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DIÁLOGO SORDO CON UN GATO SIN NOMBRE

Diles que vengan que esta ciudad me mata,
Que nací allá y ahora me habla el silencio,
Que aquí la bruma es honda y el sol demora un siglo.

Diles que estoy tan solo que nadie me conoce;
Cuéntales que envejezco y que nada me asombra.
Hazles saber que lloro mientras tiendo la mano.

Diles que estoy en Lebu, donde se acaba el mundo;
Que aquí la gente es noble y me arropa y me cuida,
Pero que vivo lejos y he olvidado quién soy.

Foto: Claudia González Machado

HOJAS MUERTAS. OMAR GONZÁLEZ

                                                                                                                     para Claudia

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Lo despertó el disparo. Estaba soñando con Marilyn cuando el ruido lo hizo ponerse en pie y salir a otear la densa atmósfera de la ciénaga. El aire le trajo un olor punzante, ácido; como si toda el agua del mundo se hubiera podrido y los árboles y las piedras empezaran a descomponerse en un marasmo de musgos, humedad y helechos destrozados.

Ahora no estaba solo. Un cazador y un perro lo miraban, mientras sobre la hierba una paloma agonizaba con los ojos definitivamente en fuga y las alas entreabiertas. Él quiso hablar, huir, gritar, correr hacia las rocas, pero el viejo de la escopeta lo amenazó y le ordenó que se sentara en un tronco. Ulises comprendió que todo había terminado, que su vida dependía de la voluntad de aquel cuya mirada se le antojaba un enigma, porque tenía los ojos claros y grandes como decir un charco de agua.

El perro, que no cesaba de ladrar, quiso acercársele y el viejo lo mandó a callar con un grito. Después le acarició la cabeza y el animal fue y le alcanzó la paloma dócilmente. El cazador registró el cuerpo del ave, calculó su peso con un movimiento de la mano y la dejó caer en un jabuco donde había otros pájaros muertos. El muchacho vio que del bolso goteaba una sangre espesa y seguramente dulce. Asesino, pensó, y se viró de espaldas.

Dos años atrás, Ulises había tenido una experiencia similar. Estaba en casa de su abuela, cuando la prima Daisy lo llamó  a través de la claraboya del sótano y le enseñó los despojos de un gato trucidado. Sintió náuseas y cerró de un golpe la ventana. Pero la prima se encargó de provocarle aún más la repugnancia. «Hoy te lo sirvo en el almuerzo», gritó desde el pasillo. Y a los veinte minutos Ulises vio entrar la cabeza lanuda y blanquinegra, primero, y después la ensalada de col y tomates rodeando el pernil rojo. El arroz era azul porque a Daisy le gustaban los colores fuertes. «En tecnicolor», dijo ella, y rió sarcásticamente.

A la prima le fascinaban también las canciones de Nat King Cole, sobre todo su versión de Hojas muertas. Tenía la colección completa de sus discos, y tarde a tarde el muchacho se sentía obligado a escuchar aquella voz que salía potente como un trueno por las bocinas del estéreo. La abuela, en cambio, ni siquiera sabía que Ulises continuaba encerrado en el sótano. Ella era sorda y ciega, y cuando se le ocurría preguntar por él, Daisy le respondía que estaba en Miami estudiando arquitectura. «Tío Luis escribió y dice que está gordo», agregaba indefectiblemente, pero tan bajo que la anciana nunca la escuchaba. Si acaso, para tranquilizarla, leía pasajes de una carta imaginaria en que se hablaba del Cañón del Colorado y de William Holden, el amor de su vida.

Ahora Ulises volvía a pensar en su prima. La tenía ante sus ojos, con el pelo y las manos sucias, lustrosas por la manteca y las pomadas. Estaba toda ella, y con ella el gato y la sangre, la sangre y la música, la música y la paloma muerta, y en los contornos la penumbra y las cuatro paredes de la habitación. Y en las paredes, las fotos de Marilyn.

Todo giraba en su memoria: el techo se movía, las aspas del ventilador se tornaban blandas; las fotos alineadas en secuencia trasmutaban el rostro de la joven, y Marilyn quería besarlo, y Marilyn reía, lo miraba pícaramente, le mostraba los muslos, la entrada de los senos, se abría el ropón, se lo quitaba (qué desnudez, qué pelo el suyo); él la quería, la odiaba; ella guiñaba un ojo y él no podía besarla: él era un niño y ella una mujer. Y su padre de él hablándole de Cuba, de las palmeras y de Varadero, del yate y los corales, allá en Long Island durante el encuentro casual que tuvieron después del viaje de ella a Londres. «Éste es mi hijo, mi heredero…». Y ella autografiándole el bolsillo de su mejor pulóver. Todo giraba, era otra vez el caos: Daisy y el gato, Nat King Cole y su voz, su voz de borracho, la abuela sorda, ciega y, de pronto, desafiantes, la escopeta y el viejo, el perro y sus colmillos, el cazador y el cazador y el cazador y el arma… «¡Imbécil!, gritó Ulises, por tu culpa…».

El hombre quedó atónito. Siempre creyó que el muchacho era totalmente inofensivo. Dio dos pasos atrás y le apuntó al pecho: «Estáte quieto, que yo soy Valo Cruz y a mí nadie me madruga en este mundo». Ulises lo miró con odio, como si deseara su muerte, pidiéndole a Dios que lo carbonizara un rayo. Después volvió a sentarse sobre el tronco. «Pendejo, coño», murmuró el cazador.

El perro empezó a ladrar de nuevo. «Tranquilo, Pantera, tranquilo», y el hombre le pasó la mano por el lomo. Un pájaro se movió allá arriba, en la copa de un jagüey. El viejo lo buscó hasta que lo tuvo en la mirilla; sonó el disparo y el ave, una lechuza, cayó de bruces contra el agua encharcada y maloliente. «Yo nunca fallo», advirtió. «Ni aquí, ni en Girón, ni en el Escambray. Nunca». El muchacho sintió una vez más aquella su sensación de miedo: le sudaban las manos, calor y frío al mismo tiempo y, sobre todo, deseos, muchos deseos de llorar y de llamar a su padre. «Alone», se dijo, pero el cazador estaba entrenado en el silencio: «Habla cristiano, aquí nadie entiende esos lamentos».

