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ENVEJECER. MADELEINE SAUTIÉ
Ya lo sabes. Desde que naces estás envejeciendo. Solo que de esa perogrullada vendrás a tomar conciencia cuando las primeras opacidades sombreen tu brillo juvenil con las primeras canas o con esos incipientes surcos que te escribirán en la piel un tiempo cada vez más hondo que no ocultará el más perfecto de tus maquillajes.
Mientras eres niño, los viejos —entre quienes con buena suerte un día estarás— son los otros, y con esa lenta destreza con que te salvan de todos los apuros, se archivan en tus recuerdos como si así hubieran nacido, como si ellos no hubieran sido niños también. Como si en ese ciclo irreversible que es la vida, les hubiera tocado desde siempre el invierno de la edad.
Pronto el mito de la eterna juventud se desvanece y de ello se encarga la propia composición familiar y algún que otro concepto biológico recibido en la escuela, sin embargo, todavía, la ancianidad seguirá siendo en tu conciencia algo tan lejano como temido, muchas veces vista con más prejuicios que con objetiva observación.
El divino tesoro que es sin dudas la juventud no entraña, aunque muchos asuman la actitud holgazana de la cigarra del cuento, una etapa vana que solo sirve para presumir la lisura de la tez. Cada ciclo vital, incluso la niñez, tiene su responsabilidad y la juventud es el terreno propicio para sembrar lo que después necesariamente tendremos que recoger. Hacerte de un oficio o profesión, independizarte económicamente, escoger el terreno, construir el nido, parir la descendencia. Cuando el cultivo se dé y los retoños asomen verdecidos sentirás que tocas el cielo, y podrá seguir pareciéndote que el tiempo se congela y que el camino para el declive no ha empezado aún a recorrerse. No en el acto, pero más rápido de lo que se espera, verás que no sucedió así. Seguir leyendo ENVEJECER. MADELEINE SAUTIÉ
PREFIERO SER MISTERIO
Creo recordar que fue Philip Roth quien dijo –más o menos, en Elegía–, que la vejez es una masacre cotidiana. Todo indica que le asiste razón: llega un momento en que pareciera que el cuerpo muere más de lo que cree vivir muriendo. En la medida en que nos adentramos en esa tierra ignota que es pasto de ficciones e incertidumbres, generalmente ingenuas, millones de células yacen en el camino sin posibilidad alguna de ser sustituidas por la regeneración programada, o azarosa, que también existe, independientemente de lo que digan los tratados de fisiología, los expertos y los premios Nobel, quienes tampoco son de mucho fiar. Tal debe ser el instante supremo en que la vejez se ha instalado para siempre en nosotros. No es menester cumplir sesenta y siete años, como me ocurre a mí hoy, para percatarse de ello. ¿Qué tal cuarenta y cinco, y ver cómo se modifican algunas funciones vitales, cómo olvidamos el nombre de una estrella, de una galaxia, de una novia que fue de juventud, o no escuchamos las revelaciones íntimas de una melodía que aún nos estremece? Hay, desde luego, circunstancias, hechos, personas extraordinarias que nos ayudan a vivir y por las que valdría la pena acercar la eternidad, y las hay, cómo no, demasiado miserables para llamarse humanas. Su diversión es la muerte del otro. (Y ahora me acuerdo de una de estas criaturas, de un pobre hombre que murió de odio, más sólo que la noche, mucho más que la luna, como canta Sabina). Es así como somos, dicen los que llevan los récords y catalogan sobre todo a los vivos. Suya es mi sombra, que no mi huerto ni tus besos. Prefiero ser misterio, seguir la vida aunque sepa que muero; rajar la piedra para que brote el agua; apagarme en las tardes porque, quiéranlo o no, he de nacer mañana. (OG)