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CHERNÓBIL. JULIO MARTÍNEZ MOLINA


CHERNÓBIL 1

JULIO MARTÍNEZ MOLINA

julio-martinez-molinaDurante el siglo XX tres hechos trágicos fundamentales vinculados al factor nuclear estremecieron al planeta. De los dos primeros, el responsable directo fue el gobierno de los Estados Unidos, cuyo presidente, Harry S. Truman, ordenó lanzar los bombardeos atómicos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945, respectivamente.

Más de 120 mil personas muertas -de una población de 450 mil-, además de otras 70 mil heridas y la destrucción instantánea de la ciudad casi en su totalidad provocó la bomba en Hiroshima. En Nagasaki asesinó a  50 mil inocentes -de una población de 195 mil habitantes- y causó más de 30 mil heridos. A dichas víctimas precisa sumarse las derivadas, a lo largo de años y décadas posteriores, de los efectos de la radiación nuclear.

El bombardeo atómico contra civiles en ambas urbes niponas constituye el genocidio más atroz, bárbaro e injustificado de la historia de la humanidad. Estados Unidos guarda la deshonra indeleble de ser el único país del mundo en haber empleado el poder nuclear contra una población civil.

El tercer hecho aludido en el primer párrafo, sin parangón con los dos anteriores en razón del carácter alevoso y taimado de aquellos, es el accidente en el reactor RBMK # 4 de la planta de Chernóbil, Ucrania, el 26 de abril de 1986, originado por el error humano; no por razones intencionales. Dos motivos básicos concatenados viabilizaron la explosión: el primero, de relieve mayúsculo, tanto la desidia y falta de profesionalidad de la dirección al mando de los controles aquella fatídica madrugada, como de los directivos centrales de la propia planta; y el segundo, la inobservancia en el diseño de ese tipo de reactores de todos los requisitos establecidos para instalaciones similares a lo largo del resto del mundo, fundamentalmente la carencia de un edificio de contención.

De acuerdo con los datos oficiales conclusivos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Naciones Unidas, hubo 31 muertes directas por el accidente, a las que se sumaron otras 4 mil como consecuencia del suceso. Decenas de miles de personas sufrieron efectos, a distinto grado. Entre 1990 y 2011, Cuba atendió a 26 mil 114 víctimas (el 84 por ciento de estas niños ucranianos, bielorrusos y rusos), en diferentes áreas médicas. De 1998 a 2011 una brigada de doctores cubanos atendió aproximadamente a seis mil personas, cada año, en la ciudad de Evpatoria, Crimea. Dicho programa de asistencia médica integral masiva y gratuita, respuesta solidaria de nuestro país a solicitudes de organizaciones sociales de la Unión Soviética, fue silenciado por los grandes consorcios mediáticos corporativos encargados de escribir la historia que le conviene a los ejes de poder.

Es algo que también suelen hacer los emporios audiovisuales, los cuales hallan su camino todavía más abierto cuando en los propios países donde se suscitan los hechos no se toman las iniciativas para emprender la realización de materiales que reflejen sus circunstancias de la forma objetiva. Así, se comprende mejor el surgimiento de una miniserie como Chernóbil (Chernobyl, 2019), coproducción entre la cadena norteamericana HBO y la británica Sky, propiedad del ultrarreaccionario magnate australiano de las comunicaciones Rupert Murdoch.

CHERNÓBIL 3

A resultas, sobre la serie basada en el libro Voces de Chernóbil, escrito por la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura conocida por su postura adversa a la Unión Soviética y su lapidario axioma “el comunismo es el opio de los intelectuales”, gravitan dos signos contradictorios: la calidad técnica y narrativa marca de fábrica del sello estadounidense y la decisión irrenunciable -del primero al quinto episodios, pero sobre todo en los dos últimos- de introducir una tesis política y contribuir a la satanización de todo cuanto se relacione con el universo socio-político-económico soviético, contextualizado ello dentro de la actual y muy poderosa tendencia del audiovisual occidental hacia la demonización rusa. No sería fútil recordar aquí que, desde el imaginario forjado por los materiales de las casas productoras de Occidente situadas en la misma línea de pensamiento instaurada por los poderes hegemónicos, Rusia representa la continuación directa de la Unión Soviética; no importan las sustanciales diferencias entre ambos modelos.