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Sudo. Papá salió y nadie sabe de él. Estamos Daisy, la abuela y yo solos. Un amigo llamó a Daisy y le dijo que su tío, que es mi padre, está en Key West camino de Miami. Todos los amigos de papá se han ido, sólo quedan los Grey Santos y los hijos de Benny Salazar. Seguro que mi padre también se fue. Allá, tan lejos. Pero él conoce, él sabe, él ha vivido en Nueva York. Por eso me llamó el viernes y me dijo: «No vayas más a la escuela. El año próximo sigues estudiando en Maryland». Y yo no he ido, qué va, desde ayer hay dos negros sentados en primera fila. Pancho se llama el más prieto y Jesús María el otro, el de los tenis blancos.

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Leo. Leer es mi única posibilidad de olvidar. Ella está arriba, oyendo a Nat King Cole, y la abuela mirando hacia la puerta a ver si papá llega. No para verlo, sino para sentirlo en la frente con un beso. Por mucho que me busquen no me encontrarán; mi padre hizo este sótano pensando en la derrota y en la guerra. Aquí tiene la vajilla, los relojes de pared, el escudo familiar, los bisontes dorados que compró en New Jersey, las joyas de la abuela. Aquí están el oro y la plata en su esplendor de sombras, el bronce, los cubiertos, las copas falsas y las verdaderas, la porcelana, los trajes de montar, los abrigos de piel y los pasadores con diamantes. El oso gris, el pardo, las pinturas y los marcos traídos de Madrid, comprados en Holanda, diseñados en Francia, y como testigo mudo la cabeza de venado con un zafiro en cada ojo. Sólo entra la música: Nat King Cole soñando en las bocinas (el tiempo cruel, hojas muertas que revivirán). Y pensar que papá estuvo aquí durante horas; «enclaustrado y feliz», decía; pesando el oro, urdiendo su victoria. Y ahora lejos, ausente y solitario. Y yo encerrado por este juego inútil. Y la voz de Daisy diciéndome: «No rompas nada, recuerda que soy la Diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco». Diez días y sigo sin ver el sol, sin jugar en el jardín, sin escuchar la vida.

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La tensión empezaba a disminuir. Ulises parecía resignado a aceptar su destino y el viejo cazador bebía lenta y parsimoniosamente un poco de café. «¿Quieres?», invitó al muchacho. «Sí, hace muchos años que no lo pruebo». El perro también descansaba, toda la mañana la había pasado corriendo tras las voces de mando de su dueño. Ahora estaba echado sobre un montón de hojas secas y observaba al joven con cierta indiferencia en la mirada. El agua, quieta, y el sol como si fuera agosto.

«¿Cuál es tu gracia, hijo?», preguntó de improviso el cazador. «Ulises, señor, Ulises Valdés Triana». «¿Y cómo llegaste hasta aquí?» «Corriendo, durante el día me acostaba en los potreros y en la noche avanzaba». «Increíble», musitó el viejo. «Sí, nadie me vio. Ella me guiaba», y le mostró una foto de la rubia. Valo Cruz observó que la cartulina, manoseada y sucia como estaba, tenía una mancha de sangre al dorso de la imagen. «Vaya…», dijo incrédulo, para después fruncir ligeramente el ceño. Mientras tanto, el muchacho volvió a guardar la foto y después comenzó a lanzarle piedrecitas al pantano. «¿Y tu familia?» «Papá está en Miami, señor, mamá murió el mismo día en que yo nací». «Ah», rezongó el viejo y agregó: «Entonces la cosa se complica». «Los negros, señor, ellos tienen la culpa de todo». «¿Eh?», dijo el cazador e hizo un gesto que denotaba incomprensión. «Mira», se interrumpió a sí mismo, «después le cuentas eso a la policía. Yo no entiendo nada». Ulises sacó la foto de Marilyn y se dispuso a contemplarla. El miedo, no obstante su interés en ocultarlo, lo hizo estremecerse. Valo Cruz pensó que todo era muy raro. El perro levantó la mirada.

A lo lejos se escuchó el sonido de un motor y el cazador creyó ver que al muchacho le impacientaba la idea de que alguien más pudiera descubrirlo. «No te asustes», le dijo, «es la turbina de los Manso». Ulises continuó hablando de la rubia. Dijo que en su encierro había encontrado las revistas con las fotos y que si no llega a ser por ellas, se suicida. «Papá guardaba en el sótano las cosas que más quería. Allá arriba», y señaló hacia el jagüey, «tengo cinco Bohemias viejas. ¿No las va a ver, señor?» Valo Cruz dijo que no y encañonó al muchacho: «Deja eso, lo tuyo es un enredo».

El hambre y el tedio empezaron a impacientar al cazador. Desde hacía varias horas no probaba bocado y tuvo la impresión de que el otro también necesitaba comer algo. Por eso, mientras se acordonaba un zapato, dijo con indudable premura: «Lo mejor sería que asáramos un par de palomas». «No, prefiero los peces», respondió Ulises, y le mostró al viejo la vereda que conducía hacia un canal cercano: «ahí hay muchos, señor».

El cazador invitó al joven a llegarse al canal. Le dijo que marchara delante porque todavía no estaba seguro de quién era ni qué hacía verdaderamente en la ciénaga. Ulises estuvo de acuerdo. Cuando lo vio caminar, Valo advirtió que al joven le caía el pelo sobre los hombros y que sus ropas raídas le conferían un aspecto desaliñado y triste. Tendría unos veinte o veintidós años y, por encima de todo, padecía una delgadez rígida y un andar pausado, como si pesara demasiado o no pesara nada.

