
RULFO: No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
BORGES: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
RULFO: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
BORGES: Entonces no le ha ido tan mal.
RULFO: ¿Cómo así?
BORGES: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
RULFO: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
BORGES: Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
RULFO: Así ya me puedo morir en serio”.

Fuente: CRÓNICA 

RETRATO DE JULIO CORTÁZAR. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

cortázar

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

GABO 1“Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.

A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.

Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía el pobre boxeador en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.

Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.”

Gabriel García Márquez
Ciudad de México, 12 de febrero de 1994 

Foto de Alberto Jonquiéres / Fuente: CALLE DEL ORCO

BENEFICIOS Y MALEFICIOS DE JORGE LUIS BORGES. AUGUSTO MONTERROSO

MONTERROSO
AUGUSTO MONTERROSO / BIBLIOTECA IGNORIA

Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a su ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.

Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguién está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía cantar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.

Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embargo la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así en el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto, por el desdeñoso criminal; así con la melancólica revisión de la supuesta obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas.

Cuando un libro se inicia, como La metamorfosis de Kafka, proponiendo: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse, en su cama convertido en un monstruoso insecto», al lector, a cualquier lector, no le queda otro remedio que decidirse, lo más rápidamente posible, por una de estas dos inteligentes actitudes: tirar el libro, o leerlo hasta el fin sin detenerse. Conocedor de que son innumerables los aburridos lectores que se deciden por la confortable primera solución, Borges no nos aturde adelantándonos el primer golpe. Es más elegante o más cauto. Como Swift en los Viajes de Gulliver principia contándonos con inocencia que éste es apenas el tercer hijo de un inofensivo pequeño hacendado, para introducirnos a las maravillas de Tlön Borges prefiere instalarse en una quinta de Ramos Mejía, acompañado de un amigo, tan real, que ante la vista de un inquietante espejo se le ocurre «recordar» algo como esto: «Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». Sabemos que este amigo, Adolfo Bioy Casares, existe; que es un ser de carne y hueso, que escribe asimismo fantasías; pero si así no fuera, la sola atribución de esta frase justificaría su existencia. En las horrorosas alegorías realistas de Kafka se parte de un hecho absurdo o imposible para relatar enseguida todos los efectos y consecuencias de este hecho con lógica sosegada, con un realismo difícil de aceptar sin la buena fe o credulidad del lector; pero siempre tiene uno la convicción de que se trata de un puro símbolo, de algo necesariamente imaginado. Cuando se lee, en cambio, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges, lo más natural es pensar que se está ante un simple y hasta fatigoso ensayo científico tendiente a demostrar, sin mayor énfasis, la existencia de un planeta desconocido. Muchos lo seguirán creyendo durante toda su vida. Algunos tendrán sus sospechas y repetirán con ingenuidad lo que aquel obispo de que nos habla Rex Warner, el cual, refiriéndose a los hechos que se relatan en los Viajes de Gulliver, declaró valerosamente que por su parte estaba convencido de que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Un amigo mío llegó a desorientarse en tal forma con El jardín de los senderos que se bifurcan, que me confesó que lo que más le seducía de La Biblioteca de Babel, incluido allí, era el rasgo de ingenio que significaba el epígrafe, tomado de la Anatomía de la Melancolía, libro según él a todas luces apócrifo. Cuando le mostré el volumen de Burton y creí probarle que lo inventado era lo demás, optó desde ese momento por creerlo todo, o nada en absoluto, no recuerdo. A lograr este efecto de autenticidad contribuye en Borges la inclusión en el relato de personajes reales como Alfonso Reyes, de presumible realidad como George Berkeley, de lugares sabidos y familiares, de obras menos al alcance de la mano pero cuya existencia no es del todo improbable, como la Enciclopedia Británica, a la que se puede atribuir cualquier cosa; el estilo reposado y periodístico a la manera de De Foe; la constante firmeza en la adjetivación, ya que son incontables las personas a quienes nada convence más que un buen adjetivo en el lugar preciso.

Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrel; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y evidente.

El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas:

Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica).
Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen trecho para ver qué hace (benéfica)
Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica).
Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido na idea que más o menos valiera la pena (benéfica).
Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica).
Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica).
Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica).
Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica).
Creer en el infinito y en la eternidad (maléfica).
Dejar de escribir (benéfica).

