Donald Trump
Sioux Center, Iowa. Enero de 2016
Hace ya trece años el hoy presidente norteamericano escribió un libro. Ha escrito varios, o coescrito. La obra a la que aludo lleva por título Think Big and kick ass in Bussiness and Life. El coautor esta vez fue Bill Zanker. Confieso no haberla leído, confieso que aun de tenerla a mano no la leería. Hay algo, sin embargo, de lo que estoy absolutamente convencido: al autor le agrada esa acción, la aludida en esa idiomatic phrase tan norteamericana, kick ass (patear traseros). Existen seres así, casi todos hemos conocido alguna vez a alguno. Se trata de personalidad, carácter, psiquis, maneras de ser, como decimos los cubanos. Solo que en este caso se trata del presidente de los Estados Unidos de América, la nación más poderosa del planeta. No pretendo pergeñar una diatriba ideológica u ofensiva, no es mi estilo. Donald Trump es presidente de la mano del voto de su pueblo, con arreglo a sus leyes y a su Constitución. Respeto eso.
Las causas —politológicas, sociológicas, económicas— que llevaron a Donald Trump a la Presidencia exceden el marco de este exiguo texto. A mi modo de ver todo se relaciona con el auge populista que, desde la desesperanza y la incertidumbre de los últimos años, se ha lanzado sobre el mundo, asociado a la capitis deminutio que sufre del ciudadano actual para juzgar y elegir. Porque Trump, a todas luces, es un populista. Solo procederé a analizar lo que como intelectual —como mero ciudadano del planeta, ciudadano de un país del III Mundo— me genera, he de confesarlo, cierto desvelo. Todos hemos sido testigos de las declaraciones y acciones de Donald Trump a lo largo de estos casi cuatro años. No adjetivaré, cada lector colocará el adjetivo que decida. Convengamos que —he asegurado que me mantendré lejos de toda diatriba— ha resultado un presidente sui generis —único en su género, para los no versados en latinajos—, impredecible, no convencional, nada ortodoxo y políticamente incorrecto según muchos, no lo digo yo. Y parece lógico: se trata de un magnate inmobiliario. Los de su tipo no resultan justo ejemplos de diplomacia o versados en las artes politológicas distintivas de un estadista. No es un político, no lo fue nunca; como no lo ha sido Kanye West, por ejemplo, que ahora runs for president: ¡A saber cuáles serían los dichos y hechos del rapero de Georgia en el hipotético caso —líbrennos de ello los Padres Fundadores— en que alcanzara a acomodarse (razonar o irrazonar) detrás del mítico escritorio Resolute en el no menos mítico Despacho Oval!
Volvamos a Trump: Han sido cuatro años impredecibles, asombrosos. Si nos lo hubieran contado nos habríamos negado a creerlo. Hemos constatado poses, discursos y acciones, sin olvidar el muy peculiar estilo de Twitter. Han sido, sin dudas, años peligrosos. Muy pocos en el mundo, sin importar filiación ideológica —me arriesgo a decirlo—, han valorado de manera positiva al mandatario; ni siquiera sus aliados europeos, con los que ha desarrollado no precisamente una relación íntima u óptima, al contrario. Una vez más me aventuro: quizá sea el presidente norteamericano peor valorado en el mundo desde el fin de la II Guerra Mundial, a las antípodas del respetado Roosevelt o del admirado y desdichado Kennedy. Ello ocurre cuando, quizás también, resulte el Presidente norteamericano cuyo círculo de partidarios en USA —ochenta millones de seguidores exhibe en Twitter—, lo que pudiéramos llamar su “núcleo duro” (su base) resulta en extremo fervoroso, militante y muy fiel, para desterrar epítetos que alguno pudiera tomar por inadecuados. En enero de 2020, hace tan solo un semestre, Donald Trump habría ganado, según opinión de la mayoría de los analistas —con facilidad— las próximas elecciones de noviembre. Una vez derrotado el intento de impeachment, la economía USA marchaba a todo gas, no se avizoraban nubes o vientos fuertes, todo era calma chicha y buenos augurios; pero… en la ciudad china de Wuhan asomó un virus…
…Y TORNAS VELEIDOSAS LAS DEL VIENTO…
…un virus que en muy poco tiempo devino pandemia, y en muy reducido lapso USA lideró al mundo —tristemente— en dramáticas cifras de contagios y luctuosos fallecimientos. Si millones han sufrido la enfermedad y más de ciento cincuenta mil han muerto, la economía —la principal de las fortalezas que exhibía el presidente en virtud de la reelección— ha recibido un golpe brutal: se reporta caída récord en materia de PIB (32,9 % en el segundo trimestre del año) y una pérdida significativa de empleos. El panorama es hoy otro, muy diferente, diametralmente opuesto. Muchos analistas sostienen que la conducta del presidente —declaraciones y acciones— ha resultado errática en materia de conducción y contención de la epidemia en USA. Según encuestas solo el 38 % cree que el presidente lo ha hecho bien. A ello se han sumado las protestas en el marco del movimiento Black Lives Matter, generadas a partir de la muerte, a manos de los cuerpos policiales de Minneapolis, del ciudadano afroamericano George Floyd —millones de seres en el mundo alcanzamos a presenciar las terribles imágenes—. Huelga decir que en modo alguno se trata de un hecho aislado: vicisitudes de ese talante han tenido lugar —de formas reiterada y angustiosa— por años en esa nación. Y tales vientos, agalerados y furibundos, han hecho mutar el panorama electoral: giro total, vuelta en U.

Todas las encuestas, algunas de ellas ofreciendo ventaja al candidato demócrata por más de diez puntos, están hoy de acuerdo: a poco más de tres meses de las elecciones, Donald Trump tiene grandes probabilidades de perderlas. Y tres meses, convengamos, es poco tiempo; poco para revertir la situación al menos; poco cuando del otro lado no se mueve precisamente un contrincante político —desde enero no vemos una campaña a la usanza tradicional: el candidato demócrata, Joe Biden, se ha mantenido aislado en función de protegerse de la enfermedad—. El contrincante parece ser hoy un virus. Es Donald Trump versus Sarcov-2: un presidente lucha por su reelección frente a un virus envuelto en su genoma de ARN; un agente infeccioso acelular que, urge decirlo por raro que pueda resultar, se erige como mucho más impredecible que el magnate. Se vaticina improbable que en apenas tres meses se logre controlar la epidemia en territorio norteamericano. En apenas noventa días habría que, pongamos por caso, lograr una vacuna; improbable cuando los candidatos vacunales en apariencia más exitosos (como la anunciada por el consorcio biotecnológico Moderna Inc., con sede en Cambridge) de seguro excederán ese tiempo en función de ser aprobados y empleados. Resulta todavía más improbable que se adopten medidas de alta rigurosidad —al estilo de naciones asiáticas— que coadyuven al control de la epidemia. Virólogos y epidemiólogos, como el mismísimo Anthony Fauci, auguran que tal vez peores días puedan estar por llegar. El empleo de un medicamento antiviral que minimice fallecimientos tampoco está —al menos hasta hoy— muy a la vista. Y se precisa detener al virus como requisito indispensable que permita regenerar la economía, los negocios, los empleos, el consumo interno, el PIB. Y, desde luego, poner a salvo vidas. En los tres meses que se avecinan algunos fantasmas pueden incluso asomar su feo rostro: ahora mismo acontece un vendaval desde el sobredimensionamiento del precio del oro y la bitcoin. Seguir leyendo CONTINGENCIAS DE NOVIEMBRE. RAFAEL DE ÁGUILA