Al llegar al brazo de agua, el viejo señaló un arbusto y le ordenó: «Siéntate ahí, que ahora hace mucho sol». Luego buscó en su alforja y sacó un anzuelo, una cuerda de nylon y una lombriz de goma. El muchacho descansó la cabeza sobre las rodillas y respiró acompasadamente. «Esta poceta está llena de biajacas», comentó el cazador mientras miraba el fondo del canal. Ulises tuvo un leve presentimiento de que podía escapar; sin embargo, ya Valo Cruz levantaba el primer pez y decía: «A guayaba y pescado se vive en esta ciénaga. Yo la conozco como si fuera mi mujer; la he caminado más de mil veces». Ulises sonrió. Cierto que no había nadie en los alrededores y que aquel hombre no lo trataba como a un prisionero, pero cómo evadir su astucia y su mirada. Por sí o por no, decidió ayudarlo a cocinar los peces. La charamusca ardía y las biajacas, blandas y carnosas, empezaban a dorarse sobre el fuego.

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Cuando Ulises y Valo Cruz hicieron su entrada en el parque, ya Güines dormía. El viaje había sido largo y el tractorista era joven y estaba ansioso por volver a Voisin. Cada bache era un tormento y cada tormento un suplicio para los huesos, cansados de tanto trajinar en la ciénaga. Sólo en muy pocas ocasiones pudieron hablar. El muchacho se había interesado por los nuevos lugares que se sucedían a su paso. El cazador se limitaba a mencionar sus nombres y a veces agregaba: «También lo hizo la Revolución». Por momentos, Ulises tuvo la certidumbre de que había estado muerto. «Este viejo está loco», pensó.

Ahora atravesaban el parque en silencio. El cazador iba delante con la cabeza erguida y la escopeta enfundada. «No quiero que te crean prisionero», le había dicho al joven. «¿Y qué va a ser de mí, señor?» «Nada, si estás mal te curarán enseguida; si no, vas a tener que explicar muchas cosas». «Pero yo le di un solo golpe, señor, a lo mejor está viva». «Ojalá», masculló el viejo, «a las personas dormidas nunca se les da…»

Mientras caminaba, el muchacho se repetía las últimas palabras del cazador. Daisy muerta y todo sería diferente para él. Únicamente lo consolaba recordar, tratar de reconstruir su salida de la casa, pensar en los excesos de su prima: ella que  me dejó encerrado, me hizo comer lo que no comía, me hizo sufrir, me hizo llorar… Una mujer saludó al cazador. «¿Qué hay, Lupe?», respondió él y siguió de largo. Ulises le preguntó quién era y por qué tenía un brazalete rojo. «Mi comadre, está hoy de guardia», explicó el otro. Después de almuerzo, allá en la ciénaga, el viejo le había contado que él y su mujer eran cederistas y que por lo mismo no se explicaba cómo pudo ocurrirle algo así. «¿En pleno Fontanar y nadie te encontró? Eso es mentira».

El Oficial de Guardia tampoco pudo creer lo que escuchaba. «Espérense, voy a buscar al Jefe de la Unidad», dijo, y se internó en una oficina contigua. Cuando el Teniente supo que allí estaba Valo Cruz acompañado de un extraño, evocó enseguida los días del Escambray y la voz firme de Tomassevich. «Se repite la historia, y yo que creía…». Salió al vestíbulo y abrazó al cazador. El muchacho pensó en su prima Daisy. El viejo colocó el jabuco y la escopeta en un rincón de la habitación. El Teniente saludó a Ulises, y éste, como si su vida comenzara una vez más, enfrentó temeroso el interrogatorio. «¿Y éste quién es, Valo? ¿De dónde lo sacaste?»

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Todo, mujer, todo se lo preguntamos. El Teniente, Ulises y yo alrededor de una mesa. Imagínate, hubo un momento en que tuvimos que parar y salir a fumar al patio. Yo estaba mareado, y lo interesante es que él nunca respondía igual. A veces decía que su padre era bueno y otras que le pegaba demasiado. A mí siempre me ha parecido que está enfermo. Tiene que estarlo, porque si no cómo voy a explicarte lo que hablaba. Mira, cuando yo le dije: «A ver, ¿dónde está tu carné de identidad?», qué crees que me respondió: sencillamente se echó hacia atrás en la silla y se puso a cantar en otra lengua. Te digo que está mal. El Teniente lo miraba, ¿no?, tú sabes que él conoce su oficio. Figúrate que una vez estábamos hablando de los barcos madres («¿De qué?»), sí, chica, de la CIA, y el muchacho se nos echó a llorar. No sé, lo único que decía era: «Papá, traigan a papá». Hubo que parar, y a todas éstas sin saber nada de su prima, que a lo mejor ya estaba muerta. Así estuvimos hasta que llegó de La Habana el mensaje. ¿Y a que tú no sabes lo que decía el mensaje? Fue peor, te digo que fue peor el remedio que la enfermedad: «Negativo. Ulises Valdés Triana vive en Estados Unidos con su padre. Prima Daisy desapareció». Entonces sí que no pudimos más. Los médicos siguieron. Yo fui a ver a Justino y me tomé tres líneas de aguardiente sin parar. Y válgame Dios que se acabó el Pinilla…