De tal, los notables valores de producción de Chernóbil tienden a languidecer ante su imperiosa necesidad de mensaje, expresada en un irrefrenable ataque a la URSS en todos los costados (dirigencia, ética -ese dirigente partidista del episodio 2 que humilla y se burla de la científica, en cuyo pleno rostro apura un trago por “los obreros del mundo”; ese villano de manual, puro cartón, al frente de la KGB; esos burócratas y redomados mentirosos del Kremlin-, explotación de estereotipos -zafiedad y alcoholismo de los rusos-, honestidad política -la matriz fundamental injertada por la serie es que la Unión Soviética vivió en su totalidad a base de mentiras, algo muy curioso proveniente de un material facturado en los Estados Unidos, imperio consolidado a base del sofisma y cuyo equipo directivo actual es el culmen de la falsía-; estructuras de poder…), lo cual le quita hierro a la pieza, al demeritarla por su proclividad a la inducción.

Resulta pueril que en una obra que en diferentes apartados exude redondez artística, en el capítulo 4 ubique a la KGB en posición de decidir el mismísimo camino nuclear de la Unión Soviética; si bien esto no resulte nada gratuito, en tanto ha sido resorte esencial de la propaganda occidental anti socialista la impugnación de los aparatos de seguridad e inteligencia de los países de Europa del Este y su calificación como sistemas diabólicos, sanguinarios y hasta supraestatales, aunque en realidad ninguno se comparó ni de lejos con otros como los norteamericanos e israelí, por citar dos ejemplos. Seguir leyendo CHERNÓBIL. JULIO MARTÍNEZ MOLINA

SODERBERGH PISA FIRME, TAMBIÉN, EN TELEVISIÓN. JULIO MARTÍNEZ MOLINA

SODERBERGH 2

JULIO MARTÍNEZ MOLINA / LA VIÑA DE LOS LUMIERE

JULIO MÁRTÍNEZ MOLINAHastiado quien escribe de la mayor parte de las innumerables series de abogados, policías y médicos -las cuales en la práctica circunvalan sobre un mismo ritornello argumental y similares esquemas compositivos-, le impresionó sobremanera una perteneciente a la última parcela temática, convertida en abono nuevo para fertilizar un subgénero serial fagocitado hasta la náusea.

Se trata de The Knick, de Steven Soderbergh, en transmisión por el Canal Educativo, de la Televisión Cubana. Una obra rigurosa, de personal puesta en pantalla, alejada de convencionalismos y de la hojarasca acompañante de tanto exponente genérico, dueña de un estilo visual propio debido en notable medida a la cámara del propio director de la serie, irrigada por la riquísima apoyatura musical de Cliff Martínez (habitual de Soderbergh, quien aquí hace del soundtrack un elemento cuasi protagónico del relato) y blanco de una reconstrucción de época de antología gracias a un diseño de producción de veras impecable.

Un material que combina, por consecuencia, logros formales y narrativos, con sinergia y resultados artísticos escasamente vistos en la televisión contemporánea.

No en balde, detrás de esta creación televisiva se encuentra el realizador norteamericano Steven Soderberg, a quien el cine -al margen de su cuota de películas descartables, pues también las tiene-, le debe estimables películas desde que debutara en el Festival de Cannes en 1989 por conducto de Sexo, mentiras y videos, con sobresaliente para su díptico sobre el Che (Guerrilla y El Argentino) y destaque para la hoy casi olvidada Out of Sight  y The Limey, entre otras.

Pero el director de Behind the Candelabra ya también posee una historia en el universo serial, tras su adaptación (estupenda) a la pequeña pantalla de su fallida aventura fílmica The Girlfriend Experiencie y la recién finalizada e irregular Mosaic, la cual he acabado de digerir mucho más por oficio que por deseo.

The Knick, la primera serie dirigida por Soderbergh, no es un drama médico televisivo más al uso. Antes bien se erige en relato antropológico de las condiciones de subsistencia social de una época (el Nueva York de inicios del siglo XX de barrios nauseabundos y minorías en la opulencia) y hunde el escalpelo en escenarios poco abordados por las narraciones seriadas norteamericanas, con agudeza y fabulosa percepción de registro.

La crudeza derivada de la objetividad de las situaciones recreadas, y no la crudeza gratuita dimanada de la necesidad de buscar rating y alargar temporadas, es apreciable desde esa operación quirúrgica en primer plano que el espectador observa en los primeros minutos del mismo primer capítulo, explícita hasta en los mínimos detalles, con un naturalismo hiperrealista que indicará el camino moral de la serie.  Seguir leyendo SODERBERGH PISA FIRME, TAMBIÉN, EN TELEVISIÓN. JULIO MARTÍNEZ MOLINA

