Queda por escribir un libro en el que el asesino sea el lector
Rosa que al prado, encarnada,
te ostentas presuntuosa
de grana carmín bañada:
campa lozana gustosa;
pero no, que siendo hermosa
también serás desdichada.
Sor Juana Inés de la Cruz
UNA ROSA ES UNA ROSA ES UNA ROSA
Desde que escribí El nombre de la rosa me llegan muchas cartas de lectores que me preguntan lo que significa el hexámetro latino final, y por que este hexámetro le da título a la novela. Respondo que se trata de un verso de De contemplu mundi, de Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII, que se mueve en el tema del ubi sunt (de donde saldría luego el mais ou sont les neiges d’antan de Villon), salvo que Bernardo lo agrega a un tema común y corriente (los viejos tiempos, las ciudades famosas, las hermosas princesas, todo se desvanece en la nada), la idea es que de todas las cosas que llenaron algún tiempo, sólo nos quedan los nombres. Recuerdo que Abelardo usaba el ejemplo del enunciado nulla rosa est para mostrar la manera en que el lenguaje puede hablar de cosas desaparecidas.
Un narrador no debe dar interpretaciones de su propia obra, de lo contrario no habría escrito una novela, esa máquina generadora de interpretaciones. Pero uno de los principales obstáculos para la realización es, precisamente, el hecho de que una novela debe tener un título. Por desgracia un título es ya una clave interpretativa. No podemos eludir las sugestiones inmediatas que proponen El rojo y el negro o Guerra y paz. Los títulos que más respetan al lector son los que se limitan al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, aunque también la referencia al protagonista constituye una indebida injerencia por parte del autor. Papá Goriot centra la atención en la figura del padre, mientras que la novela es también la epopeya de Rastignac, o de Vautrin, alias Collin. Es posible que se necesite ser honestamente deshonesto como Dumas, pues es claro que Los tres Mosqueteros en realidad es la historia del cuarto. Pero son lujos escasos, y quizá el autor sólo puede concedérselo por error.
Mi novela tenía otro título de trabajo, La abadía del delito. Lo descarté porque fija la atención del lector en la trama policíaca y hubiera podido engañar a desafortunados compradores a la caza de historias de acción, y hacerlos comprar un libro que los hubiera decepcionado. Mi sueño era titular el libro Adso da Melk. Un título más bien neutro: Adso es la voz que narra. Pero por estos rumbos a los editores no les gustan los nombres propios. La idea de El nombre de la rosa me llegó casi por casualidad. Me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa de significados que casi no tiene ninguno: rosa mística, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las magníficas rosas, rosa fresca. Con todo, el lector salía justamente despistado, era muy difícil dar con una interpretación. Incluso si se hubiera aferrado a las posibles lecturas del verso final, lo habría logrado, precisamente, al final. Un título debe confundir las ideas, no disciplinarlas.
Para el autor de una novela hay un estímulo definitivo cuando llega al descubrimiento de lecturas en las que no había pensado y que los lectores le sugieren. Cuando yo escribía obras teóricas mi actitud ante quienes las reseñaban era, sobre todo, judicial: ¿han entendido o no lo que quería decir? Con una novela todo cambia. No digo que el autor no pueda descubrir una lectura que le parezca aberrante, pero si fuera así debería callarse; que la refuten los otros, texto en mano. Por lo demás, la gran mayoría de las lecturas descubre, casi siempre, efectos de sentido en los que el autor no había pensado.
Leyendo las reseñas de la novela sentía mucha satisfacción cuando encontraba un crítico (y los primeros fueron Ginevra Bompiani y Lars Gustaffson) que citaba unas palabras de Guglielmo pronunciadas al final del proceso inquisitorio (página 388 de la edición italiana). “¿Qué es lo que más te aterroriza en la pureza?”, pregunta Adso. Y Guglielmo responde: “La prisa”. Amaba mucho, y amo todavía, estas dos líneas. Pero después un lector me ha hecho notar que en la página siguiente Bernardo Gui, mientras amenaza con la tortura al cillero, dice: “La justicia no es movida por la prisa, como creían los pseudoapóstoles, y la de Dios tiene siglos a su disposición.” Y el lector me preguntaba qué relación había querido establecer entre la prisa temida por Guglielmo y la ausencia de prisa celebrada por Bernardo. En ese momento me di cuenta de que había sucedido algo inquietante. El intercambio de frases entre Adso y Guglielmo no estaba en el manuscrito. Ese breve diálogo lo agregué en las pruebas: tenía la necesidad de insertar una pausa antes de darle de nuevo la palabra a Bernardo. Y naturalmente, mientras hacía que Guglielmo odiara la prisa (y con mucha convicción, por esto la frase me gustó después mucho) olvidaba por completo que poco después Bernardo hablaba de la prisa. Si se relee la frase de Bernardo prescindiendo de la de Guglielmo, la primera no es otra cosa que un modo de decir, es lo que esperaríamos que afirmara un juez; es una frase hecha, como decir “la justicia es igual para todos”. Pero enfrentada a la prisa que nombra Guglielmo, la de Bernardo produce, legítimamente, un efecto de sentido, y el lector tiene razón en preguntarse si están diciendo la misma cosa, o si el odio que manifiesta Guglielmo por la prisa es imperceptiblemente diverso al odio de Bernardo. El texto está ahí y produce sus propios efectos. Que yo lo haya querido o no, formula una nueva pregunta, una provocación ambigua que yo mismo no puedo resolver, aunque entiendo que ahí se anida un sentido (quizá muchos). El autor debería morir después de haber escrito para no entorpecer el camino del texto.