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Te digo que es un sueño, vieja. Qué va, tú no tienes idea. Pasas la vida aquí, metida en la cocina. Yo te lo he dicho: Luisa, tienes que salir, vete a La Habana, pásate un mes con tus hermanos, pero tú no me haces caso. Mira, yo por dejar una semana de cazar, no voy a morirme. A lo mejor hasta te llevan al hospital y te curan la renguera. Cuando sea la próxima visita, vas conmigo. Él está en el pabellón de los mejorcitos, de los que pueden recuperarse todavía. Claro, cuestión de años, ¿no? Lo suyo es complicado. Dice el portero que la mente es como un hilo: una vez que se quiebra siempre queda la huella del empate. Por eso tienes que ir rápido, va y ni lo coges ahí. Está desconocido: lo pelaron, lo afeitaron, le dieron ropa limpia. Si no es porque él me reconoce, yo me quedo esperándolo la tarde entera. Lo malo que todavía sigue pensando en Marilyn. Hubo que darle otra vez la foto. El Teniente me dijo que de La Habana habían pedido especialmente que él y yo fuéramos. Tú sabes que a mí no me gustan los hospitales, pero a una cosa así, tan importante, uno no puede negarse. Yo soy casi como su padre. Me dio un beso cuando me vio, y enseguida me preguntó por ti. Él te conoce, en la ciénaga hablamos mucho. El flan, el flan fue lo que más le gustó. Se lo comió enseguida. Ahora me dijo que por qué no le habías mandado otro. Él piensa que la cuestión es llevarle comida. Dice que se olvidó del sabor de los helados. Que le llevara un Banana no sé qué. Dime tú, habrá que preguntarle a Justino. En la clínica yo me sentí mejor, pero allá en el hospital no, allí uno no conoce a nadie, hay más control. Te revisan en la puerta. Fíjate, me quitaron el cuchillo. Lógico, a mí y a nadie más que a mí se le ocurre llevar un arma como ésa a un hospital de enfermos mentales. Bueno, tú sabes, sin ese cuchillo yo no soy Valo Cruz. Aquí en Güines sí me dejan, pero en La Habana no, yo lo llevaba por fuera. Una provocación. No, pero me lo devolvieron a la salida. El portero puso los ojos así cuando le dije que al cuchillo no podía pasarle nada porque si yo no tenía hijos era, entre otras cosas, porque había dedicado demasiado tiempo a la cacería y a las armas. Yo sé, yo sé que ahí no se pierde nada, pero nunca está de más decir las cosas como uno las piensa. Qué contento se veía el muchacho, Luisa. La ambulancia que lo trasladó se fue enseguida. Ya todo estaba palabreado. Lo recibió una comisión. A mí también, me dieron la mano y me miraron a los zapatos nuevos. Figúrate, como diez doctores y enfermeras saludándome. Y bonitas, las enfermeras esas son muy bonitas… Hay una que parece… («Valo, déjate de satería que ya tú no das ni la hora»). Qué te crees tú, cada vez que como jaiba entomatada, canto bajito. Tú lo sabes. En fin, que lo ingresaron y dicen que lo van a curar. Dios los oiga.

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Tú mismo te metiste. Y solito, porque yo no te dije que te escondieras allá abajo. Desde que tío se fue, andas con la manía de buscar la combinación para entrar al sótáno. Yo te lo advertí: «Ulises, no sigas, la única que sabe cómo entrar y salir del sótano soy yo. Tu padre no quiere que bajen». Pero no entiendes, nunca has entendido, y tanto diste hasta que encontraste la manera de abrir la claraboya. Ahora estás allá abajo y no voy a sacarte. Después de todo, a mí me conviene que desaparezcas. El dineral que hay ahí no va a ser de esta gente. Jódete. Hace dos días que tío se fue y no voy a permitir que se conozca su misterio. Es todo lo que nos queda. Ya no hay canasta party, ni tertulias, ni viajes de ida y vuelta por el mundo, ni visitas a Palacio, hasta los criados se marchan. Ulises, lo perdimos todo. Y tú siempre en la bobería, en la perenne desazón, como decía tu padre. Para ti no hay problemas, desde chiquito eres igual. «Marilyn, Marilyn, Marilyn», quedaste prendado de la rubia; ella y DiMaggio, ella y Miller, y tú en las nubes, imbécil. Sí, me estás llamando, no te oigo, pero lo sé. Escúchame, Ulises: Soy yo por el intercomunicador. No rompas nada. Recuerda que soy la diosa de la luz y el agua, que te dejo a oscuras, te seco de sed, te mato de hambre… Loco, Ulises, estás loco. ¡Abuela, no jodas más, coño, ya voy a darte la comida!

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¿Cuántas patas tiene el gato? Una, dos, tres y cuatro. La manzana se pasea de la sala al comedor: no me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor…Ya te lo había dicho, gatito: no sigas maullando en mi ventana. Por eso te reventé contra el almendro. A Ulises nunca le han gustado los gatos, se lo voy a enseñar. Hoy te lo sirvo en el almuerzo. Canta, King, canta, que tenemos fiesta. Bien alto, volumen, mucho volumen. Jódete, Ulises. Ya sé que me rompiste el collar. Allá tú, cada vez que me rompas algo, te voy a hacer sufrir. Soy tu dueña, tengo un muerto que vive. Ni los fumigadores te encontraron. Le dieron la vuelta a la casa y no te descubrieron. Sólo yo puedo sacarte. No me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor. Siete años encerrado; parecerás una rana.

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No, todavía no le han dado el alta. Sigue con el problema ese de Marilyn, no se le quita de la cabeza. El médico me estuvo explicando, pero ya sabes que a veces no hay quien los entienda. Lo que yo saqué de la conversación es que padece una manía que le da vueltas y no le sale del cerebro. También fueron muchos los años que pasó encerrado. Nueve, ¿te imaginas? Con nueve años sin ver el sol ni un día, respirando aire acondicionado y viento de ventiladores, cualquiera pierde no digo yo la memoria, hasta la vista; bastante bien está. Ahora anda con espejuelos. Si no fuera por la rubia y el remedo del Quincol ese, estoy seguro de que lo mandaban de vuelta a la casa. Fíjate si va mejorando, que hoy me presentó a Marilyn, que en realidad se llama María Eugenia, y ella, tan simpática, se volvió sonriente y me dijo: «Encantada, a Usted debo la salvación de Frank». «¿De Frank?» «Sí, de Frank Sinatra, ¿no lo ve?» Así le dice. Qué graciosa, ella también salió de un agujero.

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FUEGO AMIGO. OMAR GONZÁLEZ

Hoy le dieron el último balazo,
El más duro de todos, el que le pudre el pecho.
Sus hermanos lo matan para verlo caer.

Y nada quedará del remanso del río,
Ni del refugio de tanta soledad.
Apestarán las sombras. 

