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¡LUCES! ¡CÁMARA! ¡MATEN! HOLLYWOOD, EL PENTÁGONO Y LAS AMBICIONES IMPERIALES. MATTHEW HOH

Fotografía de Nathaniel St. Clair

MATTHEW HOH*

Hay una enfermedad que viene con la certeza de aquellos que ven el mundo en blanco y negro, tan bueno y tan malo en términos de nosotros contra ellos, que matar es a menudo un acto moralmente defendible. Más aún, ese asesinato a menudo va más allá de la simple defensa propia, a un nivel de necesidad retributiva, un acto preventivo que hace que el acto de matar sea prácticamente un acto de altruismo. “Si no hubiera matado al malo, el malo habría matado a otras personas”, dice el razonamiento. El mito de la violencia redentora está claramente adoptado y expresado en nuestras explicaciones de la historia estadounidense: tuvimos que matar a los británicos para ser libres. En la religión cristiana, mayoritaria de Estados Unidos, Jesús tuvo que morir de la manera más dolorosa posible, en la cruz, para que la humanidad se salvara. Y en la amplia cultura popular de los Estados Unidos Luke tuvo que destruir la Estrella de la Muerte para salvar la galaxia…

Tal violencia redentora no existe en el mundo real y en las experiencias de vida individuales de los involucrados, cualquiera sea el bando de la matanza. Incluso ahora los lectores dirán “¿qué pasa con Hitler?” Parece una tontería tener que recordarles a los estadounidenses que Hitler no surgió de un vacío histórico, que la historia y Adolf Hitler no comenzaron en 1933, sino que Hitler, los nazis y la Segunda Guerra Mundial fueron una consecuencia y continuación de la violencia y la matanza de la Primera Guerra Mundial y esa es la lección de ambas guerras**. Sin embargo, Hitler y la Segunda Guerra Mundial, en los años y décadas posteriores a su final, y la muerte de más de 50 millones de personas, se convirtieron en el casus belli de armamentos masivos, decenas de miles de armas nucleares que acabarán con el mundo, guerras indirectas y bombardeos, invasiones y ocupaciones que mataron, hirieron, envenenaron, marcaron psicológicamente y dejaron sin hogar a decenas y decenas de millones de personas en todo el mundo. Con cada amenaza sucesiva, percibida o real, el Gobierno de los Estados Unidos imaginaba, inventaba y enfrentaba las imágenes de Hitler, los nazis y una descripción moralmente simplista, pero bien aceptada, de un enemigo que personificaba el mal y permitía definir a los estadounidenses como buenos. El personaje fue presentado al público estadounidense como una justificación de la guerra, el neocolonialismo, los obscenos presupuestos de armas, la desigualdad económica y muchas otras trampas del imperio.

Esta explicación simple y binaria de por qué Estados Unidos financia y libra la guerra a niveles que van más allá de todos los demás en el planeta apela a nuestros instintos tribales más básicos y satisface nuestra necesidad emocional de tener un propósito: alguien a quien temer, la necesidad de ser protegidos de alguien y alguien a quien buscar y llevar a cabo nuestra venganza. Esta comprensión masiva forzada del mundo que ostentan los EE.UU. contra el otro no solo funciona bien para la financiación, el reclutamiento y sus guerras del Pentágono, sino que es un pilar de Hollywood y de la industria del entretenimiento estadounidense. Esta narración barata y fácil, que por supuesto se puede encontrar en cuentos que se remontan a pinturas rupestres del hombre primitivo contra la bestia, permite al público identificarse con el protagonista violento, pero bienintencionado, y le permite ver al héroe como a uno mismo como los actores que vencen el mal, restauran el orden y la justicia y prometen un  futuro seguro. Cuando el público abandona la ficción sabe que así es como actuarían si se enfrentaran a la misma amenaza existencial y moral que los personajes de la película.

Esta manera de desarrollar ficción del Pentágono y Hollywood, nuevamente centrada en el mito de la violencia redentora, comienza tan pronto como los niños ven dibujos animados, que a menudo recurren a la violencia excesiva para lograr el orden y la justicia, o se toman para su primer espectáculo aéreo militar o para el desfile del 4 de julio. Esta explotación por parte del Pentágono y Hollywood de niños, adolescentes y el público adulto nos lleva a una sociedad militarizada donde gastamos más de un billón de dólares al año en la guerra mientras actualmente matamos personas en más de una docena de países diferentes. Sin embargo, para el estadounidense individual, particularmente para muchos que se alistan, esto es a menudo un simple ejercicio de lo correcto contra lo incorrecto, la responsabilidad con el mundo frente al apaciguamiento negligente y el bien contra el mal, es decir los fundamentos del excepcionalismo estadounidense.

Si tales creencias moralmente superiores del estadounidense promedio hipermilitarizado se basaran en la experiencia fáctica o histórica, fueran expuestas al pensamiento crítico, la lógica o el examen o fueran cotejadas por la exposición real o el contacto con personas de otras culturas y tierras, la realidad provocaría que los cimientos de la existencia maniquea de Estados Unidos se pudrieran, se arrugasen y colapsasen. Esta disonancia moral puede ser sin duda la causa fundamental de por qué 20 veteranos al día se suicidan y por qué los veteranos de Irak y Afganistán más jóvenes de Estados Unidos se suicidan a una tasa 6 veces mayor que la de otros jóvenes de su edad.