JÓVENES PAPAS, VIEJOS COMUNISTAS. CONTRA LA POLÍTICA DE LA AMABILIDAD. DANIEL BERNABÉ

“Si ser de izquierdas —luchar contra este desbarajuste que tiene visos de llevarnos de nuevo al precipicio, llámenlo como quieran— es percibido como una opción, ahí sí, estamos derrotados”, sostiene el autor.
Jóvenes Papas, viejos comunistas. Contra la política de la amabilidad
El actor Jude Law encarna a un pontífice ultraconservador en la serie ‘El joven Papa’. HBO
Voy a empezar hablando de una serie y un documental. Curiosamente la primera es una ficción que parece anticipar un hecho plausible, mientras que el segundo, mostrándonos un suceso real, se contempla hoy como una ficción. La idea del desarrollo lineal de la historia, como una sucesión de acontecimientos que se superponen con el sosiego del calendario, nos vale para imaginar un concepto inalterable de orden pero rara vez para explicar los saltos adelante, en muy poco tiempo, o los retrocesos pintados como modernidad.

No sé si han visto la reciente El joven Papa, una de esas producciones con gusto cinematográfico de la HBO, dirigida por el italiano Sorrentino. Sin entrar a desvelar mayores tramas argumentales —y ganarme con ello sus iras— la serie gira en torno a la llegada al trono de Roma de un pontífice apenas rozando la cincuentena, norteamericano y apuesto, interpretado por Jude Law. Sin mayores datos cualquier persona pensaría que el hilo narrativo versará sobre un personaje heterodoxo y aperturista enfrentado a la curia católica, al fin y al cabo el apelativo de joven así nos lo debería indicar.

Sin embargo, la ficción dirigida por Sorrentino justo va en el sentido opuesto. Su Papa es un reaccionario que, alertado por el retroceso de la Iglesia, plantea unas medidas extremistas en la línea de expulsar a los homosexuales del ministerio, tachar a los fieles de superficiales o restaurar la liturgia en latín. El poder político vaticano le advierte de unas consecuencias que no tardan en llegar: los católicos, atemorizados, dan la espalda a la Iglesia. Lo interesante es la explicación que el joven Papa da para justificar su aparente maniobra suicida: la Iglesia católica no es una ONG, no está para repartir sonrisas ni consuelo, venderse amable como un producto más. La Iglesia Católica es misterio, infalibilidad y tradición, son los creyentes los que tienen que acercarse a ella con humildad, respeto y devoción total y desinteresada. Dios no es un coacherSeguir leyendo JÓVENES PAPAS, VIEJOS COMUNISTAS. CONTRA LA POLÍTICA DE LA AMABILIDAD. DANIEL BERNABÉ

«OCHO HORAS NO HACEN UN DÍA», EL GRAN ACONTECIMIENTO DE LA BERLINALE. LUCIANO MONTEAGUDO

OCHO HORAS 1

Fotograma de la serie Ocho horas no hacen un día, de Rainer Werner Fassbinder.

LUCIANO MONTEAGUDO / EL VIEJO TOPO / PÁGINA 12

A comienzos de 1972, Rainer Werner Fassbinder tenía apenas 26 años y en sólo tres había filmado quince largometrajes, que finalmente empezaban a ser reconocidos por la crítica y los principales festivales internacionales, a pesar del rechazo inicial que había provocado –aquí mismo en la Berlinale– su opera prima El amor es más frío que la muerte (1969). Pero Fassbinder era plenamente consciente de que su cine -formalmente tan austero como sus presupuestos– era apreciado sólo por una élite: la misma burguesía a la que él no dejaba de cuestionar. Por eso, cuando la cadena de televisión Westdeutscher Rundfunk (WDR) le ofreció escribir y dirigir una miniserie para su catálogo de producciones familiares, tan populares en la TV alemana de la época, Fassbinder no dudó en aceptar la propuesta. El resultado fue Acht Stunden sind kein Tag (Ocho horas no hacen un día), una experiencia crucial y a todas luces insólita que en estos días, en una flamante versión restaurada, se ha convertido en el gran acontecimiento cinéfilo del Festival de Berlín.

OCHO HORAS 2

A diferencia de la famosa Berlin Alexanderplatz (1980), que Fassbinder también rodó para la televisión, Ocho horas no hacen un día era un trabajo olvidado, nada menos cinco capítulos de una hora y media cada uno que casi no habían vuelto a verse desde su primera emisión, 45 años atrás. Pero la Rainer Werner Fassbinder Foundation que dirige Juliane Lorenz, en cooperación con el Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, exhumaron el material original, rodado en 16mm, restauraron meticulosamente imagen y sonido y lo que ahora vuelve a la luz puede considerarse como la primera -y quizás la única– telenovela marxista de la TV occidental.  Seguir leyendo «OCHO HORAS NO HACEN UN DÍA», EL GRAN ACONTECIMIENTO DE LA BERLINALE. LUCIANO MONTEAGUDO