En Movimiento perpetuo
Gorka Lejarcegi

A MEDIO SIGLO DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD. GRAZIELLA POGOLOTTI

SOY. JORGE LUIS BORGES

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JORGE LUIS BORGES

Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

TÁCTICA Y ESTRATEGIA. MARIO BENEDETTI

BENEDETTI 1

MARIO BENEDETTI

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple

mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.

LAS MOSCAS. AUGUSTO MONTERROSO

monterroso-1AUGUSTO MONTERROSO

Quiero mudar de estilo y de razones.
Lope de Vega

Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo[1]. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre. Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien innombrable, buenísimo o maligno. Te exigen. Te siguen. Te observan. Cuando finalmente mueras es probable, y triste, que baste una mosca para llevar quién puede decir a dónde tu pobre alma distraída. Las moscas transportan, heredándose infinitamente la carga, las almas de nuestros muertos, de nuestros antepasados, que así continúan cerca de nosotros, acompañándonos, empeñados en protegernos. Nuestras pequeñas almas transmigran a través de ellas y ellas acumulan sabiduría y conocen todo lo que nosotros no nos atrevemos a conocer. Quizá el último transmisor de nuestra torpe cultura occidental sea el cuerpo de esa mosca, que ha venido reproduciéndose sin enriquecerse a lo largo de los siglos. Y , bien mirada, creo que dijo Milla (autor que por supuesto desconoces pero que gracias a haberse ocupado de la mosca oyes mencionar hoy por primera vez), la mosca no es tan fea como a primera vista parece. Pero es que a primera vista no parece fea, precisamente porque nadie ha visto nunca una mosca a primera vista. A nadie se le ha ocurrido preguntarse si la mosca fue antes o después. En el principio fue la mosca. (Era casi imposible que no apareciera aquí eso de que en el principio fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas frases vivimos. Frases mosca que, como los dolores mosca, no significan nada. Las frases perseguidoras de que están llenas nuestros libros.) Olvídalo. Es más fácil que una mosca se pare en la nariz del papa que el papa se pare en la nariz de una mosca. El papa, o el rey o el presidente (el presidente de la república, claro; el presidente de una compañía financiera o comercial o de productos equis es por lo general tan necio que se considera superior a ellas) son incapaces de llamar a su guardia suiza o a su guardia real o a sus guardias presidenciales para exterminar una mosca. Al contrario, son tolerantes y, cuando más, se rascan la nariz. Saben. Y saben que también la mosca sabe y los vigila; saben que lo que en realidad tenemos son moscas de la guarda que nos cuidan a toda hora de caer en pecados auténticos, grandes, para los cuales se necesitan ángeles de la guarda de verdad que de pronto se descuiden y se vuelvan cómplices, como el ángel de la guarda de Hitler, o como el de Jonhson. Pero no hay que hacer caso. Vuelve a las narices. La mosca que se posó en la tuya es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra. Y una vez más caes en las alusiones retóricas prefabricadas que todo el mundo ha hecho antes. Pues a pesar tuyo haces literatura. La mosca quiere que la envuelvas en esa atmósfera de reyes, papas y emperadores. Y lo logra. Te domina. No puedes hablar de ella sin sentirte inclinado hacia la grandeza. Oh, Melville, tenías que recorrer los mares para instalar al fin esa gran ballena blanca sobre tu escritorio de Pittsfield, Massachussetts, sin darte cuenta de que el Mal revoloteaba desde mucho antes alrededor de tu helado de fresa en las calurosas tardes de niñez y, pasados los años, sobre ti mismo en el crepúsculo te arrancabas uno que otro pelo de la barba dorada leyendo a Cervantes y puliendo tu estilo; y no necesariamente en aquella enormidad informe de huesos y esperma incapaz de hacer mal alguno sino a quien interrumpiera su siesta, como el loquito Ahab. ¿Y Poe y su cuervo? Ridículo. Tú mira la mosca. Observa. Piensa.

Tomado del libro MOVIMIENTO PERPETUO, de Augusto Monterroso, 1972.