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WEINSTEIN, EL INTOCABLE. ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

ROLANDITOHollywood nunca fue santo y abundan libros y filmes que dan cuenta de ello.

No faltan artistas que llegaron a la cima por facultades propias y mucho esfuerzo. Otros, lo mismo hombres que mujeres, preferiblemente estas últimas, conocieron la fama solo después de pasar por el trampolín de un  lecho.

En sus dos libros Hollywood Babilonia (el primero de ellos publicado íntegramente en París, en 1975), el escritor y director de cine Kennet Anger (hoy con 92 años) da cuenta de asesinatos ocurridos en la denominada Meca del cine, algunos todavía sin resolverse, como el del director William Desmond Taylor (1922) y el de la aspirante a actriz Elizabeth Short, una bella trigueña conocida como la Dalia negra, cuyo cadáver descuartizado apareció en 1947.

Procedente del llamado cine underground, Anger deja testimonio del papel de la mafia en Hollywood, de los desmanes de millonarios influyentes como William Randolph Hearst, especialista en hundir carreras destinadas al estrellato, y de los excesos que allí tuvieron lugar desde los años 20 del pasado siglo, hasta finales de la década de los 70 –en  que concluye el  texto–, con epígrafe especial dedicado a los escándalos sexuales.

Días en que firmar contratos en la cama pasó a ser costumbre y denunciar presiones y  lujurias en una comunidad artística regida por mandos patriarcales no era opción aconsejable.

De todo ocurrió en aquellos años abarcados en Hollywood Babilonia, un estilo de vida  que, con sus matices,  se iría alargando hasta nuestros días, amparado por el silencio temeroso de las víctimas.

Hasta que el triunfante empresario Harvey Weinstein, «el intocable» de Hollywood, le puso la tapa al pomo de los anales de la depredación sexual y  en octubre de 2017 saltó a los primeros planos informativos con un escándalo que le dio la vuelta al mundo y  retoma vigencia al comenzar en Nueva York un juicio que pudiera llevarlo por muchos  años a la cárcel, acusado de violación y otros abusos a lo largo de casi cuatro décadas.

Sobran hechos y detalles vinculados al vándalo creador de la productora Miramax –donde cosechó éxitos junto a su hermano–, pero al final el nombre de Weinstein  quedará unido a una trascendencia social que hablará del momento en que las mujeres perdieron el miedo a denunciar el abuso sexual, un mal que, aunque parezca increíble, ha acompañado a las civilizaciones desde su mismo nacimiento.

El movimiento Me Too, y otros similares surgidos en diferentes geografías para apoyar a las voces denunciantes, ya ha derrumbado a unos cuantos Weinstein y se proyecta como vehículo de solidaridad mundial para aquellas que crecieron con la convicción de que nunca serían escuchadas.

De Weinstein (67 años) se asegura que nunca aceptó un no. Ni en la oficina ejecutiva, donde creció como un todopoderoso de la industria, ni en la habitación de su hotel preferido, célebre porque allí citaba a las aspirantes a obtener algún papel, a las que solía recibir en calzoncillo con la proposición de «primero un masaje» y después «lo otro».

Se calcula en unas 80 el número de mujeres acusadoras de Weinstein, desde trabajadoras de su empresa hasta actrices de la talla de Angelina Jolie,  Gwyneth Paltrow,  Mira Sorvino, Rosanna Arquette, Asia Argento y Annabella Sciorra. Otras han contado cómo pudieron escapar de las trampas tendidas por el irrefrenable productor.

Demasiado lodo en tierra de candilejas para no llevar a las pantallas los métodos de un hombre que se erigió en símbolo de un  poder corrupto, capaz, igualmente, de comprar el silencio de los que con él  trabajaban y todo lo sabían. Fue así que la británica Ursula Macfarlane estrenó el pasado año Intocable, filme en el que recoge el testimonio  de actrices –algunas ya con el paso del tiempo anclado en el  rostro– que dan cuenta de los días terribles en que se convirtieron en piezas de cacería. También revelaciones de trabajadores de Miramax y escándalos que en su momento fueron silenciados por el dinero de Weinstein,  a quien, como se dice en el filme, le gustaba repetir que él era «el puto sheriff de este puto pueblo».

«El caso Weinstein –ha recordado la directora Macfarlane– es también la historia de nuestra generación, es el reflejo del abuso de poder en otras instituciones: la industria musical, el teatro o la Iglesia católica».

En cuanto al presente ha dicho: «Hay cambios, se denuncian casos, pero sigue habiendo un techo de cristal que las cineastas no traspasamos, unos presupuestos que no nos dejan alcanzar. Pero, como dice Rosanna Arquette, nadie nos va a silenciar».

Pronto podremos ver Intocable.

Fuente: GRANMA