Perviven la tristeza y aquellos golpes bajos.
Con las puertas abiertas, y en el faro otra vez.

El futuro se acaba cuando muera este día.
Ni una estrella en el cielo,
Sólo grietas del templo. Y asomarás descalza.

Y ladrarán los perros… Es tu abismo en la noche.
Y volverán los muertos… Es mi vida sin fondo.

Se irá secando el alba, y allá en el horizonte,
tenue como una lumbre ciega, se apagará la tarde
y morirán las olas que bañaban tus pies,
y morirá la hierba que pisaban los míos. 

INTIMIDAD DEL CIERVO. OMAR GONZÁLEZ

El ciervo siente que lo rodean sospechas.
Mira en su entorno y sabe
que quien lo observa no puede ser su padre.

El ciervo quiere escapar del acoso
y termina escondido en su propia mirada.

Ahora es noche
y es caricia que recibió en su infancia.
Sólo él y su padre en una noche fría.

(La gente ignora que un ciervo
no se resigna al llanto.)

Mientras escucha el agua
y un cazador lo busca,
levanta el vuelo y es curva tierna
en el aire más cálido.

El ciervo siente que lo rodean sospechas
mientras la gente cree que ha salido a volar.

OMAR GONZÁLEZ

VECINO MUERTO

Dicen que hay un vecino muerto,
Que alguien de los nuestros
ya duerme para siempre,
Que se apagó en sí mismo
Que no viene mañana.

Dicen también que fue una imagen,
Un rocío que empezaba a secarse.
Pero yo lo vi más, lo sufrí una mirada,
Lo viví en desamparo:
Triste como una abeja herida
Que se moja y se moja.

Cuentan que Victoriano ha muerto.
Nadie lo llore.
Que se acabaron su paso lento, su boina.
Eso dicen.

Más yo pienso que no,
Que él estará creciendo
Mientras haya esperanza.

Omar González
Foto: Claudia González Machado

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PROGRAMA DE LA MOSCA. OMAR GONZÁLEZ

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Hay personas que no tienen memoria,
O sencillamente que lo olvidaron todo.

Hay de esa gente en cualquier dimensión,
Incluso en las reuniones. Cuando los niños juegan.
Llegan ante nosotros y se atribuyen glorias,
Avisos, caridades. Jamás se equivocaron.
Y desatan su humor y hablan de aquella vez
En que pelaron ¿solos? Entonces lo sabían.

Yo conozco esta especie, me la encuentro a menudo
En las aulas cerradas, allí donde el hastío
Hace olvidar las cosas.

Suelen vestir de pobres, pero en la oreja llevan
No lavanda barata, sino esencias de sándalo.

Este que yo conozco no sabe improvisar.
Tras tanto balbuceo, hay un guión perfecto.
Cuando entra a la sala, ya viene modelando.

Sabe lo que dirá,
Y puede, incluso, saber lo que yo pienso.
No duerme, no descansa.
Hace el amor y piensa cómo cortar las alas
Del que nadie ha elegido, del que llegó cubierto
De polvo y de dolor, del guerrero común.
Y dice que fue él,
Que nadie sino él descubrió la bacteria.
Olvida aquellas veces en que rogaba un guiño
A cualquier pasajero con mandato y con ley.

– Eh, tomadme en cuenta, yo soy de los que sirven.
Eso no lo recuerda, lo quisiera olvidar.

Y sigue el timador creyéndose libélula,
Ave del paraíso, y sólo hay un ausente
Capaz de verlo mosca. Pero no quiere hablar.
(¿Acaso lo creerán? ¿Y si el juez no recuerda
La verdadera historia?)

Y vuela y vuela el nuevo trepador,
Y hay gente que lo aplaude, que le brillan los ojos.
Pero cuántos lo creen.

Dos ancianos y un joven empiezan a dudar.
Y en el aire se escucha estrépito de alas,
Y en la leche la mosca, ensuciándolo todo.

IMÁGENES DE CHILE, DESCARGA DESDE EL ALMA. OMAR GONZÁLEZ

OMAR GONZÁLEZ

Marcha 1 millón en Chile

omar gonzalez_coordinador del capitulo cubano de la Red de Redes_foto Ladyrene Perez_Cubadebate 2 [50%]Estuve en Chile en las postrimerías del último gobierno físico de Augusto Pinochet, y también cuando Estados Unidos y la oligarquía criolla no le permitían gobernar a Salvador Allende. Lo que más me llamó la atención tras el golpe de Estado, fue la muerte de la alegría. La gente se resguardaba en sus casas a las 10:00 pm. No había vida nocturna, ni se escuchaban carcajadas sonoras, ni cuecas multitudinarias con pañuelos rojos. Doy fe que nunca más oí la risa, una risa estridente, democrática, como solía decir el gran poeta cubano Nicolás Guillén.

En Valparaíso, la clase media hacía pasarela en los festivales, banalizaba sus lecturas y renunciaba, incluso, a los imprescindibles autores chilenos. Varios  adolescentes no supieron responderme un par de preguntas elementales sobre Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Los cineastas aún desconfiaban y tenían los negativos de sus obras a buen recaudo en los archivos del ICAIC, en La Habana.

Santiago estaba muerta y Concepción muy oscura y desolada, como los pueblos de Rulfo, pero con ínfulas de Múnich.

Varios años después retorné una vez más: Chile estaba norteamericanizándose de tal modo que me fue difícil reconocer algunos lugares otrora frecuentados por mí. Una pitonisa me dijo, así de pronto, que mi aura estaba oscura y que debía evitar los aviones y a los señores viejos y calvos. Algo de razón tenía la pobre mujer.

No olvidaré jamás que aquella visita coincidió con los dos conciertos que iba a ofrecer Michael Jackson en Santiago, de los cuales sólo uno se efectuó, pues los carabineros se negaron olímpicamente a garantizar la seguridad del estadio en la segunda ocasión, y, como es de suponer, hubo que suspenderlo. Pero aquel hecho, no obstante la caprichosa conducta del «rey del pop», sirvió para probarme que los carabineros eran quienes mandaban realmente en Chile. Pinochet seguía siendo el único, el supremo, el verdadero rey.