CONTAR EL PROCESO
El autor no debe interpretar. Pero puede contar por qué y cómo ha escrito. Los escritos de poética no siempre ayudan a entender la obra que los ha inspirado, pero ayudan a entender cómo se resuelve ese problema técnico que es la producción de una obra.
En su Filosofía de la composición Poe cuenta cómo escribió El cuervo. No nos dice cómo debemos leerlo, sino cuáles problemas se planteó para realizar un efecto poético. El efecto poético podría definirse como la capacidad de un texto para generar lecturas siempre diferentes, sin consumirse nunca del todo.
Quien escribe (quien pinta o esculpe o compone música) sabe siempre qué hace y cuánto le cuesta. Sabe que debe resolver un problema. Puede ser que los datos de partida sean oscuros, pulsionales, obsesivos, nada más que un deseo o un recuerdo. Pero luego el problema se resuelve escribiendo, interrogando la materia sobre la que se trabaja —materia que tiene sus propias leyes naturales, pero que al mismo tiempo lleva consigo el recuerdo de la cultura de la cual está cargada. Cuando el autor nos dice que ha trabajado en un raptus de inspiración, miente. Genius is twenty per cent inspiration and eighty per cent perspiration.
Contar cómo se ha escrito no significa probar que se ha escrito bien. Poe decía que “una cosa es el efecto del libro y otra el conocimiento del proceso”. Cuando Kandinsky o Klee nos cuentan cómo pintan no nos dicen si uno de los dos es mejor que el otro. Cuando Miguel Angel nos dice que esculpir quiere decir liberar del sobrante la figura ya inscrita en la piedra, no nos dice si la Piedad vaticana es mejor que la Rondanini. A veces las páginas más luminosas sobre los procesos artísticos han sido escritas por artistas menores, que realizaban efectos modestos pero sabían reflexionar bien sobre los propios procesos: Vasari, Horatio Greenough, Aaron Copland.
Escribí una novela porque me dio la gana. Creo que es una razón suficiente para ponerse a escribir un relato. El hombre es por naturaleza un animal fabulador. Empecé a escribir en marzo del 1978, movido por una vieja idea. Tenía ganas de envenenar a un monje. Siempre he creído que una novela nace de una idea más o menos de este tipo, el resto es todo lo que se añade durante el camino. La idea debía de ser más vieja. Después encontré un cuaderno fechado en 1975 donde había escrito una lista de monjes de un convento impreciso. Nada más. Al principio me puse a leer el Traité des poisons, de Orfila —que había comprado veinte años atrás a un librero de viejo de la orilla del Sena. Pero como ninguno de los venenos me satisfacía, le pedí a un amigo biólogo que me aconsejara un fármaco que tuviera determinadas propiedades (que fuera absorbible por vía cutánea al tocar cualquier cosa). Destruí de inmediato la carta en la que mi amigo me respondía que no conocía un veneno que se adaptara a mis necesidades: leídos en otro contexto, estos documentos lo pueden llevar a uno a la horca.
Al principio, mis monjes debían vivir en un convento contemporáneo (pensaba en un monje investigador que leía “Il Manifesto”). Pero en un convento o una abadía, se vive todavía de muchos recuerdos medievales. Me puse a escarbar entre mis archivos de medievalista en hibernación (un libro sobre la estética medieval en 1956, otras cien páginas sobre el tema en 1969, uno que otro ensayo en el camino, regreso a la tradición medieval en 1962 para un trabajo sobre Joyce, y luego en 1972 el largo estudio sobre el Apocalipsis y sobre las miniaturas del comentario de Beato di Liebana: es decir, tenía ya un largo ejercicio en el medioevo). Me encontré con un vasto material entre las manos (fichas, fotocopias, cuadernos), que se acumulaba desde 1952, y estaba destinado a fines bastantes imprecisos: para una historia de los monstruos, o para el análisis de las enciclopedias medievales, o para una teoría del elenco. En algún momento pensé que si el medioevo era de alguna forma mi realidad cotidiana, era lo mismo escribir una novela que se desarrollara directamente en la edad media. Como ya he declarado en algunas entrevistas, el presente sólo lo conozco a través de la pantalla televisiva, mientras que del medioevo tengo un conocimiento directo. Cuando encendíamos fogatas en el campo, mi mujer me acusaba de no saber mirar las chispas inflamadas que se elevaban entre los árboles y aleteaban a lo largo de los alambres de la luz. Después, cuando leyó el capítulo de la novela sobre el incendio, dijo: “¡Entonces sí mirabas las chispas!” Le respondí: “No, pero sabía cómo las hubiera visto un monje medieval.”
En realidad no sólo decidí contar algo del medioevo. Decidí contar en el medioevo, y por boca de un cronista de la época. Yo era un narrador principiante y hasta ese momento había mirado a los narradores desde la barrera. Me daba vergüenza contar algo. Me sentía como un crítico teatral que de un momento a otro se expone a las candilejas y se siente mirado por aquellos con quienes hasta ese momento había sido cómplice en la platea.
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