Esta vez me fui a Lebu, un pequeño y hospitalario pueblo minero del Sur, a un festival de cine que quizás fuese entonces el más original y humano del mundo, y aproveché la ocasión para saber del poeta Gonzalo Rojas, otro grande pero desconocido amigo a pesar de sus lauros. Los adultos de Lebu y de Chile continuaban tristes, pero los niños no. Los ancianos vivían  un interminable toque de queda. Igual que en Berlín (occidental y oriental) cuando lo visité 30 años después de la derrota del fascismo. Qué raro y corrosivo era el humor entonces, y aún en Chile.

En Lebu escribí estos versos, cuya primera versión fue publicada aquí hace algún tiempo:

 DIÁLOGO SORDO CON UN GATO SIN NOMBRE 

Diles que vengan que esta ciudad me mata,
Que nací allá y ahora vivo la que será mi muerte,
Que aquí la bruma es honda y el sol demora un siglo. 

Diles que estoy tan solo que nadie me conoce;
Cuéntales que envejezco y que nada me asombra.
Hazles saber que lloro mientras tiendo la mano. 

Diles que estoy en Lebu, donde se acaba el mundo;
Que aquí la gente es noble y me arropa y me cuida,
Pero que vivo lejos y he olvidado quién soy. 

Diles que el agua quema y que el fuego es el hielo.

Hoy he vuelto a Chile, y a pesar de mis años salto en la Plaza Italia como el joven que soy. Veo pasar a Víctor con sus manos intactas. Hay esperanzas que nunca mueren.

En fin, sin idealizar la circunstancia actual, este Santiago de hoy me parece sencillamente otro, único en su historia. Ojalá no haya engaños que lo petrifiquen en la que sería mi alma renacida. Ojalá se abran para siempre las grandes alamedas. Ojalá sigan las calles llenas de pueblo. Ojalá Chile logré sepultar el dolor y la tristeza para toda la vida y sea, en alegría universal, como el Chile que los chilenos se merecen y sueñan. Piñera ya es pasado, lo enterró este pueblo, lo borró la historia.

25-26 de octubre de 2019, en La Habana.

DESTACAN NECESIDAD DE CONCRETAR UNIDAD LATINOAMERICANA Y CARIBEÑA EN SEMINARIO EN BOLIVIA

bol-seminario

LAURA BÉCQUER PASEIRO / PRENSA LATINA BOLIVIA

LAURA BÉCQUER PASEIROEl coordinador del capítulo cubano de la Red de Intelectuales en Defensa de la Humanidad, Omar González, subrayó hoy la necesidad de concretar la unidad dentro de la diversidad respetando las particularidades de cada país.

Es necesario acelerar ese proceso que conduzca a la unidad latinoamericana y caribeña, declaró González a Prensa Latina tras participar en el tercer seminario internacional América Latina en disputa: alternativas frente a la restauración conservadora y ofensiva imperialista.

El coordinador cubano añadió que para ello presentaron varias propuestas en la cita desarrollada en la ciudad boliviana de Santa Cruz, tales como la articulación de una red de emisoras radiales y televisivas a nivel regional.

Comentó al respecto que es en el campo cultural y de lo simbólico a donde debe dirigirse el debate ya que ese es el espacio usado por la hegemonía norteamericana para manipular a su antojo la conciencia de las sociedades.

Acorde con González, la iniciativa comienza a articularse pero necesita consolidarse con un trabajo constante y sistemático.

Tenemos que lograr que esos mecanismos se articulen y trasciendan, indicó el escritor y periodista, quien acotó que ‘no podemos pensar que esos cambios están en manos ajenas’.

Respecto al seminario que reunió desde el martes 7 a destacados intelectuales, dijo que fue de muy alto nivel, con delegados comprometidos para delinear una agenda ante los desafíos comunes.

El coordinador cubano de la red, surgida en 2003, expresó que ese espacio prioriza causas como el cese del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba, la solidaridad permanente con Venezuela, la liberación del expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, entre otros.

Lograr que América Latina y el Caribe siga siendo una zona de paz es otro de los principales asuntos de la red, agregó.

Auspiciado en sus tres ediciones por la organización política del Movimiento al Socialismo ‘Azules del Oriente’ y otras instituciones, el seminario cpncluyó este jueves con una masiva concentración en un coliseo de esta ciudad.

PROGRAMA DE LA MOSCA

Hay personas que no tienen memoria,
O sencillamente que lo olvidaron todo.

Hay de esa gente en cualquier dimensión,
Incluso en las reuniones. Cuando los niños juegan.
Llegan ante nosotros y se atribuyen glorias,
Avisos, caridades. Jamás se equivocaron.
Y desatan su humor y hablan de aquella vez
En que pelaron ¿solos? Entonces lo sabían.

Yo conozco esta especie, me la encuentro a menudo
En las aulas cerradas, allí donde el hastío
Hace olvidar las cosas.

Suelen vestir de pobres, pero en la oreja llevan
No lavanda barata, sino esencias de sándalo.

Este que yo conozco no sabe improvisar.
Tras tanto balbuceo, hay un guión perfecto.
Cuando entra a la sala, ya viene modelando.

Sabe lo que dirá,
Y puede, incluso, saber lo que yo pienso.
No duerme, no descansa.
Hace el amor y piensa cómo cortar las alas
Del que nadie ha elegido, del que llegó cubierto
De polvo y de dolor, del guerrero común.
Y dice que fue él,
Que nadie sino él descubrió la bacteria.
Olvida aquellas veces en que rogaba un guiño
A cualquier pasajero con mandato y con ley.

– Eh, tomadme en cuenta, yo soy de los que sirven.
Eso no lo recuerda, lo quisiera olvidar.

Y sigue el timador creyéndose libélula,
Ave del paraíso, y sólo hay un ausente
Capaz de verlo mosca. Pero no quiere hablar.
(¿Acaso lo creerán? ¿Y si el juez no recuerda
La verdadera historia?)

Y vuela y vuela el nuevo trepador,
Y hay gente que lo aplaude, que le brillan los ojos.
Pero cuántos lo creen.

Dos ancianos y un joven empiezan a dudar.
Y en el aire se escucha estrépito de alas,
Y en la leche la mosca, ensuciándolo todo.

Omar González

PÁJARO SEPIA

En Pretoria hay un ave que debe ser la angustia:
Gime si va a cantar, solloza cuando vuela;
Es un pájaro sepia, arruinado en las plumas,
Solitario en el árbol donde las flores fueron.

He preguntado el nombre de esta luz y esta sombra,
Y ningún transeúnte me sabe responder.

Aquel dice fantasma, este ha dicho la Historia,
Otro melancolía, y el más anciano piensa
Que por sufrir no vuela y que muere de rabia.

En Pretoria hay mil aves (cantoras, democráticas),
Y un negro mira a un blanco como si fuera un negro;
Mas en la jacaranda que poblaron mis ojos,
Yo vi un pájaro sepia que imaginé la angustia.

DIARIO DE LA VÍSPERA (V). OMAR GONZÁLEZ

(quinta entrega)

79

A esa sonrisa tuya
Le faltaba silencio,

85

Sólo la vi asomarse,
De blanco venía la muerte.

121

Apenas tengo un par de enemigos,
Pero son los mejores.

130

Mi gato viene y se echa a mis pies,
Mi gato sabe que me voy a morir.

 

Foto: Claudia González Machado

PENITENCIAS DE EUROPA. OMAR GONZÁLEZ

Yo sufro a Europa como dos penitencias: 
Una de agua mientras muero de sed, 
Otra de aire que me seca la boca. 
De la primera salgo cuando brota la hierba, 
De la segunda escapo pero me quema el rostro.

Ni en Roma ni en Madrid amanece temprano; 
Los trenes se atropellan y su extravío me alcanza. 
Cuando salgo a la calle se me olvida quién soy: 
Cargo sobre los hombros las ciudades visibles, 
Y la gente me pesa como un fardo de arroz.
Me aplasta el rascacielos, me atraviesa el museo. 

Europa es tan antigua que su fervor me agota;
En cambio, su tristeza me convoca a estos versos.

En Estambul, la ternura me pareció un cordero; 
Mas en Ankara la piedra fue el hombre, 
Y a ese hombre, dormido, le regalé otra piedra. 
Asia iba y venía, y en la fuente el neón. 
El neón testarudo. Como un pozo en el cielo. 
Ni Turquía se salva de ser copia del mundo. 
Adiós Constantinopla. Bienvenido el autista.

A mitad del abismo, otro abismo me llama; 
Es el templo del frío, es el valle sin agua. 
Granada está esperándome y Sevilla, tal vez. 
Me queda la esperanza de encontrar tierra ignota, 
Pero todo ha cambiado y un radar me persigue, 
Y me asechan las cámaras, y en la foto sonrío. 
He pasado a la historia. Quién no sabe mi nombre.

En este largo viaje una cama es un día, 
Una noche es el sueño.
La pesadilla, siempre.

Qué diría Carlos V si volviera Boabdil, 
Y Colón qué diría si Isabel lo mirara; 
Aunque no lo desprecie, aunque nadie los vea.

Los cañones al viento y los barrios sin trigo, 
Y la vela y la torre, y un enano que sube.

Cómo me duele Europa, cómo me angustia España.
Penitencias sin gloria. Un calvario en los pies. 
De las primeras salgo, pero nadie me escucha; 
Del segundo me escapo, pero quedo en la cruz.

Y mis hijos cruzando otro abismo en la noche,
Y mi vida quemándose a la sombra del mar.

ÚLTIMA VOLUNTAD. OMAR GONZÁLEZ

Las capitales jamás serán su patria.
 
Fue a Nueva York y regresó aterido,
Viajó a París y fumó como si fuera un náufrago.
Sin prohibición ni gloria.
Y en Madrid no dormía:
Esperaba el retorno,
Tocar la primavera
 
En Roma estuvo ausente,
Y en Berlín sufrió tanto que nunca volverá.
Ya desistió de México, y no recuerda Kingston.
Quisiera renacer, pero sólo es llovizna.
 
Cada vez que padece,
Añora la humedad de la sombra y el río.
Si de querer se trata,
Ha pedido a los amos de su posteridad
Que su cuerpo repose donde nació con vida;
No en algún cementerio,
No al amparo de extraños,
Sino vuelto cenizas
Y entre la hierba, libre.

FIN DE LA HISTORIA. OMAR GONZÁLEZ

Después de tu calvario, con los ojos culpables,
Bajo un almendro triste, él te vio tan extraña
Que no supo quién eras. ¿Meditabas, mujer?

Quién sabe si pensabas en tus idus de marzo,
En aquello que hiciste y no podías callar:
Tu venganza en la noche, entre un día y el otro,
A la espera del aire, en caída y sin fin.

Él nunca imaginó que volaras tan hondo,
A la luz de una tarde, a las puertas de abril,
Ni que apagaras fuego consumiéndote en él.

Es el fin de una historia.
Poco queda en el aire, casi nada en la tierra:
Una brizna de ayer, un pedazo de ti.

 

La Habana, a finales de marzo de 2014

Ilustración: Dibujo de Sándor González Vilar

DIARIO DE LA VÍSPERA (IV). OMAR GONZÁLEZ

(CUARTA ENTREGA)

46

Tu crisis es tal
Que ni siquiera lo sabes;
La mía pudiera ser
Saber que no lo sabes.

53

En los actos,
La gente me saluda
Como si fuera un niño.
Pensaron que había muerto.

58

Las buenas comedias me divierten muchísimo.
Pero dónde está Chaplin.

65

¿Tan ligera de ropas
Para hablar de negocios?

78

Pobre Lezama,
Ahora el Diablo es el ángel.


Foto: Claudia González Machado

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NI BUDA NI PEST, ¿Y TAMPOCO NADIA? OMAR GONZÁLEZ

I

calle
San Antonio de las Vueltas

Cuando yo era niño, mis expectativas de viajar, si acaso, llegaban hasta Caibarién, cuyas playas visitábamos una vez al año, generalmente en agosto. El resto del tiempo, mi hermano y yo lo pasábamos en la escuela o en la casa, y los domingos a veces íbamos al río y al terreno del Mamey, donde jugaban béisbol los mayores. Excepcionalmente, mi padre nos llevaba al poblado de San Antonio de las Vueltas, específicamente al almacén de los Álvarez, donde nos compraba la ropa y los zapatos del año, y a la tienda de los gallegos Bonifacio y Manolín, ambas en la calle Manuel Herrada, donde adquiría sogas, clavos, herraduras y otros útiles indispensables para el trabajo agrícola y para lidiar con los animales de tiro. Si se trataba de arreglar un sombrero, nos íbamos a ver a Firpo, que era un maestro en devolverle su lozanía a un Borsalino venido a menos por el uso y por los años. Y si lo que estábamos buscando era algo muy exclusivo –un berbiquí o una argolla de narigón, por ejemplo–, entonces nos llegábamos hasta La Bomba, en la calle Quintero, una ferretería bastante bien provista, donde vendían la cal y los pigmentos con que mi madre solía pintar la casa una vez al año, siempre en diciembre. Su dueño era el gordo José Miguel González, tío de Coqui, quien, con el paso del tiempo, se convertiría en médico y en uno de mis mejores y más leales amigos.

Tal era mi noción del mundo y de las distancias que nos separaban de otros lugares en aquellos momentos; tal mi inocente mirada del universo. Y así fue hasta que, no sin cierta reticencia de mis padres, sobre todo de mi mamá, me decidí a participar en la Campaña Nacional de Alfabetización, en 1961, y fui al adiestramiento en Varadero, junto a miles de jóvenes y adolescentes de toda Cuba. Entonces comprendí, mientras lloraba de nostalgia en un balcón de los edificios Granma, que las luces de Cárdenas que yo veía no eran precisamente las de Vueltas y que mi casa estaba tan lejos que era imposible llegarme hasta ella para que mi madre me hiciera un cuento y yo pudiera dormirme. Allí fue donde vi, por segunda vez en mi vida, a una mujer desnuda –ahora en una revista que algún turista americano había dejado abandonada debajo del colchón de mi cama–; donde hice los primeros amigos que tuve en otras provincias, las primeras zambullidas a mar abierto, y donde me gané más de un regaño por quedarme en el agua sin saber cómo llegar al albergue, en medio de la noche y del bullicio de los bebedores más exaltados. Seguir leyendo NI BUDA NI PEST, ¿Y TAMPOCO NADIA? OMAR GONZÁLEZ

DE VALENCIA Y ESPAÑA, DE LAS GUERRAS QUE SOMOS. OMAR GONZÁLEZ

Siempre que he visitado la ciudad española de ValeCartellncia, lo he hecho bajo la advocación del Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, o de Escritores Antifascistas, efectuado en julio de 1937. Y como yo, muchísimos otros latinoamericanos y latinoamericanas. Por eso, más allá de nuestras preferencias literarias, siempre llegamos de la mano de Alejo Carpentier, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Vicente Huidobro, César Vallejo, Juan Marinello, Carlos Pellicer, Félix Pita Rodríguez, y Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, Miguel Hernández, León Felipe, André Malraux, Ilya Ehremburg y todos los que, hasta sumar más de ciento cincuenta, se dieron cita mientras llovía metralla y España se desangraba en ríos de muerte y valentía. En fin, jamás llegamos solos.

Pocas veces como durante la Guerra Civil Española, e inmediatamente después, “el paso de las ideas entre los mares” fue tan humano y acendrado; nunca como entonces caló tan hondo el sentimiento de hermandad entre los hombres y mujeres de la cultura de habla española. Nuesbombas36tra identidad, forjada en siglos de lucha contra el colonialismo –sin excluir el fardo de la perenne injerencia norteamericana–, los intercambios, las negaciones y apropiaciones recíprocas; nuestra identidad, decía, creció hasta que sentimos que éramos uno frente a la extensión del páramo y la barbarie que comportaba (y comporta) el fascismo. Después fue el mundo el que volvió los ojos sobre sí mismo, y tras su despertar –ojalá que para toda la vida–, sobrevinieron las causas de Cuba y de Vietnam, que ahora pudieran llamarse Gaza, Cuba todavía, Venezuela, Argentina, Ecuador o el calvario de la globalización neoliberal, con su secuela de injusticia y la persistente impunidad del crimen y la incivilidad. Seguir leyendo DE VALENCIA Y ESPAÑA, DE LAS GUERRAS QUE SOMOS. OMAR GONZÁLEZ

DIARIO DE LA VÍSPERA (III). OMAR GONZÁLEZ

(TERCERA ENTREGA)

38
Y tú amaneces construyendo;
Yo, en cambio, me despierto en la guerra.
Cientos de aviones sobrevuelan La Habana.
Oigo partirse el aire.

40
A veces quiero
Que te ahogue esa lágrima.

43
Algunos amigos me quieren tanto
Que han dispuesto de mí:
Me han nombrado su sombra.

45
La frivolidad es contagiosa,
Empieza con este aburrimiento.

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DIARIO DE LA VÍSPERA (II). OMAR GONZÁLEZ

(SEGUNDA ENTREGA)

24
Demasiada nostalgia
En el arco y el aire.
Ocurrirá un desastre.

28
Cada vez que te escucha,
Aparece la niebla.

29
Todas las tardes ella lo entierra,
Más él renace cada mañana.

32
Yo no sé tanto de alegrías
Como del beneficio real de la tristeza.
Y soy feliz.

35
Cuando llego a mi casa,
Dejo en la puerta los demonios del día.
Ya me tendrán mañana.

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